Callum volvió la página de su cómic con gesto desenfadado y murmuró:
– Putas guarras.
II
El modo en que Sean permanecía de pie en el ascensor le hizo pensar a Paddy en un hombre viejo y triste: todo él colgaba de sus huesos. Se apoyó en la pared de enfrente, deseando no haberle preguntado a Callum nada de todo aquello. Naismith no llevaba pendiente. Un teddy boy no se perforaría nunca la oreja. Si Callum decía la verdad, ella le había tendido una trampa a Naismith por algo que no había hecho y la carrera de Terry Hewitt estaría arruinada. Asustada, trató de deslizar la mano en la de Sean, pero él la rechazó delicadamente.
Fuera, en el frío aire nocturno, Sean sacó sus cigarrillos y le ofreció uno. Se los encendieron a la sombra del hospital silencioso. Él se agachó un poco y le tomó la mano, se la apretó cariñosamente, aunque todavía era incapaz de mirarla.
Sean le dio las gracias cortésmente por haber hecho que visitara a Callum. Dijo que volvería a visitarlo, y repetía que el chico era inocente y que no había hecho nada malo.
– Pero si encontraron sus huellas en el bebé.
– Pudo tratarse de una trampa. Sé que él no lo hizo.
– ¿Cómo puedes saberlo?
– Sé que no lo hizo, porque es lo que él me ha dicho: voy a montar una campaña para salvarlo.
Ya no se trataba de qué había pasado en realidad, sino que era más bien una prueba de lealtad.
– Yo no creo que sea inocente.
– ¿Acabas de ver al mismo chico que yo?
– Sean, hay diferencia entre una corazonada y un deseo -dijo Paddy contundente, preocupada por su propio desastre.
Sean le seguía cogiendo la mano pero aflojó el apretón. Separados, bajaron hasta Partick, y siguieron por los caminos secundarios y los lugares oscuros.
En la estación de tren, mostraron sus pases y subieron por las escaleras mecánicas hasta el andén. La sala de espera estaba llena de trabajadores, y el aire estaba desagradablemente húmedo por el calor de sus alientos. Fuera del andén estaba oscuro. Desde aquel lugar elevado, podían ver el cielo sobre el río y la silueta de las grúas de los astilleros; en un tiempo anterior, había estado llenas de ajetreo, pero, en ese momento, aparecían detenidas como esqueletos de dinosaurios recortados contra el cielo anaranjado. Quería contarle a Sean lo que había hecho, confesarle la arrogancia que la había impulsado a tenderle una trampa a Naismith, pero las palabras se le ahogaron en la garganta y le aceleraron el corazón.
Llegó el cálido tren y tomaron asiento cerca del vagón delantero, sentados muy juntos, silenciosos y cansados, con los muslos apoyados el uno contra el otro.
Cuando Sean le ofreció un cigarrillo y sus finos dedos rozaron los suyos, ella tuvo ganas de agarrarlo con la otra mano y decirle que le había hecho algo imperdonable a un hombre, que había dicho una mentira terrible y letal. Pero Naismith lo había confesado todo: había intentado atacarla y la había seguido hasta su trabajo. Empezó a dudar de si, realmente, había tratado de atraparla, de si lo que encontró en la toallita marrón eran realmente cabellos de Heather.
Hizo bajar a Sean en Rutherglen, y que la dejara a ella en el tren. Al despedirse, se levantó por el tranquilo pasillo y lo acompañó hasta la puerta, como si estuviera en su casa.
– Te llamaré mañana -le dijo Sean.
– ¿Lo harás?
Él se inclinó a darle un abrazo pero mantuvo la pelvis a un palmo de ella y se agachó, como temiendo que ella lo atacara si la tocaba. Susurró un gemido de placer a su oído por un abrazo cálido como el tacto de un estilete.
Ella se quedó de pie mientras el tren se ponía en movimiento y lo observó caminar por el frío andén, con las manos en los bolsillos, y cabizbajo. Cuando el tren lo adelantó, Paddy sintió como si lo deslizara hacia su glorioso y dorado pasado; delante ya no tenía nada más que la devastación gris y solitaria que ella misma había creado. No obstante, conservaba todavía un pequeño destello de esperanza. Tal vez, de alguna manera, todavía tuviera justificación. Callum podía estar equivocado.
Capítulo 34
I
Eran las diez de la mañana y la escarcha seguía cubriendo la sombra de los bloques de apartamentos. Un viento atrevido ganaba fuerza y barría los laterales de los edificios, y les revolvía el pelo y los faldones de los abrigos mientras trataban de elegir muy bien el trazado por el largo tramo de escaleras para evitar los cantos helados.
El complejo por el que andaban era una rama barata de los rascacielos Drygate, edificada para pensionistas y gente enfermiza y donde no se admitían los niños. Las modestas parcelas de césped entre edificios estaban salpicadas de rocas areniscas amarillas gigantes, recuerdo de tiempos monumentales.
– Esto es lo único que queda de la cárcel de Duke Street. ¿Ves allá? -Terry le señalaba el fondo de un trozo de pared amarilla-. Allí estaba la celda de los condenados a muerte. Solían colgarlos en aquella parcela de césped.
Paddy miraba y asentía con la cabeza, fingiendo escuchar.
– Estás muy callada hoy.
Ella respondió con un gruñido. Tenía miedo de hablar. El pánico le inflamaba el fondo de la garganta y la ahogaba. Si hablaba, podía sencillamente denunciarse.
– Y pareces hecha polvo.
– Déjame en paz.
Pero sabía que tenía razón. La noche anterior apenas había dormido. Yació en su cama con los ojos abiertos de par en par, trazando cenefas en el techo mientras pensaba en Callum y lo que había dicho. Yació despierta mirándolo desde todos los ángulos posibles, lo malinterpretaba voluntariamente e intentaba hacerlo sonar cómodamente. A las tres y media, se reconoció finalmente que Callum le estaba diciendo que Naismith era inocente.
– Bueno -dijo Terry animado-; Tracy Dempsie, ¿hay algo más de lo que quieras advertirme de ella?
– La moqueta de la entrada es horrenda.
Él asintió, muy serio, con la cabeza.
– Gracias por decírmelo; no me habría gustado nada que me pillara desprevenido.
Paddy sonrió ante la inesperada respuesta. Terry era siempre ligeramente más agudo de lo que ella esperaba que fuera. Miró hacia él y le vio la barriguita temblando bajo la camiseta al poner el pie en el peldaño.
– Te veo -musitó él.
Levantó los ojos y se lo encontró mirando al suelo.
– ¿Qué ves?
– A ti, mirándome con ojos encantadores.
Ella sonrió y se dio cuenta de que se le llenaban los ojos de emoción. Le habría resultado más fácil de soportar si no fuera tan cariñoso.
Mientras parpadeaba para esconder un asomo de culpabilidad, Paddy lo guió a través del suelo desmenuzado del aparcamiento hasta el vestíbulo del Drygate. Los dos ascensores estaban estropeados: había una pequeña nota escrita a mano con mayúsculas irregulares pegada a las puertas de los ascensores.
Subieron penosamente la triste escalera, apartando botes de cola y bolsas de plástico en un descansillo, y las páginas sueltas de una revista pornográfica, en otro. Paddy dejó que Terry fuera delante para no exponerse a que le mirara el gordo trasero.
Al llegar al piso de Tracy, la fuerza de succión del viento presionaba tanto la puerta que Paddy tuvo que apoyarse con todo su peso para abrirla. El viento ensordecedor le alisaba el pelo y le hinchaba el abrigo. Terry se aferraba al cuello de su gruesa cazadora de piel mientras avanzaban siguiendo la pared interior de la balconada. Paddy llamó con fuerza a la puerta de Tracy Dempsie.
Tenía la mano levantada para volver a aporrearla cuando Tracy la abrió. Se había tomado una pastilla o dos de más, y llevaba el batín mal abrochado. Al ver a Paddy, parpadeó lentamente y le llevó el cigarrillo a los labios. La punta de ceniza caliente salió volando hacia su pelo, y llegó a chamuscarle un mechón.