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– Tú no eres Heather Allen.

Paddy tuvo la esperanza de que Terry no se hubiera enterado.

– Vi su foto en el periódico. No eres ella. Ella está muerta.

Terry ponía cara de intrigado; Paddy sentía que la estaba mirando.

– Tracy, he oído que han arrestado a Henry Naismith.

Al oír el nombre de su ex marido, Tracy se quedó sin agallas. La cabeza le cayó hacia delante, se dio la vuelta y se alejó pasillo abajo. Una ráfaga de viento abrió la puerta de golpe y la hizo rebotar contra la pared. Paddy se limpió los zapatos antes de entrar. Terry, tras cerrar la puerta con cuidado detrás de él para amortiguar el ruido, miró de la abigarrada moqueta a Paddy y fingió soltar un grito. Siguieron el rastro del humo por el pasillo y hasta el salón, donde encontraron a Tracy desplomada en el sofá, que se miraba las rodillas con expresión ausente. El viento golpeaba la ventana con furia.

– Henry -dijo a media voz-. Dicen que también ha confesado que mató a Thomas. No puede ser, no puede ser.

Paddy se sentó en la punta del sofá a su lado y sus rodillas casi se tocaban. Buscaba desesperadamente algo amable que decirle, pero no había nada. Como si pudiera vérselo en los ojos, Tracy acercó la mano y tomó la de Paddy, le agarró el pulgar, y, con gesto ausente, le levantaba y le dejaba la mano sin dejar de dar caladas a su pitillo.

– Pero era un tipo duro, ¿no?

Tracy se tragaba el humo con los dientes apretados y tiraba la cabeza hacia atrás.

– Henry es un buen hombre. Estuvo en las bandas cuando era joven, sí, pero las bandas sólo luchan entre ellas. Y, de todos modos, ahora es un cristiano renacido, no va a atacar a un bebé.

– Pero lo ha confesado, Tracy.

– ¿Y qué? -Levantó la vista hacia ellos suplicante, como si tuvieran alguna jurisdicción sobre el asunto-. Puede que sólo sea lo que dicen.

Paddy había casi olvidado que Terry estaba detrás de ella hasta que el chico entró en su campo de visión y se aclaró la garganta cuidadosamente antes de intervenir:

– Señora Dempsie, ¿qué interés tendría en confesar si él no lo hizo?

Tracy sacudió la cabeza sin dejar de mirar la moqueta, y puso cara de perplejidad.

– ¿Pueden haberle obligado? -Sus ojos, embotados por los medicamentos, trazaban lentamente la cenefa endemoniada de la moqueta mientras trataba de pensar. Parpadeó lentamente, y sus cejas le formaban un lastimero triángulo.

– Henry no se matará como lo hizo Alfred. Henry es una persona religiosa.

Paddy observó a Tracy acercarse el cigarrillo a los labios, y en un instante súbito y espeluznante supo que estaba mirando la carnicería que ella misma había hecho. Ella era lo mismo que el policía que había metido los papeles en el bolsillo de James Griffiths. Jamás en su vida había sentido ganas de confesarse, pero ahora las tenía.

Apretó la mano de Tracy con fuerza.

– Lamento mucho todos sus problemas.

Perpleja pero emocionada, Tracy le devolvió el apretón, moviendo con un extraño movimiento la mano de Paddy por el pulgar.

– Gracias.

– Lo lamento. -apretó la mano de Tracy con fuerza entre las dos suyas-. De veras lo lamento. De verdad.

Tracy Dempsie estaba bajo tratamiento médico y aquel día se había regalado una dosis doble, pero aun así percibía que el comportamiento de Paddy era extraño. Sonrió incómoda y se soltó la mano.

Terry avanzó hacia ellas.

– Señora Dempsie, me pregunto si tiene alguna foto de Henry. No queremos usar la de la policía; nos gustaría una más bonita para el periódico.

Fue una mentira muy hábil. La policía no había presentado ninguna foto de Naismith, ni era posible que lo hiciera, pero Terry adivinó que Tracy no lo sabía y que querría que Naismith saliera lo mejor posible en el periódico. Su profesionalidad era un reproche hacia Paddy, quien sorbía y se secaba la punta húmeda de la nariz con el dorso de la mano.

– Claro. -Tracy movió el trasero hasta la punta del sofá y se levantó en una postura extraña, con un paso lateral antes de meterse en el pasillo.

Terry esperó a que Tracy no pudiera oírlos.

– Por todos los demonios -murmuró-. ¿Qué pasa contigo?

Ella intentó tomar aire pero el mentón se le encogió. Terry le dio una patada a la planta del pie y le gruñó:

– Vete al lavabo y recupera la compostura.

Ella se levantó.

– No te pases conmigo.

– Pues tú no te comportes como una vaca burra.

Ella le dio una buena patada al tobillo y lo dejó gimiendo y mascullando juramentos entre dientes.

Fuera, en el oscuro pasadizo, oía a Tracy revolver papeles ruidosamente tras una puerta. El baño tenía un pequeño cartel de cerámica en la puerta, un dibujo de un inodoro rodeado de una guirnalda de rosas. El cuarto había sido decorado en la misma época que el recibidor; el papel pintado naranja se levantaba por las esquinas, como suplicando que lo arrancaran. El juego de sanitarios era de un color rosa chillón, con el baño manchado de óxido donde el grifo del agua fría había goteado y corroído el agujero del desagüe. Había barra de jabón naranja pegada entre los dos grifos, y la moqueta de color amarillo pálido olía a lejía.

Paddy pasó el cerrojo y bajó la tapa del inodoro, se sentó y se inclinó encima de las rodillas. Intentó pensar en algo que Terry hubiera hecho mal para mitigar la ofensa que le había hecho. Pensó en la noche que pasó en su cama, en su comportamiento en el trabajo, pero no se le ocurría nada. Sabía que tenía que llamar a la comisaría y declararse culpable por lo de la bola de pelo en el furgón, pero cada fibra de su cuerpo rechazaba la posibilidad de cumplir con su deber. Lo perdería todo, pero era lo que se merecía, puesto que había matado a Heather y le había tendido una trampa a Naismith.

Se obligó a incorporarse. En el banquillo del alto tribunal, Paddy Meehan había hecho un discurso digno después de que lo condenaran. Debía de sentirse más sitiado de lo que ella se sentía ahora. Se levantó y se miró al espejo nuboso.

– Han cometido un terrible error -susurró en voz baja-. Soy inocente de este crimen, y también lo es Jim Griffiths -. Sorbió por la nariz y se puso bien la trenca, se alborotó un poco el pelo para que volviera a tenérsele hacia arriba. Se miró a los ojos y no apreció más que culpabilidad y miedo y grasa. «Han cometido un terrible error.» Tenía integridad. No sacrificaría la vida de un hombre por su carrera. Puede que lo hubiera contemplado, y sabía que era terrible, pero no iba a hacerlo.

Tiró de la cadena para dar impresión de naturalidad, tomó aire, abrió el cerrojo y salió al pasillo en dirección al salón.

Terry había ocupado su sitio en el sofá junto a Tracy y sonreía ante un álbum de fotos abierto. Estaba encuadernado en plástico rojo con los bordes dorados. Llevaba tiempo guardado bajo algo pesado, y algunas de las hojas de celofán se habían quedado mal dobladas y colgaban hacia fuera.

Tracy se había encendido otro pitillo y señalaba una foto.

– Yo de vacaciones. Isla de Wight. Bonitas piernas, ¿eh?

– Sí -dijo Terry, que miraba a Paddy llegar con una sonrisa conciliadora-. Mira -dijo-, Tracy en traje de baño.

Paddy se acercó al reposabrazos del lado de Tracy y miró por encima de su hombro. La Tracy de la foto era más joven y bastante guapa, y aparecía posando estudiadamente en una playa repleta de domingueros, con un pie delante del otro al estilo de las modelos de los años cincuenta. Paddy asintió con la cabeza.

– Estupenda.

En la página de al lado, Henry Naismith aparecía vestido con pantalones pitillo y una gabardina de algodón azul ceniza. Colgada de su brazo, estaba Tracy con calcetines de ganchillo y un vestidito rosa, con el pelo recogido en una cola de caballo y los ojos accidentalmente cerrados en el momento de disparar la foto.

Terry se cruzó la mirada con Paddy, pero desvió la suya rápidamente. Toco la cara en la fotografía.