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– Es verdad.

Le miró. El miraba a John Knox. Paddy no estaba del todo segura de que le escuchara. Supuso que tenía otras cosas en la cabeza.

– Sería una pena arrepentirse a esas alturas -dijo ella a media voz.

De pronto, Pete se animó:

– ¿No es cierto? Miedo, es el miedo. Hay pastores, hermanos y bestias peludas patrullando por los pasillos de este hospital al acecho. Son capaces de oler los momentos de debilidad. Yo no quiero debilitarme; me moriría infeliz. Esto de aquí -señaló la cánula que llevaba en el dorso de la mano-, ésta es mi última defensa contra ellos. Me gustaría salir con un buen chute de esto.

Le llevó el resto de la visita comprender que le estaba hablando de las dosis de morfina que le administraban cada cuatro horas.

Capítulo 35

Una despedida

I

Paddy se quedó con el resto de pasajeros en la fila, todos miraban carretera abajo a la espera del autobús. La parada del autobús era un poste sin cobijo en el extremo de un paisaje desolado, a lo Hiroshima. Los alrededores del hospital habían sido barridos de edificios y todavía no se habían vuelto a urbanizar. Había bloques fantasma conectados por un entramado de aceras absurdas y carreteras delirantes que no llevaban a ninguna parte. El aire se percibía seco y muerto. Aquí y allá, los constructores habían erigido vallas alrededor de sus preciosas parcelas, pero el viento seguía conservando su racha fuerte y clara por el territorio. En los bordillos, se formaban pequeñas dunas de polvo gris.

Paddy se prometió a sí misma premiarse con un atracón: cuando volviera de la comisaría y de hablar con Patterson, se comería dos barras Marathón seguidas. Ahora ya no importaba si se engordaba, porque Sean estaba perdido y tampoco tendría que volver a enfrentarse nunca más a la luz cruda de la redacción. No iba a volver. Agachó la cabeza y sintió que la pérdida de su futuro le bajaba la tensión. Tendría que trabajar de dependienta o algo parecido, llevar uniforme y comerse la mierda de una jefa todo el día. Probablemente, eso le provocaría un ataque de pánico y se casaría con alguien poco adecuado sólo porque se lo había propuesto, y acabaría viviendo al lado de su madre, preguntándose qué coño había ocurrido durante el resto de su vida.

El pasajero que iba delante de ella dio un paso hacia delante, un acto reflejo al ver el autobús que doblaba una esquina todavía lejana, y los otros lo imitaron y se hurgaron los bolsillos en busca de los pases o de las monedas para el billete.

Dos barritas Marathón y una tartita de queso y cebolla de la panadería Greggs. Y un donut de chocolate. Mientras el autobús se detenía frente a la parada, ella planeaba mentalmente cómo subiría toda aquella comida a su habitación y se las arreglaría para estar sola.

El conductor era todo nariz. Se levantó, se puso a rascarse los huevos sin ningún miramiento por el forro del bolsillo, y Paddy se subió a la plataforma abierta y le preguntó:

– ¿Pasa usted por Anderston?

– No, es otro trayecto. Tienes que coger el 164. Pasa cada veinte minutos.

Volvió a bajar a la calzada y retrocedió, escondió las manos al fondo de los bolsillos y observó al autobús alejarse del bordillo. Se dio cuenta de que la intensidad del viento había cambiado por la sensación que tenía en la nuca.

Él dio un giro y se colocó frente a Paddy, con los ojos de un color verde brillante y bruñido. Llevaba un gorro negro de lana. En su oreja izquierda, un pendiente brillaba con fuerza sobre el paisaje tan gris.

– Tú no eres Heather Allen.

Su lengua rosada dejó un rastro húmedo al pasar por el labio inferior. Cuando Paddy lo miró a los ojos, sus delirios sobre su capacidad de defenderse se evaporaron de golpe. Un miedo frío, que la obligaba a permanecer rígida delante de él mientras las piernas le pedían salir corriendo, se apoderó de sus articulaciones. Había sido capaz de amedrentar a Heather y a Terry, pero sabía que con Garry Naismith no iba a poder. Él iría más lejos más rápido, y no era porque tuviera más cosas que perder. Él lo hacía porque quería, porque le gustaba hacerlo.

– Tengo que verte.

Su familia se pensaba que estaba en el periódico. No la echarían de menos durante horas, y la policía ya tenía a su hombre; ya no buscaban a nadie más. Se asomó por detrás de él, presa del pánico, y vio que el autobús se alejaba carretera abajo. Él la tenía cogida por el codo, y le pedía cortésmente que le concediera tiempo.

– Ya conoces a mi padre.

– Tengo que irme -dijo ella sin moverse-. Tengo que ir a un sitio.

Hubo un cambio sutil de postura: su mano bajó un par de centímetros, su pulgar y su índice se juntaron alrededor del tendón de su codo. El estómago de Paddy se encogió en un espasmo de dolor, le llenó la boca de saliva, y ella se arqueó hacia atrás, para tratar de soltarse de su mano. Garry Naismith crecía delante de ella, le sonreía mirándola a los labios, inclinándose como si tuviera intención de besarla.

– Veo a mujeres como tú todo el tiempo. -Volvió a apretarle el brazo-. Esta vez no me rechazarás.

Empezó a levantar la mano que tenía libre a un lado. Tras el velo de dolor que irradiaba desde su codo, ella percibió sus dedos encorvándose alrededor de un huevo mate y pálido. No se dio cuenta de que se trataba de una roca hasta que el peso de la fría piedra le golpeó la cabeza y todo se quedó a oscuras.

No estaba muerta. Era de día y estaba doblada por la cintura, avanzaba sobre un pavimento gris con los leotardos de lana negros arrugados alrededor de los tobillos, sus pies vacilantes tropezaban uno contra el otro. Un brazo la agarraba por la axila, aguantando su peso, y la guiaba por el codo. Tenía el cráneo caliente y húmedo, y tuvo que concentrarse mucho para adivinar que el picor que sentía en el pelo estaba provocado por el gorro de lana que él le había puesto.

Otro par de pies avanzaban hacia ellos. Unos zapatos de señora: marrones, elegantes; vio también una bolsa azul de la compra. La mujer dijo algo, y el dueño del brazo que la aguantaba contestó, bromeando sobre el asunto. Paddy se cayó hacia delante y sintió que tiraban de ella hacia arriba. Siguieron avanzando.

Estaba más oscuro. Estaba sentada sobre algo blando, tirada hacia un lado en un ángulo que le provocaba dolor en el costado y la espalda. El suelo bajo sus pies temblaba. Iba en un taxi y él estaba a su lado, sujetándola todavía por el codo y con los dedos diestros dispuestos a pellizcarla si intentaba algo. Imaginarse el futuro le hacía sentir como si caminara por arena caliente, pero lo intentó: estaban viajando, rumbo a un lugar que ella ya no abandonaría. Su mente ansiaba meterse de nuevo en el agua tibia, pero ella se esforzaba mucho por permanecer consciente. Poco a poco fue cayendo hacia adelante, con el mentón apoyado delicadamente sobre las rodillas; vio una colilla aplastada en el suelo. Meehan nunca tiraba la toalla. Se pasó siete años en una celda de aislamiento, fue despreciado y vilipendiado, pero, aun así, él nunca tiró la toalla. Usando la musculatura de su espalda, levantó un poco la cabeza.

– Heb -gritó, pero la voz le salía débil y sin tono.

Sus dedos la pellizcaron, y un espasmo de dolor caliente le convulsionó el cuerpo entero.

– Sí, amigo -dijo él en voz alta, dirigiéndose al taxista-. Borracha como una cuba, la muy tonta.

– Heb.

Garry Naismith se rio a carcajadas, tapando el sonido de sus gimoteos hasta que ella se deslizó hacia delante y se rindió.

El dolor que le quemaba la coronilla parecía haber remitido un poco. Miraba al pavimento desde una gran altura; caía hacia adelante con la cara, primero, y, luego, se paraba de golpe contra sus fuertes y firmes brazos. Tras ella, la puerta del taxi se cerró de golpe, y levantó la vista para ver un cesto vacío de colgar plantas junto a la puerta de una casa que le resultaba conocida. Se irguió un poco más y vio una carretera larga y vacía, unos jardines inclinados al otro lado y el murete desmenuzado de un jardín al otro lado de la calle. Estaban en casa de los Naismith en Barnhill, pero el furgón de víveres ya no estaba en la acera. Debía de tenerlo la policía.