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Es terrible destruir la imagen que una persona tiene de sí misma en aras de la verdad o cualquier otra abstracción. ¿Cómo saber si será capaz de crear otra que le permita seguir viviendo? La idea que Mary tenía de sí misma había sido destruida y no estaba equipada para crear otra. No podía existir sin aquella amistad casual e impersonal con otras personas; y ahora tenía la impresión de que la miraban con piedad y también con un poco de impaciencia, como si después de todo fuese una mujer realmente fútil. Se sentía como nunca se había sentido: hueca por dentro, vacía, y en aquella vaciedad irrumpía de vez en cuando un enorme pánico, como si no hubiera nada en el mundo a lo que pudiera agarrarse. Le daba miedo tratarse con los demás y, sobre todo, con los hombres. Si uno la besaba (y lo hacían, intuyendo su estado de ánimo), sentía asco; por otra parte, iba al cine con más frecuencia que nunca y salía inquieta y febril. No parecía existir ninguna conexión entre el deformado espejo de la pantalla y su propia vida; era imposible armonizar lo que quería para sí misma con lo que se le ofrecía.

A la edad de treinta años, aquella mujer que había recibido una «buena» educación pública, llevado una vida cómoda, divirtiéndose de un modo civilizado, y tenido acceso a todos los conocimientos de su época (aunque sólo leía novelas malas), sabía tan poco sobre sí misma que había perdido el equilibrio porque un par de mujeres chismosas habían dicho que debería casarse.

Entonces conoció a Dick Turner. Podría haber sido cualquier otro. O, mejor dicho, tenía que ser el primer hombre que la tratara como si fuese única y maravillosa. Lo necesitaba con urgencia, necesitaba recuperar su sentimiento de superioridad sobre los hombres que, en el fondo, había sido lo que realmente la había ayudado a vivir durante todos aquellos años.

Se conocieron por casualidad en un cine. Él había ido a pasar el día desde su granja; iba muy raramente a la ciudad, sólo cuando tenía que comprar artículos que no encontraba en la tienda local, lo que sucedía una o dos veces al año. En aquella ocasión encontró a un hombre a quien no veía desde hacía años y que le convenció para que se quedara en la ciudad y fuera al cine. Casi le divirtió acceder; todo parecía muy ajeno a su estilo de vida. Su camioneta, llena a rebosar de sacos de grano y dos gradas, estaba aparcada frente al cine, donde estorbaba y se veía muy fuera de lugar; y Mary miró hacia atrás a aquellos objetos poco familiares y sonrió. No pudo por menos de sonreír al verlos; amaba la ciudad, se sentía segura en ella y asociaba el campo con su infancia a causa de las pequeñas aldeas donde había vivido, rodeadas de kilómetros y kilómetros de vacío… kilómetros y kilómetros de veld.

A Dick Turner le desagradaba la ciudad. Cuando iba desde el veld que conocía tan bien, a través de aquellos feos y dilatados suburbios que parecían salidos de los catálogos de nuevas urbanizaciones; casas pequeñas y feas construidas de cualquier modo en el veld, sin ninguna relación con la marrón y dura tierra africana y el cielo azul y abovedado, casitas cómodas adecuadas para países pequeños y cómodos; y después desembocaba en la parte comercial de la ciudad, con sus tiendas llenas de prendas de vestir para mujeres elegantes y exóticos alimentos de importación, se sentía molesto, confuso y enfurecido.

Padecía claustrofobia. Quería echar a correr… huir o destrozarlo todo, así que volvía lo antes posible a su granja, donde se encontraba a gusto.

Pero hay miles de personas en África que podrían ser trasladadas de su suburbio y depositadas en una ciudad.del otro confín del mundo sin que apenas notaran la diferencia. El suburbio es tan invencible y fatal como las fábricas y ni siquiera la hermosa Sudáfrica, cuya tierra parece profanada por los remilgados suburbios que reptan por su superficie como una enfermedad, ha podido salvarse de ellos. Cuando Dick Turner los veía y pensaba en el modo de vivir de sus habitantes y en cómo la cauta mente suburbana estaba arruinando a su país, deseaba maldecir, destrozar y asesinar. No podía soportarlo. No expresaba aquellos sentimientos con palabras porque, viviendo como él vivía, todo el día en contacto con la tierra, había perdido el hábito de hilvanar frases. Pero se trataba de sus sentimientos más fuertes. Habría sido capaz de matar a los banqueros, financieros, magnates y funcionarios… a todos aquellos que construían casitas cómodas con jardines rodeados de setos y llenos de flores, con preferencia inglesas.

Y sobre todo, detestaba el cine. Cuando en aquella ocasión se encontró en la sala, se preguntó qué le habría impulsado a quedarse. No podía fijar la vista en la pantalla. Las mujeres de piernas largas y caras maquilladas le aburrían y el argumento no tenía sentido. Además, hacía calor y el aire estaba viciado. Al cabo de un rato prescindió por completo de la pantalla y contempló a los espectadores. Delante, alrededor y detrás de él, hileras y más hileras de gente que miraba con fijeza hacia la pantalla, apartándose unos de otros, centenares de personas que habían abandonado sus cuerpos y vivían las experiencias de aquellos estúpidos actores que hacían muecas. Se sentía muy inquieto.

Se removió en el asiento, encendió un cigarrillo y miró hacia las cortinas de terciopelo oscuro que ocultaban las salidas. Y entonces, al dirigir la mirada hacia su misma hilera, vio un rayo de luz procedente del techo que iluminaba la curva de una mejilla y una cabellera rubia y resplandeciente. El rostro parecía flotar, anhelante, mirando hacia arriba, cruzado por reflejos dorados y rojizos bajo el extraño rayo verdoso. Dio un codazo a su amigo y preguntó: «¿Quién es?» «Mary», fue el gruñido que siguió a una breve ojeada. Pero «Mary» no dijo mucho a Dick. Permaneció vuelto hacia el bello rostro flotante y la cabellera suelta y, cuando terminó la sesión, la buscó, atolondrado, entre el gentío apiñado en la puerta. Pero no pudo verla. Supuso vagamente que debía de haberse ido con alguien. Tenía que llevar a una chica a su casa a la que apenas dirigió una mirada. Vestía de un modo que se le antojó ridículo y los tacones altos sobre los que se tambaleaba al cruzar la calle a su lado le daban ganas de reír. Una vez dentro de la camioneta, la chica miró por encima del hombro hacia la repleta parte trasera y preguntó con voz rápida y afectada:

– ¿Qué son esas cosas tan raras que llevas ahí?

– ¿No has visto nunca una grada? -preguntó él a su vez. La dejó sin lamentarlo ante la casa donde vivía, un gran edificio lleno de luces y bullicio, y la olvidó inmediatamente.

En cambio, soñó con la chica del rostro levantado y la melena de cabellos sueltos y resplandecientes. Era un lujo soñar con una mujer, porque se había prohibido a sí mismo semejantes pasatiempos. Había empezado a cultivar la tierra hacía cinco años y aún no sacaba beneficios. Estaba en deuda con el Banco Agrícola y fuertemente hipotecado porque no tenía ningún capital cuando empezó. Había renunciado a beber, a fumar, a todo lo que no fuera estrictamente necesario. Trabajaba como sólo puede trabajar un hombre poseído por una visión, desde las seis de la mañana hasta las siete de la tarde, comiendo en los campos, todo él concentrado en la granja. Su sueño era casarse y tener hijos, pero no podía pedir a una mujer que compartiera semejante vida. Antes tenía que saldar su deuda, construir una casa, ser capaz de ofrecer algún pequeño lujo. Después de sacrificarse durante años, parte de su sueño era mimar a su futura esposa. Sabía con exactitud qué clase de casa construiría: no uno de aquellos insensatos edificios, parecidos a bloques, plantados encima de la tierra. Quería una casa con techumbre de paja, grande, con amplias verandas abiertas a la brisa. Incluso había elegido los hormigueros que cavaría para hacer los ladrillos y marcado las partes de la granja donde la hierba crecía más alta, hasta rebasar la estatura de un hombre, para cubrir el techo. Sin embargo, a veces tenía la impresión de que estaba muy lejos de conseguir-lo que ansiaba. Le perseguía la mala suerte. Sabía que los granjeros de los alrededores le llamaban «Jonás». Si había sequía, a él le tocaba la peor parte, y si llovía a cántaros, su granja se inundaba más que ninguna otra. Si decidía cultivar algodón, éste bajaba súbitamente de precio, y si había una plaga de langostas, sabía, con una especie de airado, pero resuelto fatalismo, que irían directamente hacia su mejor campo de maíz. Su sueño había perdido grandiosidad en los últimos tiempos. Estaba solo, necesitaba una esposa y, sobre todo, hijos; y si las cosas continuaban como hasta entonces, pasarían años antes de que pudiera tenerlos. Empezó a pensar en pagar parte de la hipoteca y añadir otra habitación a la casa y comprar algunos muebles a fin de poder adelantar la boda. Pensó en la chica del cine, que pronto se convirtió en el foco de su trabajo y sus fantasías, aunque se maldecía a sí mismo por ello, sabiendo que pensar en las mujeres y, en particular, en aquella mujer, era más peligroso para él que la misma bebida; pero todo fue inútil. Un mes después de su visita a la ciudad, se sorprendió planeando la siguiente. No era necesaria y lo sabía; renunció incluso a convencerse a sí mismo de que era necesaria. En la ciudad, despachó con rapidez los pocos asuntos que tenía pendientes y fue a buscar a alguien que pudiera decirle el apellido de Mary.