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– Yo mismo soy comunista -dijo Meehan-. Durante años he simpatizado con sus ideas; en concreto, desde que trabajé en los astilleros de Glasgow.

La intérprete le tradujo al hombre importante lo que había dicho, y él volvió a hablar, sin dejar de mirar a Meehan a los ojos.

– Sin embargo, usted no está registrado como militante del partido en su país -transmitió la mujer.

– Sí, bueno -dijo Meehan a la vez que se encogía de hombros, y pensaba que, en realidad, probablemente aquello les parecería raro-. No suelo asociarme a nada.

Al oírlo, el hombre sonrió y volvió a hablar, pero su sonrisa era forzada.

– Si está usted motivado por sus simpatías políticas -dijo la mujer-, ¿por qué nos ha pedido dinero a cambio de la información?

– Necesito empezar de nuevo en Canadá; tengo esposa e hijos.

– Dice que… -La mujer hizo una pausa, para decidir cómo decirlo-. ¿Qué hemos de pensar de un comunista que, al mismo tiempo que no quiere afiliarse al partido, pide dinero a cambio de cumplir con su deber?

Meehan sonrió tímidamente. Miró a Rolf, pero ni él ni el lugarteniente lo querían mirar. Iban a matarlo. El hombre cuadrado volvió a hablar.

– No se sienta usted amenazado -le ordenó la intérprete yendo al grano-. Somos amigos.

Pero Meehan estaba mareado; pensó en Betty y en sus decepcionados hijos. Tenía ganas de llorar o de rezar, no sabía qué hacer. El hombre cuadrado se inclinó hacia delante, ahora con aire enfurecido, y Paddy tardó un minuto en darse cuenta de que estaba hablando en inglés.

– Es muy bueno -dijo el hombre, arrastrando las palabras mientras acomodaba la lengua al desconocido sonido de las vocales abiertas del inglés-. Glasgow Rangers… Es muy bueno.

Paddy Connolly Meehan asintió; ya fuera por miedo o como reflejo de su fidelidad, sintió que se estaba calentando y le soltó:

– Los Glasgow Celtic son mejores.

El tribunal pareció asombrado durante unos instantes, hasta que el hombre cuadrado se rió; entonces, ellos lo imitaron nerviosamente, y empezaron a mirar a un lado y al otro, y casi llegaron a creer que lo encontraban divertido, porque la escala de autoridad así lo exigía.

Durante las semanas siguientes, le preguntaron una y otra vez sobre la seguridad en las cárceles británicas; le hicieron dibujar planos de todas las cárceles en las que había estado y, también, lo obligaron a hablarles de la fragilidad de los barrotes de las ventanas y de los métodos que resultaban aceptables para sobornar a los guardias. Le plantearon un problema: cómo podía hacerse llegar una radio de doble recepción a un prisionero que estaba vigilado las veinticuatro horas del día. Meehan propuso dos transistores idénticos de radio, uno con la instalación del doble receptor y el otro sin ella. Si le mandaban el especial a cualquier otro prisionero que no corriera el riesgo de ser registrado escrupulosamente, y el normal al sujeto en cuestión, unos días más tarde, alguien que tuviera pase de entrada podía hacer el trueque. Le hicieron repasar el plan una y otra vez y aplicarlo con detalle a los planos de varias cárceles distintas.

Al cabo de tres semanas, Rolf y el lugarteniente lo acompañaron de regreso al lugar en el que habían estado cuando llegaron. Estaban volando antes de que Meehan tuviera la sensación de haberse relajado. Durante aquellas tres semanas, había oído a mucha gente ir y venir por las celdas contiguas; por las noches, había oído los delicados lamentos de las mujeres, y también a hombres sollozando mientras eran sacados de allí, en medio de gritos en dialectos rusos que él no comprendía, palabras desesperadas pronunciadas con arrepentimiento…, tal vez un nombre de mujer, un lugar. Meehan sabía que, si hubieran querido matarlo, no lo habrían metido en un avión. Sencillamente, se habrían deshecho de él en ese mismo momento y lugar.

Rolf sacó su vieja petaca y les ofreció vodka a todos. Volvieron a fumarse los cigarrillos de Meehan e hicieron un brindis por Scotland Yard. El joven lugarteniente miró a Rolf para obtener permiso y, luego, le dijo a Meehan que el presidente Kennedy había sido asesinado en Dallas hacía un mes.

II

Era un día de un sol cegador, y se encontraban donde media Alemania del Este deseaba estar: al lado occidental del muro, en el Check Point Charlie. Rolf se había pasado, Paddy podía verlo por las caras de agitación de los guardias del Este. Tenían ganas de desafiarlo, pero no podían debido a su rango. El cónsul británico, un hombre bajito, con sombrero marrón y un abrigo color camel que no era de su talla, los esperaba junto a un coche oficial con banderitas en el capó. Se mantenía a cuatro metros de distancia y esperaba a que Paddy se acercara en vez de ir él a juntarse con ellos, como si el comunismo fuera algo contagioso.

En el coche, de camino hacia allí, Rolf le había dado un cheque a Meehan, un cheque que sólo podía hacerse efectivo en un banco de Alemania del Este. En el Este, no era mucho dinero, pero fuera no valía nada. Lo único que tenía Meehan después de diecisiete meses de interrogatorios eran dos paquetes de cigarrillos y una tableta de chocolate. Tan sólo había obtenido aquella miseria, y ya había sido entregado de vuelta a las autoridades británicas, que lo interrogarían incansablemente antes de mandarlo directamente de vuelta a la cárcel a que acabara de cumplir su sentencia. Los comunistas lo devolvían como una paloma mensajera. Habían puesto información en su buche de una manera tan plausible que él estaba convencido de que era falsa. Cada uno de sus muchos compañeros de celda en el Este transmitió cuidadosamente la misma información no solicitada sobre los horarios de cambio de guardias y las medidas de seguridad.

Ya no lo podían alargar más: los guardias empezaban a ponerse nerviosos y a enfadarse con ellos. Había llegado el momento de separarse. Meehan le tendió la mano, y Rolf se la estrechó educadamente.

– Es usted un hombre listo, camarada Meehan.

Dos paquetes de pitillos y una tableta de chocolate. Rolf vio el giro en su mirada. Jamás lo habría sospechado antes, y se engañaría sobre ello el resto de sus días; pero, en un momento fugaz, supo a ciencia cierta que Rolf lo despreciaba; pensaba que Meehan era un asqueroso renegado de mierda.

Capítulo 6

Engullendo comida
1981

I

Oían el bullicio de la reunión antes de doblar la esquina de casa de la abuela Annie. Todas las luces estaban encendidas, la puerta principal abierta de par en par en señal de bienvenida, y las sombras que se agolpaban contra la ventana de la calle daban una idea de lo lleno que estaba.

Al cruzar la puerta de entrada, Paddy metió el dedo en la pila de agua bendita que colgaba de la pared; pero, dado que Annie había estado quince días en el hospital y ya llevaba una semana muerta, la esponjita del fondo se había secado. El contacto dejó una mancha amarga en los dedos de Paddy. Era una costumbre que conservaba sólo porque a su madre le gustaba mucho verla hacerlo.

La tía de alguien repartía bebidas a la entrada, ayudada por la abuela Meehan de Paddy, una mujer pequeñita que había hecho voto de abstinencia en la parroquia veinte años atrás y que ni había tomado ningún trago desde entonces, ni tampoco había permitido que nadie lo hiciera en su presencia. La tía puso un vaso con un poco de whisky en la mano de Sean, y uno con un dedo de jerez dulce en la de Paddy. Como temía que el jerez interfiriera con la reacción química de los huevos duros y el pomelo, Paddy sorbió un poco, y trató de mitigar el daño con el hecho de no disfrutar.

Annie había sido una seguidora estricta del viejo catolicismo vudú al estilo pre Vaticano II, y eso se notaba por toda la casa. Había imágenes sagradas colgadas de todas las paredes, por encima de los pasamanos, y novenas pulcramente metidas dentro de los marcos de las fotos de colegiales dentudos de sus nietos. Había una romántica estatua de yeso de San Sebastián, atravesado por flechas y languideciendo de éxtasis, bajo una cúpula de cristal, en el alféizar de una ventana; así como, también, una imagen del Niño Jesús de Praga sobre el mantel, un poco inclinado por la moneda de plata de diez peniques que había colocada debajo, un fetiche que se suponía que traería prosperidad al hogar. Aparte de la superstición, la mojigatería y la desconfianza general hacia los protestantes, la única debilidad verdadera de Annie era la lucha de los sábados por la tarde que daban por televisión. Tenía una foto autografiada de Big Daddy en la pared, colgada debajo del Sagrado Corazón.