Pero todas las mujeres acaban siendo conscientes, tarde o temprano, de la impalpable pero potente presión para que se casen y Mary, que no era en absoluto sensible al ambiente o a las insinuaciones de los demás, la sufrió un día de improviso y del modo más desagradable.
Se hallaba en casa de una amiga casada, sentada en la veranda, de espaldas a una habitación iluminada. Estaba sola y oía voces hablando en voz baja y de repente, captó su propio nombre. Se levantó para entrar y que la vieran; fue típico de ella pensar en seguida en lo desagradable que sería para sus amigas saber que las había escuchado. Pero volvió a sentarse y esperó el momento oportuno para fingir que acababa de llegar del jardín. Y oyó la siguiente conversación, con el rostro encendido y las manos sudorosas:
– Ya no tiene quince años; ¡es ridículo! Alguien tendría que hablarle de sus vestidos.
– ¿Qué edad tiene?
– Debe andar por los treinta y pico. Hace mucho tiempo que circula. Empezó a trabajar mucho antes que yo y de eso han pasado ya más de doce años.
– ¿Por qué no se casa? Debe haber tenido muchas oportunidades.
Se oyó una risita ahogada.
– No lo creo. Mi marido salió una temporada con ella y cree que no se casará nunca. No está hecha para eso, en absoluto. Debe tener algo que no funciona.
– ¿Tú crees?
– De todos modos, ha perdido mucho. El otro día la vi por la calle y apenas la reconocí. ¡De verdad! Con todos esos juegos, tiene la piel como pergamino y está demasiado flaca.
– Pero es una buena chica.
– Que no despertará ninguna pasión, te lo aseguro.
– Sería una buena esposa para el hombre apropiado. Mary es una persona fiel.
– Debería casarse con alguien mucho mayor que ella; le convendría un cincuentón… Ya verás, uno de estos días se casará con un hombre que podría ser su padre.
– ¡Quién sabe!
Otra risita ahogada, sin mala intención, pero que sonó cruel y maliciosa en los oídos de Mary. Estaba aturdida y horrorizada, y sobre todo profundamente dolida de que sus amigas hablaran así de ella a sus espaldas. Era tan ingenua, se olvidaba hasta tal punto de sí misma en sus relaciones con los demás, que nunca habría imaginado que la gente pudiera hacer aquella clase de comentarios sobre ella. ¡Y qué comentarios! Permaneció donde estaba, llena de angustia, retorciéndose las manos. Luego se sobrepuso y volvió a la habitación para reunirse con sus traidoras amigas, que la saludaron con cordialidad, como si un momento antes no le hubieran clavado un cuchillo en el corazón y dado al traste con su equilibrio emocional; ¡no podía reconocerse a sí misma en la descripción que habían hecho de ella!
Aquel pequeño incidente, al parecer tan poco importante y que no habría causado ningún efecto en una persona que tuviera una idea, aunque fuese mínima, de la clase de mundo en que vivía, conmocionó a Mary. Ella, que no había tenido nunca tiempo de pensar en sí misma, empezó a pasar horas enteras encerrada en su habitación, preguntándose: «¿Por qué dijeron aquellas cosas? ¿Qué me ocurre? ¿A qué se referían al decir que no estoy hecha para eso?» Y espiaba, implorante, los rostros de sus amigas para ver si encontraba trazas de su condena. Todavía se sentía más confusa y desgraciada al comprobar que seguían igual, que la trataban con la misma afabilidad de siempre. Empezó a sospechar dobles sentidos donde no existían y a encontrar malicia en las miradas de las personas que sólo sentían afecto hacia ella.
Mientras repasaba las palabras oídas por casualidad, se le ocurrieron maneras de mejorar su imagen. Se quitó la cinta del pelo, de mala gana, porque pensaba que la favorecía una aureola de rizos enmarcando su rostro largo y delgado, y se compró trajes sastre con los que se sentía a disgusto, porque consideraba más apropiados para ella los vestidos vaporosos y las faldas infantiles. Y por primera vez-en su vida se sintió incómoda con los hombres. Al desvanecerse un pequeño fondo de desprecio hacia ellos, del que no era
consciente y que la había protegido del sexo con la misma efectividad que si hubiera sido realmente fea, perdió el equilibrio. Y empezó a buscar a alguien con quien casarse. No se lo formuló con estas palabras pero, al fin y al cabo, era
un ser eminentemente sociable, aunque nunca había pensado en la «sociedad» como abstracción; y si sus amigas pensaban que debía casarse, tal vez les asistía un poco de razón. Si hubiese aprendido alguna vez a expresar sus sentimientos, quizá se lo habría planteado de aquel modo. Y el primer hombre al que permitió acercarse a ella era un viudo de cincuenta y cinco años con hijos ya mayores, porque con él se sentía segura… porque no asociaba ardores y abrazos con un caballero de mediana edad cuya actitud hacia ella era casi paternal.
Él sabía perfectamente lo que quería: una compañera agradable, una madre para sus hijos y alguien que le llevara la casa. Descubrió que Mary era una buena amiga y bondadosa con los niños. En realidad, nada podía ser más apropiado; puesto que al parecer tenía que casarse, aquélla era la clase de matrimonio que más le convenía. Pero las cosas se torcieron. Él sobrevaloró la experiencia de ella; tenía la impresión de que una mujer independiente desde hacía tanto tiempo sabría lo que quería y comprendería lo que él podía ofrecerle. Se estableció entre ambos una relación que fue diáfana para los dos hasta que él la pidió en matrimonio, fue aceptado y empezó a hacerle el amor. Entonces la dominó una violenta repugnancia y echó a correr; estaban en la cómoda sala de estar de él y, cuando empezó a besarla, salió corriendo de la casa ya de noche y no dejó de correr por las calles hasta que llegó al club. Allí se tiró sobre la cama, deshecha en llanto. Los sentimientos del caballero no se turbaron ante aquella clase de ñoñez, que un hombre más joven, Físicamente enamorado de ella, podría haber encontrado encantadora. A la mañana siguiente, se horrorizó de su conducta. Vaya modo de comportarse; ella, que siempre era dueña de sí misma y nada temía más que las escenas y la ambigüedad. Se disculpó ante él, pero allí terminó todo.
Y entonces quedó desconcertada, sin saber lo que le convenía. Tenía la impresión de que había huido de él porque era «un viejo»; así catalogó el asunto en su imaginación. Se estremeció y evitó en lo sucesivo a los hombres mayores de treinta años. Ella misma sobrepasaba ya aquella edad, pero a pesar de todo seguía considerándose una chica joven.
Y todo el tiempo, inconscientemente, sin confesárselo a sí misma, buscaba un marido.
Durante aquellos pocos meses anteriores a su matrimonio, la gente habló de ella de una forma que la habría apenado, si lo hubiera sabido. Parece cruel que Mary, cuya caridad para con los fracasos y escándalos ajenos era resultado de una aversión innata por las cosas personales como el amor y la pasión, estuviera condenada toda su vida a ser objeto de la maledicencia. Pero así era y aquella vez no fue una excepción. La historia escandalosa y bastante ridicula de aquella noche en que huyó de su anciano amante recorrió el amplio círculo de sus amistades, aunque es imposible saber quién fue el primero en enterarse. El caso es que cuando la gente la oyó, todos movieron la cabeza y rieron como si confirmara algo que sabían desde hacía mucho tiempo. ¡Una mujer de treinta años portándose de aquel modo! Rieron con bastante malicia; en esta época del sexo científico, nada se antoja más ridículo que la torpeza sexual. No la perdonaron; se rieron, pensando que en cierto modo le estaba bien empleado.
La encontraban muy cambiada, aburrida y más fea; el cutis se le había ajado, como si estuviera a punto de caer enferma; era evidente que sufría una crisis nerviosa, lo cual no era de extrañar a su edad y con la vida que llevaba; buscaba a un hombre y no podía conseguirlo. Además, sus modales eran tan extraños últimamente… Así hablaban de ella sus conocidos.