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– Ya es hora -le susurró el chico- de que aprendas quién manda aquí.

Le metió las manos por debajo de las axilas y la levantó, tirando del peso muerto y colocando la mitad del cuerpo sobre el colchón. Luego se colocó al otro lado de la cama y la colocó bien.

Iba a quitarle toda la ropa bajo aquella luz tan fuerte, a mirarla y a tocarla. Iba a matarla, y ella todavía no había podido hacer nada: no había salido nunca de Escocia, ni había adelgazado, ni había vivido sola ni había hecho nada en este mundo. No pudo evitar echarse a llorar. Su cara empezó a contorsionarse mientras sollozaba, y lo hacía con los ojos cerrados porque tenía demasiado miedo de abrirlos.

– Eso está bien -dijo él mientras se subía a la cama, colocándose bien detrás de ella-. Sigue haciéndolo, más fuerte. Me gusta.

Se inclinó por encima de ella desde atrás y, mientras le susurraba, con los labios le rozaba el lóbulo de la oreja; su aliento cálido le cosquilleó el diminuto vello del oído, y ella levantó el hombro defensivamente. Le dijo que él veía chicas así todo el tiempo, todo el tiempo; que él sabía que lo deseaba; le preguntó por qué lloraba, y él mismo respondió que lloraba porque lo deseaba mucho. Concluyó diciendo que tenía que conformarse con lo que tenía porque era gorda.

Cuando Paddy lo oyó decir eso, un sofoco caliente le recorrió el espinazo. Aquello, tener que oír que la llamaran gorda en el momento de su muerte, era demasiado. Mantuvo los ojos cerrados y volvió la cara para quedarse frente a la suya; abrió la boca todo lo que pudo y mordió con todas sus fuerzas. Chilló con un borboteo furioso e húmedo y clavó los dientes en un trozo suelto de carne. El sabor metálico y penetrante de la sangre le inundó la boca. Abrió los ojos: le estaba mordiendo el labio inferior. Garry dio un alarido y se apartó lo suficiente como para que ella le pudiera ver un lado de la cara. Uno de sus ojos verdes estaba abierto de par en par, con el blanco del ojo visible como lo tendría un caballo asustado. La estaba volviendo a golpear, y Paddy supo por el calor húmedo de su cara que estaba sangrando, pero tenía demasiado miedo de abrir la boca y soltarlo. En algún momento tendría que hacerlo, pero cuando lo hiciera él la mataría. Antes lo dejaría marcado, con una marca tan profunda que no pudieran evitar encontrarlo.

La mano de Garry la golpeaba una y otra vez, atizándola en el lado de la cabeza, pero ella seguía aferrada, sacudía la cabeza para cortarle más, respirando y escupiéndole sangre en el ojo. Sintió que con las puntas de los dientes tocaba ya la última membrana de piel. El trozo de labio se estaba desprendiendo.

Un golpe ensordecedor sacudió la pared del fondo y arrancó una de las bisagras. Mil manos se posaron sobre sus piernas y brazos, tiraban de ella por el brazo, la muñeca, la cuerda que le ataba los tobillos. Mientras tiraban de ella, sintió las puntas de sus incisivos tocarse y arrancar algo. Garry Naismith estaba arrodillado encima de la cama, con un brazo alrededor del cuello y un policía a cada lado, con un torrente de sangre cayendo sobre la cama de su padre. El labio inferior le colgaba y los dientes de abajo quedaban a la vista.

Los policías la ayudaron a ponerse de pie y le desataron las cuerdas de las muñecas y los tobillos entre gritos e instrucciones que se daban el uno al otro, como un caos de ruido nervioso después del silencio. Paddy vomitó toda la sangre y la saliva que tenía en el estómago encima de sus botas.

Al levantarse, se encontró con Patterson, que la miraba con los brazos cruzados y la cara tensa de asco.

Se volvió a mirar por encima de su hombro y se vio en el espejo del tocador, con la sangre arrastrada por su cara como los dedos de una mano, sangre fresca que le caía de la boca, el mentón cubierto de color escarlata. Durante el resto de su vida, cada vez que se volviera accidentalmente a mirarse la cara a un espejo, aquélla sería la imagen que esperaría encontrar.

– Madre de Dios -jadeó mientras con la boca escupía sangre acuosa-. Madre de Dios.

III

Temía preguntar cualquier cosa por miedo a darles más pruebas contra ella de las que ya tenían. La sentaron en la planta baja, en el espartano salón. La moqueta rosa continuaba desde el recibidor, y las paredes seguían siendo grises. El revestimiento de piedra de la chimenea era exagerado para el pequeño agujero que contenía el absurdo fuego de dos barras infrarrojas. Era una estancia fría. No había sofá, y las dos butacas estaban separadas y colocadas mirando al televisor. Los objetos que decoraban la chimenea eran muestras de soledad: un ratoncito que salía de una copa de coñac, una casita de cerámica. En la pared, había una serie de fotos colgadas de cuando Garry era pequeño, fotos de colegial, Garry de niño con un peto color mostaza, otra en uniforme, con o sin sus dientes frontales.

Un agente gordo tuvo que acercarse una silla desde la otra punta de la sala para hablar con ella. Alguien había llamado repetidas veces al News, preguntando por ella y denunciando su desaparición, hasta que Dub alertó a la policía. Le siguieron la pista hasta el Royal y encontraron su bolsa amarilla de lona en la acera. Ella escuchaba y decía que sí con la cabeza, y se preguntaba cómo demonios habían podido saber que había estado en el Royal. Se había separado apresuradamente de Terry, sin decirle adonde iba. El agente le dijo que ahora sabían que alguien había mentido, diciendo que habían visto a Heather subir al furgón de Naismith, así que sabían que era posible que el responsable de las muertes fuera otro. Ella apenas osaba preguntarles cómo lo sabían; se reclinó en la butaca y se tocó los cortes en la cabeza para taparse la cara.

Otro agente más joven que la había estado observando desde la puerta se le acercó y la tocó delicadamente al hombro.

– Tenemos que llevarla al hospital, señorita.

– Estoy bien, de verdad. -Trató de levantar la vista, pero la cabeza le dolía demasiado.

– Deje que le limpie un poco la sangre y así veremos qué hay debajo.

Paddy mantuvo la cabeza agachada y lo siguió mansamente por el pasillo lleno de gente hasta la cocina, donde puso el hervidor al fuego para tener un poco de agua caliente e, inclinándola sobre la pica, le retiró con cuidado del pelo los coágulos de sangre con una esponja. Tuvo que lavar lentamente para aprovechar al máximo la escasa agua caliente de la que disponían, lavando hacia la nuca y luego suavemente por el cuero cabelludo, tratando de evitar el contacto con la herida abierta que tenía justo detrás del oído izquierdo. Le temblaban un poco las rodillas por el trauma, así que él apoyó la mano en la espalda para ayudarla a mantenerse firme. Paddy pensó que aquél era el momento más íntimo que había experimentado jamás con un hombre.

– Así. -Le puso una mano en el hombro para incorporarla y le ofreció una toalla para que se secara un poco el pelo-. He hecho un curso de primeros auxilios y hasta aquí sé qué se ha de hacer: tenemos que llevarla al hospital a que le examinen la herida.

– Está bien -dijo Paddy, que sentía que no le iba a importar que la arrestaran si él estaba allí-. ¿Me dejará ir a casa después?

– No, los médicos querrán que se quede si ha perdido el conocimiento -contestó él, sin entender por dónde iba su pregunta-. ¿Se ha desmayado?

– No -mintió ella-. Ni por un minuto.

El agente paró a alguien del recibidor para que les dijera adonde iban, y le pidió al agente gordo que lo acompañara. La acompañó por la puerta principal hasta la calle. En el exterior, había cuatro coches de policía alineados, uno de ellos con las luces azules todavía encendidas y parpadeando perezosamente en el capó. El viento le enfriaba el pelo todavía húmedo y le hacía contraer el cuero cabelludo, que ahora le provocaba punzadas, y casi le devolvía la sensibilidad en el corte que tenía detrás de la oreja. Paddy se puso bien recta y respiró el aire de la tarde. Podía soportarlo. Si la detenían y se acababa su carrera en el News y Sean no volvía a hablar con ella, se las arreglaría.