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Sean se cambió la bolsa de deportes marrón a la mano izquierda mientras alargaba instintivamente los brazos hacia ella, recordando demasiado tarde que ya no tenía derecho a tocarla. Entonces, le dio unos golpecitos patosos en la espalda. Ella se acordó de pronto de los pezones de Terry Hewitt y sonrió; luego, apretó los ojos con fuerza para ocultar unas lágrimas diminutas.

– ¡Hola! -dijo tratando de imitar el extraño gesto de Sean con unos golpecitos en su hombro-. Gracias por lo que estás haciendo, Sean.

– No hay de qué -dijo.

Se pusieron a andar juntos, pero, en realidad, se encontraban a cientos de kilómetros de distancia porque no podían cogerse de la mano. Cuando aguardaban la luz verde del semáforo, Sean le empezó a hablar.

– Si he de serte sincero, me alegro de que me hayas pedido que vengamos a verlo; han dicho que ha pedido no ver más a su madre, y nadie más de la familia se ha puesto en contacto con él. No me han permitido llevarle comida porque temen que alguien quiera envenenarlo.

Ella le acarició la espalda, apretando un poco por la costumbre de sentir su piel, y dejó la mano un momento entre sus omoplatos. Sean se apartó, arqueando la espalda. El tráfico se detuvo y cruzaron la calle, el hombrecito verde del semáforo los salvó de hacer una escena.

El moderno hospital se levantaba sobre una colina pequeña y empinada, alejada de la transitada carretera. Era una edificación reciente, de líneas rectas y soluciones pragmáticas, construida y, casi al mismo tiempo, forrada de redes para evitar que las palomas la convirtieran en una amenaza biológica.

La entrada estaba en la parte trasera. A diez metros, estaba el viejo edificio gótico abandonado al que había sustituido una baronía con torrecillas, entonces vacía, y con las puertas y ventanas de la planta baja tapiadas. Entraron en el nuevo edificio por una puerta pequeña y tomaron el ascensor hasta la quinta planta, sudando por el inesperado calor que hacía dentro. Sean le tendió algo con la mano.

– Tienes que ponerte esto. -Era el estuche del anillo de pedida-. Sólo te dejarán entrar si se creen que eres mi prometida.

Paddy se disculpó con la mirada y sacó el conocido anillo del estuche. Le quedaba demasiado apretado; notaba que la parte superior del dedo se le hinchaba bajo su presión. A las cinco, se abrieron las puertas y apareció una tropilla de estudiantes de enfermería que dedicaban sus mejores sonrisas de cortesía a los dos médicos de mediana edad con los que se acababan de cruzar

Sean y Paddy siguieron las indicaciones, y cruzaron por tres pasillos hasta llegar a un puesto de enfermeras en otro pasillo. Sobre la mesa, había esparcidos formularios de papel verde y rosa. Los recibió una enfermera guapa, rubia y bajita, con una melenita ondulada y los ojos pintados con sombra azul. Era tan delgada que parecía preadolescente. Cuando Sean y la enfermera se cruzaron una mirada sonriente, Paddy tuvo ganas de abofetearla.

– Me han dicho que pregunte por el sargento Hamilton -dijo Sean a media voz.

La sonrisa de la enfermera casi se desvaneció.

– Avisaré a la matrona.

Desapareció en un despacho que había detrás de la mesa. La matrona, una mujer cuarentona e insolente, jugueteaba con el reloj que llevaba colgado al pecho y les volvió a preguntar si buscaban al sargento, ¿cómo se llamaba? ¿Los estaba esperando? Sus preguntas eran una apostilla básica de la petición de Sean, pero Paddy se dio cuenta de que la mujer estaba encantada de que estuvieran allí, de que pensaba en la historia que contaría algún día, cuando pudiera hablar del asunto. Miró a Sean de arriba abajo y se fijó en sus polvorientas botas de trabajo y sus pantalones baratos. Se había cambiado la ropa del trabajo, pero su aspecto seguía siendo perceptiblemente pobre. Mimi le compraba los zapatos en el mercadillo de Barras, y las camisas de segunda mano en el Murphy's de Bridgate. Paddy estaba acostumbrada a ser la persona que vestía más pobremente de la redacción. Mantuvo el dedo en el que llevaba el anillo de pedida a la vista para demostrar que eran personas decentes.

La matrona cogió el teléfono de la mesa y marcó un número de cuatro dígitos mientras se pasaba la lengua por delante los dientes. Se volvió de espaldas y susurró algo al auricular, asintiendo mientras su interlocutor hablaba. Colgó, miró el teléfono con las cejas levantadas y apretó los labios.

– Viene enseguida -dijo como si no fuera lo que ella había aconsejado.

El sargento apareció en el pasillo antes de darle tiempo a la matrona de hacerlos sentir peor. Era un tipo sólido y de espaldas anchas, con el pelo canoso y un rostro amable. Anduvo hacia ellos, moviendo la cabeza de un lado a otro mientras se secaba el sudor de la frente.

– Uf -dijo el sargento a la matrona-, qué calor hace aquí. -Volvió la atención hacia Sean y lo escrutó unos instantes-. Bueno, y ahora, ¿podrían enseñarme los dos algún tipo de identificación?

Se trataba de una orden, no de una pregunta. Sean llevaba su cartilla de ahorros de la Caja de Correos y una tarjeta del sindicato; Paddy llevaba su carné de la biblioteca.

– Está bien, chicos, quítense los abrigos.

Paddy se quitó de buena gana la trenca y se la entregó al policía, quien registró los bolsillos y el forro. Sean le ofreció su cazadora.

– Todas las precauciones son pocas -dijo el sargento, que sonreía mientras revisaba los abrigos para tratar de quitarle hierro a la situación.

Registró a Sean con las manos, pero no osó hacer lo mismo con Paddy, que llevaba una falda de tubo y un jersey. Revisó el contenido de la bolsa de deporte de Sean, comprobó los objetos con manos precavidas, y frunció el ceño al encontrar un poster de los Celtics.

– Todo lo que llevo es para él, ¿está bien? -Sean sonaba tímido e infantil.

– Correcto-. Sus ojos se paseaban por los distintos objetos de la bolsa-. Sí, está todo en orden.

Les devolvió la bolsa y les hizo un gesto para que lo siguieran.

En el hospital, hacía un calor desconcertante; los tres se pusieron a sudar mientras avanzaban por esquinas y pasillos grises antes de tomar un pequeño desvío del pasadizo principal. Tras otra esquina, divisaron a dos policías ante una puerta: uno estaba sentado, y el otro, de pie; ambos bebían de tazas con platito y tenían un tabloide muy manoseado en el suelo, debajo de la silla. Cuando el sargento se les acercó, se pusieron tensos, escondieron las tazas de té y se pusieron bien los uniformes. Paddy intuyó que su jefe no debía de ser siempre tan amable.

– Estos dos jóvenes vienen a visitar… al pequeño -dijo vacilante; y, a continuación, les hizo un gesto para que abrieran la puerta.

Todos se volvieron hacia la puerta, la miraron expectantes y el sargento dio un paso al frente.

– Me quedaré con ustedes un ratito, sólo para asegurarme de que todo está bien.

Retrocedió un paso, todos tomaron aliento, y el policía que estaba más cerca de la puerta giró el pomo.

La habitación individual tenía una entrada estrecha y un lavabo a mano izquierda desde la entrada. Estaba oscura y había un olor denso a lejía y a pino. Lo primero que Paddy vio fue el viejo hospital gótico que se veía por la ventana, con su silueta llena de torreones y de ventanas negras tapiadas. Metida en la esquina, había una cama de metal con una tablilla colgada a los pies. Sobre la cama, sentado, iluminado por una severa lámpara de lectura, estaba Callum Ogilvy.

Parecía diminuto. No parecía haber ganado nada de peso desde la última vez que lo vieron, un año atrás, pero tal vez fuera por la postura en que se sentaba. Tenía las mantas sobre las rodillas y leía un cómic manoseado y medio roto; se había quedado paralizado en la posición en que lo habían sorprendido al abrir la puerta, con el dedo apuntando a una parte del libro y la boca abierta, a punto de musitar una palabra. Al principio, Paddy pensó que tal vez llevara esposas, pero luego se dio cuenta de que llevaba un grueso vendaje alrededor de la muñeca, donde se había cortado. Tenía un aspecto aterrador y flaco, como de genio diabólico, viejo y arrugado.