Nunca había tenido contacto con nativos en calidad de ama. Le estaba vedado hablar a los criados de su madre; en el club era agradable con los camareros; pero el «problema de los nativos» sólo significaba para ella las quejas proferidas a la hora del té por otras mujeres a propósito de sus sirvientes. Les tenía miedo, por supuesto; todas las mujeres de Sudáfrica son educadas para temerlos. De niña le habían prohibido pasear sola y cuando preguntó por qué, le dijeron con la voz furtiva y baja, pero convencida, que siempre asociaba con su madre, que eran malos y podían hacerle cosas horribles.
Y ahora tendría que afrontar aquella cuestión de luchar con los nativos -daba por sentado que sería una lucha- y se sentía reacia a ello, aunque resuelta a no dejarse dominar… Pero estaba bien dispuesta hacia Samson, que era un nativo viejo y respetuoso, de expresión afable, y que le preguntó cuando la vio entrar en el dormitorio:
– ¿Desea el ama ver la cocina?
Había esperado que Dick le enseñara la casa, pero en vista de que el nativo estaba ansioso por hacerlo, accedió. La precedió hasta la parte trasera, arrastrando un poco los pies descalzos. Allí abrió la despensa: un lugar oscuro, de ventanas altas, lleno de provisiones de todas clases, entre ellas grandes latas de azúcar, harina y maíz.
– El amo tiene las llaves -explicó y a ella le divirtió aquella natural aceptación de una medida preventiva que sólo podía tener un fin: evitar sus hurtos.
Entre Samson y Dick existía un acuerdo perfecto. Dick lo encerraba todo bajo llave, pero sacaba para su uso un tercio más de lo necesario, que Samson se apropiaba sin considerarlo un robo. Sin embargo, no había mucho que robar en casa de un hombre soltero y Samson esperaba que las cosas mejorarían ahora que había una mujer. Con deferencia y cortesía, enseñó a Mary la exigua pila de ropa blanca, los utensilios, el funcionamiento del fogón, el montón de leña de la parte posterior; todo con el aire de un fiel servidor que entrega las llaves al dueño legítimo. También le enseñó, a instancias de ella, el viejo disco de arado que pendía de la rama de un árbol sobre el montón de leña, junto con el cerrojo de hierro oxidado que servía para golpearlo. Era aquello lo que había oído al despertarse por la mañana; lo tocaban a las cinco y media para despertar a los peones del recinto contiguo y de nuevo a las doce y media y a las dos para marcar la pausa de la comida. Era un ruido pesado y penetrante cuyo eco se oía en kilómetros a la redonda entre los chaparrales.
Volvió a la casa mientras el viejo preparaba el desayuno; el canto de los pájaros ya había sido acallado por el creciente calor; a las siete de la mañana Mary ya tenía la frente húmeda y el cuerpo pegajoso.
Dick llegó media hora más tarde, contento de verla, pero preocupado. Fue directamente hacia la parte trasera de la casa y Mary le oyó gritar a Samson en fanagalo*. No entendió una sola palabra. Dick explicó al volver:
– Ese viejo estúpido ha.soltado otra vez a los perros. Le dije que no lo hiciera.
– ¿Qué perros?
– Cuando no estoy aquí, empiezan a inquietarse y se van solos de caza, a veces durante días enteros; entonces tienen tropiezos en la selva. Los soltó porque es demasiado perezoso para alimentarlos.
Comió en silencio, con el ceño fruncido y una tensión nerviosa entre los ojos. El plantador se había estropeado, un carro había perdido una rueda, habían subido una cuesta en la furgoneta con el freno de mano puesto, por pura desidia. Volvía a estar metido de lleno en sus cosas, soportando las mismas irritaciones y el mismo desaliento frente a una desenfadada incompetencia. Mary no dijo nada; todo era demasiado extraño para ella.
Inmediatamente después del desayuno, cogió el sombrero de la silla y se marchó de nuevo. Mary buscó un libro de cocina y se puso a leerlo ante el fogón. A media mañana regresaron los perros, dos grandes canes cruzados que fueron hacia Samson para pedirle alegremente perdón por su escapada, haciendo caso omiso de ella, la desconocida. Bebieron con avidez, derramando regueros de agua por el suelo de la cocina y después se echaron a dormir sobre las pieles de la habitación principal, oliendo a la carne devorada en la selva.
Cuando hubo terminado sus experimentos culinarios -observados por el nativo Samson con aire de cortés condescendencia- Mary se sentó en la cama con un manual de fanagalo. Por lo visto era lo primero que debía aprender; no podía lograr que Samson la entendiera.
(Fanágalo: Lengua franca muy difundida en Sudáfrica que tiene palabras del inglés, del afrikaan y del zulú)
Capítulo quinto
Mary compró telas floreadas con sus ahorros e hizo fundas de almohadones y cortinas; también compró un poco de ropa blanca, una vajilla de loza y tela para vestidos. La casa fue perdiendo poco a poco el aire de miseria y adquirió cierto atractivo modesto, con cortinas alegres y algunos grabados. Trabajó mucho, buscando la mirada de sorpresa y aprobación de Dick cuando regresaba de los campos y se fijaba en cada novedad. Un mes después de su llegada, recorrió la casa y vio que no podía hacerse nada más. De todos modos, ya no le quedaba más dinero.
Se había adaptado con facilidad al nuevo ritmo. El cambio fue tan total que le parecía ser otra persona. Todas las mañanas se despertaba al oír el disco del arado y tomaba el té en la cama con Dick. Cuando éste se había ido al trabajo, cogía las hortalizas del día. Era tan concienzuda, que a juicio de Samson las cosas habían empeorado en vez de mejorar; ni siquiera podía echar mano de la tercera parte convenida y ella llevaba las llaves de la despensa colgadas del cinturón. A la hora del desayuno ya había terminado las escasas tareas domésticas, excepto la comida, y como Samson era mejor cocinero que ella, no tardó en cederle aquella parte del trabajo casero. Cosía toda la mañana, hasta la hora del almuerzo; cosía también por la tarde, se acostaba inmediatamente después de la cena y dormía toda la noche como un niño.
Durante el primer embate de energía y decisión, llegó a disfrutar de aquella vida, ordenando las cosas y procurando sacar partido de lo poco que tenía. Le gustaban en particular las. primeras horas de la mañana, antes de que el calor la aturdiera y agobiara; le gustaba el nuevo ocio; y le gustaba la aprobación de Dick. Porque su orgullo y afectuosa gratitud por lo que ella hacía (jamás habría creído que su mísera casa pudiera ofrecer aquel aspecto) eclipsaban su paciente desilusión. Cuando Mary veía en su rostro aquella mirada perpleja y dolida, desechaba la idea de cuánto debía estar sufriendo, porque entonces volvía a ser repulsivo para ella.
Una vez hubo hecho todo lo posible por la casa, empezó la confección de sus vestidos, logrando terminar un modesto ajuar. Unos meses después de la boda descubrió que no había nada más que hacer; de repente se encontró desocupada de la mañana a la noche. Desechando por instinto la inacción como algo peligroso, volvió a su ropa interior y bordó todo lo que podía ser bordado. Se pasaba el día sentada, cosiendo y recamando hora tras hora, como si su vida dependiera de ello. Era una buena costurera y los resultados fueron admirables. Dick elogió su obra y se asombró, porque había _temido un período difícil, pensando que no se adaptaría a la vida solitaria. Pero no daba muestras de sentirse sola y parecía muy satisfecha de pasarse el día cosiendo. Él la trataba como a una hermana, porque era un hombre sensible y esperaba que se le acercara por propia iniciativa. Le dolió mucho ver el alivio que ella no era capaz de ocultar ante aquel trato fraternal, pero aún creía que al final cambiaría de actitud.
Los bordados tocaron a su fin y otra vez se encontró de brazos cruzados. Buscó de nuevo alguna ocupación y decidió que las paredes estaban muy sucias. Las enjalbegaría ella misma, para ahorrar dinero. Durante dos semanas, Dick encontró al regresar a su casa todo el mobiliario amontonado en el centro de las habitaciones y cubos de cal en el suelo. Pero era muy metódica; primero terminaba una habitación antes de empezar la siguiente; y mientras él la felicitaba por su destreza y valentía al emprender un trabajo en el que no tenía ninguna experiencia, se sentía al mismo tiempo un poco alarmado. ¿Qué haría con toda aquella capacidad y energía? Verla de aquel modo minaba todavía más su propia seguridad en sí mismo, porque en el fondo sabía que carecía de aquella cualidad. Pronto las paredes adquirieron un deslumbrante blanco azulado, pintadas por la propia Mary hasta el último centímetro, encaramada durante días enteros a una vacilante escalera.