– ¿Pegó Henry alguna vez a los niños cuando estaban ustedes juntos?
– Henry y yo sólo teníamos a Garry; Alfred era el padre de Thomas.
Terry prosiguió como si ya lo supiera:
– ¿Y pegó alguna vez a Garry?
– No. Nos ignoraba casi siempre, hasta que yo me fui con Alfred; entonces, perdió la cabeza, empezó a dar patadas a las puertas y cosas así, e iba al trabajo de Alfred y lo esperaba allí. -Parecía halagada por el recuerdo; la boca se le retorció en una sonrisa incierta-. Alfred se limitaba a salir de la fábrica por la puerta de atrás. Por supuesto, justo después de la muerte de Thomas, Henry empezó con la religión. Estaba tan triste por Thomas que se podría haber pensado que había muerto su propio hijo. Intentó compensar sus errores anteriores; intentó ser un buen padre para Garry. Le consagraba todo su tiempo.
Volvió la página del álbum y apareció una foto de ella con un abrigo largo y botas hasta las rodillas, con un bebé colgado a la cadera. El chico miraba a la cámara con una extraña intensidad.
– Es un bebé precioso -dijo Terry-. Es muy guapo. ¿Es suyo?
– Es mi Garry. -Tracy le cubrió la cara con las puntas de los dedos-. Mi pequeño.
– ¿Tiene más fotos de él?
Tracy tenía más fotografías. Pasaron por su primera Navidad, la boda de un vecino, un cumpleaños de la abuela, y el chico fue creciendo ante los ojos de Paddy. Había asumido que el hijo de Naismith y de Tracy era todavía pequeño, que tan sólo tenía unos pocos años más que Thomas Dempsie cuando murió. De hecho, debía de tener unos doce años. Lo bastante mayor como para haberlo matado él mismo. Tracy volvió la página y, de pronto, Garry era mayor; estaba posando junto al furgón de víveres de su padre en verano, con el sol reflejado en el pendiente dorado de su oreja. Paddy lo reconoció perfectamente. Era el chico guapo que conoció en Townhead la noche anterior al asesinato de Heather, el chico que se presentó como Kevin McConnell.
Paddy ya no oía ni el viento, ni lo que Terry comentaba de las fotografías. Lo único que oía eran los latidos de su corazón, y lo único que sentía era el sudor frío que le recorría la espina dorsal. La turbia amenaza sexual en las palabras de Callum Ogilvy le volvió a la cabeza como algo inminente y personal. La noche en la que se conocieron, Garry debió de haberla seguido desde la casa de Tracy hasta Townhead. Debió de haber sabido por Tracy que una periodista llamada Heather Allen había estado en su casa y, entonces, le siguió los pasos, esperando pacientemente antes de abordarla para que no pudiera relacionarlo con su madre. Garry no era sencillamente un pervertido, sino un tipo cauteloso. Ahora mismo podía encontrarse en el apartamento. Pensó en el camino más corto hasta la puerta. Si venía hacia ella podía golpearlo; usar algún objeto para golpearlo. Se podría defender.
– ¿Sigue viviendo aquí Garry? -preguntó rápidamente.
– Qué va. -Tracy se rascó el muslo por encima de su batín-. Está en Barnhill con su padre. Garry hace todo lo que le dice su padre. Esta foto -retiró el celofán crujiente y sacó la foto de teddy boy de las estrías de pegamento-, ésta es la mejor.
– ¿Y ésta? -Terry volvió atrás la página hasta una foto de Naismith de pie en el jardín de Townhead.
Paddy sentía el pulso en el cuello. Estaba segura de que, si Tracy levantaba la vista, se percataría del latido de su yugular.
– Haría cualquier cosa por nuestro chico. Le está enseñando para que se ocupe del furgón. Jamás le haría daño a un niño.
Paddy la cortó:
– Deberíamos marcharnos.
Terry abrió ligeramente la boca.
– Debemos -dijo insistente-; tengo que irme.
– Sólo nos llevamos la foto -dijo Terry con cuidado, mientras tomaba el álbum de fotos de Tracy, antes de que tuviera tiempo de objetar, y sacaba la fotografía que quería.
Paddy empezaba a sudar.
– Me voy.
Ella miró con desafío.
– Tenemos que agradecerle a Tracy todo lo que ha hecho por nosotros.
Pero Paddy ya estaba a la puerta del salón.
– Adiós.
Corrió hacia la entrada y abrió la puerta que salía al torbellino ululante; apretó los ojos para evitar que le entrara polvo y corrió por la balconada hasta las escaleras. Tiró de la puerta, usando su peso cuando sintió que no cedía. Por un momento aterrador, pensó que Garry estaría detrás de ella, sonriendo tranquilamente y manteniéndola cerrada sin ningún esfuerzo. Terry se inclinó por encima de su hombro y abrió la puerta, empujando con una mano. Ella salió disparada a las escaleras, sumergiéndose en un tufo acre de orines y disolvente.
– ¿Estás loca o qué? ¿Qué coño significa todo esto?
Se volvió a mirarlo, lo agarró del cuello con las dos manos y lo sacudió, como si confundiera a Terry con la amenaza real; le hizo perder pie hasta que su mano temblorosa cayó sobre la barandilla de metal y él consiguió equilibrarse de nuevo.
Se quedaron quietos, Paddy cogida a su cuello, Terry inclinado con curiosidad hacia ella, evitándole la mirada sumisamente. La vibración amortiguada de su refriega latía sobre el denso hormigón. Horrorizada, Paddy abrió los dedos, y Terry se incorporó lentamente. Se puso bien la cazadora sin mirarla. Bajaron juntos, Paddy respiraba con fuerza hasta recuperar el aliento, Terry, por su parte, permanecía en silencio. Una vez abajo, cruzaron el vestíbulo, salieron a la luz del día y se separaron sin mediar palabra.
II
Dr. Pete estaba apoyado sobre unos almohadones y miraba por la ventana a una estatua grande del reformista protestante John Knox. Paddy estaba bastante segura de que no llevaba un pijama suyo: tenía la rigidez de las prendas lavadas en una institución. El agua hirviendo lo había descolorido hasta un azul claro que contrastaba horriblemente con su tez amarillenta. La blanca sábana almidonada de su regazo estaba cuidadosamente doblada y, de vez en cuando, mientras hablaba, la acariciaba pensativo.
– Ridículo. Knox era un iconoclasta. Jamás habría aprobado la idea de una estatua. -Sonrió distante-. Si no fuera porque eran calvinistas, uno sospecharía que el comité por su memoria lo hizo por cierto sentido del humor.
Paddy no sabía nada de las distintas ramas del protestantismo, pero sonrió para complacerlo.
Era un ala moderna del antiguo hospital, con ventanas lacadas de color cobre que daban a la necrópolis, un irregular Manhattan Victoriano en miniatura de arquitectura exuberante, erigida cuando celebrar la muerte todavía no se había convertido en tabú. Las otras tres camas de la habitación de Dr. Pete tenían mucho espacio alrededor por si era preciso para la maquinaria. El paciente de la cama de enfrente estaba inconsciente, como una franja de piel poco prometedora bajo una sábana inmaculada como el papel. A su alrededor, había una costosa maquinaria: un monitor cardíaco, una pompa de ventilación, un suero y una pantalla de televisor parpadeante. A su lado, la esposa de rubicundas mejillas estaba sentada leyendo el Sun, con el ceño fruncido como si el tabloide requiriera mucha concentración.
Que el pabellón de oncología diera al cementerio era una coincidencia desafortunada, pero Dr. Pete, lleno de medicamentos y sin sufrir dolor por primera vez en meses, la disfrutaba. Sobrio, animado y sin su habitual rictus de dolor, de pronto, aparecía como un hombre muy distinto. Ahora ya no parecía inconcebible que hubiera columpiado a mujeres por encima de los charcos, o que hubiera escrito textos tan bellos. Llevaba diez minutos hablando de la estatua de John Knox de encima de la colina, eligiendo sus palabras cuidadosamente mientras relataba la historia de su construcción y los motivos por los que había sido levantada en medio de lo que luego sería un enorme cementerio.
– Pero, para entonces, a nadie le importaba dónde estaba. ¿Por qué has venido?
Los ojos firmes de Pete se clavaron en los suyos.