– Vamos a la otra habitación -dijo con brusquedad y un áspero torio de voz. Dick se levantó a su vez, sorprendido y un poco molesto por haber sido interrumpido en medio de sus explicaciones. La otra habitación era el dormitorio, donde había también una cortina de arpillera bordada, una estantería, latas de gasolina que sostenían un espejo y la cama comprada por Dick para la ocasión. Era una auténtica cama de matrimonio, alta, maciza y anticuada; aquella era su idea del lecho conyugal. La había adquirido en unas rebajas, convencido, al entregar el dinero, de que estaba comprando la felicidad misma.
Al verla de pie allí en medio, mirando a su alrededor con expresión perpleja y patética, llevándose las manos a las mejillas como si le doliera algo, Dick se compadeció de ella y la dejó sola para que se desnudara. Mientras se despojaba de la ropa detrás de la cortina, sintió de nuevo una amarga punzada de culpabilidad. No tenía derecho a casarse, ninguno, ninguno. Lo murmuró varias veces, torturándose con la repetición, y cuando golpeó tímidamente la pared y al entrar la vio acostada de espaldas a él, se le acercó con la humilde adoración que era el único contacto soportable para ella.
Mary pensó, cuando todo hubo terminado, que a fin de cuentas no era tan horrible, no tanto como había supuesto. No había significado nada para ella, absolutamente nada. Había esperado un atropello y una imposición y la alivió mucho comprobar que no había sentido nada. Podía conceder maternalmente el don de sí misma a aquel humilde desconocido y permanecer intacta. Las mujeres tienen una extraordinaria habilidad para aislarse de la relación sexual, para inmunizarse contra ella de un modo que hace sentir a los hombres humillados e insultados sin que puedan encontrar nada tangible de qué lamentarse. Mary no tuvo que aprenderlo, porque era algo natural en ella y porque nunca había esperado sentir nada -al menos, nada con aquel hombre, que era de carne y hueso y por lo tanto bastante ridículo- pues no era el imaginado por ella, al que había dotado de manos y labios pero no de cuerpo. Y si Dick se sintió frustrado y desairado, brutal y ridículo, su sentido de culpabilidad le dijo que no era ni más ni menos lo que merecía. ¿Y si en realidad necesitaba sentirse culpable? ¿Y si no era un matrimonio tan malo, después de todo? Hay un sinnúmero de matrimonios en que los dos cónyuges, ambos retorcidos y ruines en lo más recóndito de sí mismos, se complementan porque se hacen mutuamente desgraciados del modo que más les conviene, de la forma exigida por la pauta de sus existencias. En cualquier caso, cuando Dick se volvió para apagar la luz y vio los pequeños zapatos puntiagudos caídos de lado sobre la piel del leopardo que había matado el año anterior, repitió una vez más para sus adentros, con una oleada de satisfacción en su contrita humildad: «No tenía derecho.»
Mary contempló cómo oscilaba al extinguirse la llama de la lámpara, saltando por paredes y techo y por los brillantes cristales de la ventana, y se durmió apretando con gesto protector la mano de él, como podría haber cogido la de un niño al que hubiera lastimado.
Capítulo cuarto
Cuando se despertó, se encontró sola en la cama y oyó sonar un gong en la parte trasera de la casa. Por la ventana vio una tenue luz dorada sobre los árboles y franjas de sol rosado en las blancas paredes que ponían de manifiesto la tosca superficie del encalado. Mientras las contemplaba, su color se intensificó hasta adquirir un amarillo vivo que invadió de oro la habitación y la hizo parecer aún más pequeña,"más baja y más desnuda que la noche anterior a la débil luz de la lámpara. Un momento después Dick volvió en pijama y le tocó la mejilla con la mano para que sintiera el frío del amanecer en su piel.
– ¿Has dormido bien?
– Sí, gracias.
– Ahora mismo traen el té.
Eran corteses y tímidos el uno con el otro, repudiando los contactos de la noche. Él se sentó en el borde de la cama mientras comía galletas. Un nativo entrado en años llevó la bandeja, que colocó sobre la mesa.
– Esta es la nueva ama -le dijo Dick-. Te presento a Samson, Mary.
El viejo criado, con la mirada fija en el suelo, saludó:
– Buenos días, ama. -Y entonces añadió cortésmente, dirigiéndose a Dick, como si fuera algo que se esperase de él-: Muy simpática, muy simpática, amo.
Dick rió y dijo:
– Cuidará de ti; no es un mal granuja.
A Mary le escandalizó aquella actitud condescendiente, pero se calmó al comprender que era todo pura fórmula. Sólo persistió cierta indignación y se dijo para sus adentros: «¿Y quién cree que es él?» Pero Dick no se daba cuenta de nada y era absurdamente feliz.
Bebió de un trago dos tazas de té, fue a vestirse y volvió con camisa y pantalones cortos de color caqui para despedirse antes de marchar a los campos. Cuando se hubo ido, Mary se levantó y miró a su alrededor. Samson limpiaba la habitación donde habían entrado al llegar la noche anterior, reuniendo todos los muebles en el centro, así que Mary pasó por su lado y salió a la pequeña veranda, que era una simple extensión del tejado de chapa, apuntalada sobre tres pilares de ladrillo y rodeada de una pared baja. Había varias latas de gasolina pintadas de verde oscuro, con la pintura rayada y llena de ampollas, en las que crecían geranios y otras plantas de flor. Al otro lado de la veranda había un espacio de arena pálida y luego matorrales bajos y tupidos que descendían hasta el vlei, un valle pantanoso cubierto de hierba alta y brillante. Más allá había más matorrales, vleis ondulados y colinas que, en el horizonte, se convertían en montañas bajas. Vio que la casa estaba construida sobre una altiplanicie de varios kilómetros de extensión, rodeada de una cadena de montañas azules, hermosas y difusas, muy lejanas de la parte delantera de la casa, pero próximas a la parte trasera. Mary pensó que haría mucho calor, porque estaban encerrados. Pero, protegiéndose los ojos con la mano, miró hacia los vleis, que se le antojaron extraños y hermosos con su follaje verde mate, los interminables espacios de hierba leonada que lanzaba destellos dorados bajo el sol y la luminosa bóveda azul del cielo. Sonaba un coro de pájaros, una estridente cascada de sonidos que jamás había oído en parte alguna.
Rodeó la casa para ver la parte posterior y descubrió que era un rectángulo: las dos habitaciones que ya conocía y detrás de ellas la cocina, la despensa y el cuarto de baño. Al final de un corto sendero, disimulado tras un curvado seto de hierba, se veía una estrecha garita que era el retrete. A un lado había el gallinero, rodeado de una gran alambrada y lleno de flacos polluelos blancos, mientras en la explanada de tierra compacta picoteaban unos cuantos pavos. Entró en la casa por detrás, a través de la cocina, que contenía un fogón de madera y una maciza mesa de madera de chaparral que ocupaba la mitad de la habitación. Samson estaba en el dormitorio, haciendo la cama.