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El aterrizaje lo arrancó del sueño, y se incorporó sorprendido e irritado. Se puso contento cuando se dio cuenta de que estaba en un avión.

– Bueno, ya hemos aterrizado -dijo Rolf.

Tras la ventana estaba oscuro, pero ocasionalmente se veían pasar algunas luces por el horizonte. La tropa de escoltas también se había dormido, y ahora se despertaban quejumbrosos, irascibles, mirando alrededor de la cabina, estirándose y bostezando. Sus rostros hinchados y tristes le recordaron a Meehan los de sus propios hijos que estaban en Canadá, donde lo esperaban con Betty. Llevaban nueve meses allá, con la esperanza de empezar de nuevo en otro continente con el dinero que él les había prometido llevarles a su vuelta. Les había prometido un hogar y un pequeño negocio, tal vez un comercio: un nuevo comienzo en el que él no estuviera todo el tiempo entrando y saliendo de la cárcel. Era más listo que el criminal medio; se había fugado de la cárcel de Nottingham y había logrado llegar a Alemania Oriental, pero éste era un juego totalmente distinto y su plan estaba lleno de puntos flacos. No tenían motivos para darle dinero a cambio de su información; no era más que una hormiga, un don nadie. Lo podían matar sin problemas: el gobierno británico no protestaría por la pérdida de un reventador de cajas fuertes de poca monta; con suerte, saldría vivo de Alemania Oriental. Le daban miedo Canadá y los reproches de Betty; los ojos decepcionados y tristes de sus hijos, que sabían, mucho antes de lo habitual, que su padre no era infalible.

El avión se detuvo y Meehan se inclinó para intentar leer algún nombre en el edificio de la terminal, pero estaban estacionados con el morro hacia delante y la vista desde su ventana no ofrecía ninguna pista. Los niños de uniforme saltaron de sus asientos, se pusieron a buscar sus equipajes por encima y por debajo de las butacas, peleando y empujándose el uno al otro por llegar los primeros al pasillo.

– Debemos esperar hasta que desembarquen todos los demás -dijo Rolf, explicando así por qué seguía sentado.

Finalmente el avión se vació y Rolf se levantó, desplegó su abrigo y les lanzó a Meehan y al lugarteniente los suyos. Recogieron sus cosas y Rolf esperó a que el sobrecargo de la puerta les hiciera una señal.

– Sí -dijo-. Ahora nos vamos.

En la escalerilla, Mechan advirtió que hacía más frío y más viento que en el lugar del que procedían, pero allí era de noche y cuando despegaron era de día, así que no era una comparación demasiado útil. Al pie de la escalerilla los esperaba un furgón sin ventanas. Había tres hombres con abrigos largos y gorros de piel junto al vehículo, mirándolos expectantes. Rolf los saludó y les presentó a Paddy como el «camarada Meehan». Ninguno de los hombres lo saludó ni le tendió la mano. En todos los sitios del Este en los que había estado, le hablaban de tú a tú, pero le trataban como a un prisionero. Al menos, en casa los maderos te odiaban sinceramente.

Dentro del furgón, las filas de asientos estaban clavadas al suelo y la cabina estaba separada del conductor por una mampara de madera. Después de cerrar firmemente las puertas tras ellos, avanzaron un par de cientos de metros y luego volvieron a detenerse. En aquel lugar había un ruido distinto, que parecía interno: había un goteo de agua que sonaba muy fuerte, un zumbido distante, como el de un motor fuera borda que, al rebotar entre los dos muros, se amplificaba. Los seis hombres aguardaron dentro del furgón; se hacían gestos de simpatía con la cabeza, sin dejar de fumar, ni de mirar sus relojes. Un golpe seco en el lateral del furgón hizo que el conductor gritara algo y que el hombre que estaba más cerca de la parte trasera abriera la puerta. Estaban aparcados dentro de un hangar. Mientras les entregaban su equipaje del avión, Meehan advirtió una boca de riego contra incendios en una pared encima de un cubo de arena y vio que las instrucciones estaban escritas en alfabeto cirílico: estaba en Rusia.

Llevaba diez minutos dando vueltas arriba y abajo por la pequeña celda, cuando una arisca guardiana de unos cuarenta años le llevó una bandeja. Tenía el pelo rubio y los ojos muy azules, pero, cuando le dejó la bandeja sobre la cama, no lo miró, y ni siquiera se volvió rápidamente para encerrarlo de nuevo. La comida consistía en un pescado en salazón, grasiento y todavía en su lata, pan negro seco y té con limón. El pescado estaba incomible, pero se comió todo el pan y se bebió el té amargo. En el mismo momento en que apartaba la bandeja por encima de la cama, la misma guardiana abrió la puerta y le hizo un gesto para que la siguiera.

El pasillo era largo y sencillo, con tuberías que lo recorrían por el techo. Contando su propia celda, del pasillo sólo salían tres puertas. La guardiana lo guió hasta un extremo, se detuvo ante una puerta grande, gris y de metal y llamó. Se oyó al metal deslizarse por encima del metal y que los cerrojos se liberaban. A continuación, se abrió la ventana, y un guardián los observó, a la vez que miraba cuidadosamente detrás de ellos antes de abrir la puerta y dejarlos entrar. Bajaron por una escalera abierta, y sus pasos sonaban tensos y estridentes, secos contra el cemento. Un piso más abajo, se detuvieron frente a una puerta, llamaron y esperaron. Se abrió una ventanita más pequeña, alargada, de metal, y un guarda bien parecido y vestido con un elegante uniforme azul claro los miró. Cerró la puerta abruptamente y tiró de la pesada puerta de metal para dejarlos pasar.

Cuando salieron de las escaleras, se encontraron en lo que parecía ser un palacio rococó. El pasadizo de techo alto era de un tono azul toscano, con detalles de ribetes dorados y tracería de yeso blanco. El suelo era de una madera de caoba oscura que hacía más grave el sonido de sus pasos, volviéndolos importantes y dignos. La mujer guardiana guió a Paddy a través del vestíbulo hasta una puerta doble de cinco metros de altura, flanqueada por guardas en uniforme militar. Hizo una pausa antes de entrar y se arregló la túnica y el peinado.

Cuando les hizo un gesto, los guardas abrieron las dos puertas al unísono, como en la secuencia de una coreografía de Hollywood. Era un salón de baile, cuyo techo estaba pintado con dioses, mujeres y bebés regordetes, todos enmarcados en trampantojos dorados. Al fondo del salón, tres ventanas largas hubieran llevado a un jardín o a un balcón si no fuera porque estaban cubiertas con grandes estores opacos, disimulados tras unas cortinas sucias de redecilla.

En el centro del salón, frente a Meehan, había una mesa larga en la que se sentaban siete personas, todos vestidos de civil, aunque su postura rígida y sus peinados estrictos dejaban bien claro que eran militares. A su izquierda, sentados a una mesa aparte, había tres mecanógrafas: dos de ellas eran jóvenes y guapas; la tercera, mayor y seca. Rolf y el lugarteniente, intimidados por el entorno, estaban encaramados en unos asientos contra la pared opuesta. Ahora el joven lugarteniente no ejercía de intérprete; había sido sustituido por una mujer bajita y fortachona que llevaba un vestido con cinturón, con el pelo negro y lacio recogido en un moño del tamaño de un bombón.

A la mesa central, en el asiento del medio, se sentaba un hombre de complexión gris y cejas negras muy pobladas. Tenía el cuerpo y la cabeza cuadrados, como un cubo equilibrado encima de un cubo más grande. Tenía un aire de sobrada autoridad, como si fuera un juez con tanto poder que ni siquiera tuviera que molestarse en resultar severo. Arrastraba las palabras en voz alta, en ruso; su voz profunda resonó por el enorme salón, y la intérprete se volvió hacia Meehan.

– Está usted invitado a tomar asiento -dijo, a la vez que señalaba una silla sucia de lona y metal.

Meehan se sentó; estaba en el centro del salón, todos lo miraban, y su silla no tenía brazos.

El hombre cuadrado le hizo un gesto de asentimiento y habló durante un buen rato. La mujer dijo:

– Afirma usted que ha venido a darnos información sobre prisiones británicas. Quiere ayudarnos a liberar a camaradas encarcelados en Occidente. ¿Por qué querría hacerlo?