Y entonces descubrió que estaba cansada. Encontró agradable reposar un poco y pasar el rato sentada en el gran sofá, cruzada de brazos. Pero no durante mucho tiempo. Se sentía inquieta, tan inquieta que no sabía qué hacer. Desenvolvió las novelas que había traído consigo y les dio una ojeada. Eran los libros que había seleccionado a lo largo de los años entre los muchos que habían pasado por sus manos. Había leído cada uno de ellos docenas de veces y los sabía de memoria, siguiendo el argumento como un niño sigue los conocidos cuentos de hadas que su madre le recita una y otra vez. En el pasado, su lectura había sido una droga, un narcótico, y ahora, al hojearlos con desgana, se preguntó por qué habrían perdido todo su sabor. Su mente divagaba mientras volvía las páginas con determinación; y se dio cuenta, después de leer durante una hora que no había captado una sola palabra. Desechó el libro y lo intentó con otro, pero el resultado fue el mismo. Durante varios días la casa estuvo sembrada de libros de cubiertas polvorientas y descoloridas. Dick estaba contento; le halagaba pensar que se había casado con una mujer aficionada a la lectura. Una noche cogió uno titulado La hermana dama y lo abrió por la mitad:
«Los emigrantes viajaban hacia el norte, hacia la Tierra Prometida donde jamás podría alcanzarles la mano glacial de los odiados británicos. La columna avanzaba como una serpiente fría por el tórrido paisaje. Prunella van Koetzie caracoleaba sobre su caballo por el perímetro de la columna, con una gorra blanca sobre el delicado rostro perlado de sudor y los apretados tirabuzones. Piet van Koetzie la contemplaba con el corazón palpitando al ritmo del gran corazón manchado de sangre de Sudáfrica. ¿Podría conquistar a la dulce Prunella, que se paseaba como una reina entre aquellos burgueses y mynheers y robustas fraus con sus doecks y veldschoens? ¿Podría? La miraba sin quitarle los ojos de encima. Tant' Anna, mientras servía los koekies y el biltong de la comida con un dock rojo del color de los árboles del kaffir-boom, rió hasta que retemblaron sus rechonchas caderas y dijo para sus adentros: "Esos dos aún formarán pareja."»
Dejó el libro y miró a Mary, que tenía una novela en la falda y la vista fija en el tejado.
– ¿No podemos revestir los techos, Dick? -preguntó, nerviosa.
– Costaría demasiado -respondió él, vacilante-. Tal vez el año próximo, si todo va bien.
Al cabo de unos días Mary recogió los libros y los guardó; no eran lo que necesitaba. Volvió a coger el manual de fanagalo y pasó horas enfrascada en su estudio, practicándolo con Samson en la cocina y desconcertándolo con sus críticas disfrazadas, aunque haciendo gala de una justicia desapasionada y fría.
Samson era cada vez más desgraciado. Estaba acostumbrado a Dick y se comprendían muy bien. Dick solía maldecirle, pero después se reía con él. Aquella mujer no se reía nunca. Pesaba con cuidado el maíz y el azúcar y vigilaba las sobras de su propia comida con una extraordinaria y humillante capacidad para recordar cada patata fría y cada trozo de pan, y preguntaba por ellos si faltaban.
Privado de su existencia relativamente cómoda, se volvió malhumorado. Hubo varias peleas en la cocina y un día Dick encontró a Mary llorando. Sabía que había sacado pasas suficientes para el budín, pero cuando iban a comerlo, apenas había unas cuantas. Y el criado negaba haberlas sustraído…
– Vaya por Dios -exclamó Dick, jocoso-. Pensé que pasaba algo muy grave.
– Pero es que sé que las ha robado -sollozó Mary.
– Es probable que así sea, pero en el fondo es un granuja simpático.
– Voy a deducirlas de su sueldo.
Dick, desconcertado ante aquel estado emocional, observó:
– Si lo consideras necesario… -Pensó que era la primera vez que la había visto llorar.
Así pues, Samson, que ganaba una libra al mes, vio disminuido su sueldo en dos chelines. Acogió la información con una cara hermética y sombría, sin decirle nada a ella, pero apelando a Dick, quien respondió que debía acatar las órdenes de Mary. Aquella tarde Samson se despidió, alegando que le necesitaban en el kraal. Mary le interrogó sobre el motivo de aquel súbito requerimiento, pero Dick le tocó el brazo en señal de advertencia y meneó la cabeza.
– ¿Por qué no puedo preguntárselo? -inquirió-. Está mintiendo, ¿no?
– Claro que está mintiendo -repitió Dick, irritado-, claro que sí. Pero la cuestión no es ésta. No puedes retenerle contra su voluntad.
– ¿Por qué tengo que aceptar una mentira? -preguntó Mary-. Dime, ¿por qué? ¿Por qué no puede decir con claridad que no le gusta trabajar para mí en vez de contar este embuste sobre su kraal?
Dick se encogió de hombros con impaciencia; no comprendía la razón de que ella insistiera tanto; sabía que tratar a los nativos era un juego, a veces divertido y otras fastidioso, en el que ambos bandos se atenían a ciertas reglas no escritas.
– Te enfadarías si te dijera la verdad -observó con voz grave, pero todavía en tono afectuoso; no podía tomarla en serio, le parecía una niña cuando se comportaba de aquel modo. Y le apenaba realmente la marcha de aquel viejo nativo que había trabajado tantos años para él-. Bueno -añadió, filosóficamente-. Tendría que haberlo previsto y contratado a un criado nuevo desde el principio. Siempre hay problemas en un cambio de dirección.
Mary contempló la escena de la despedida, que se desarrolló en los escalones de la parte posterior, desde el umbral de la cocina. Estaba llena de extrañeza e incluso de repulsión. ¡Dick lamentaba de verdad perder de vista a aquel negro! No comprendía que una persona blanca pudiera sentir algo personal hacia un nativo; convertía a Dick en un ser horrible a sus ojos. Le oyó decir:
– Cuando hayas terminado tu trabajo en el kraal, ¿volverás a trabajar con nosotros? El nativo contestó:
– Sí baas-. Pero ya se había vuelto para irse y Dick entró en la casa abatido y silencioso.
– No volverá -dijo.
– Hay otros criados, montones, ¿no? -respondió ella con hostilidad.
– Sí -asintió él-, muchos.
Pasaron varios días sin que se ofreciera ningún otro cocinero y Mary hacía todas las labores domésticas, que encontró muy pesadas, contra lo que había supuesto, aunque en realidad no había mucho que hacer. Sin embargo, le gustaba estar sola todo el día y ser la única responsable de la casa. Fregaba, barría y sacaba brillo; el trabajo doméstico era algo nuevo para ella; durante toda su vida los nativos lo habían desempeñado en su casa, silenciosos y discretos como si fueran hadas. Como era algo nuevo, disfrutaba haciéndolo. Pero cuando todo estaba limpio y brillante y la despensa rebosaba de comida, se sentaba en el viejo y grasiento sofá de la habitación principal, desplomándose como si no le quedara fuerza en las piernas. ¡Hacía tanto calor! Nunca había imaginado un calor como aquél. El sudor la empapaba durante todo el día; lo sentía resbalar bajo el vestido por las costillas y muslos, como hormigas recorriendo su cuerpo. Solía quedarse inmóvil, con los ojos cerrados, sintiendo el calor abatirse sobre ella desde el tejado de hierro. En realidad era tan fuerte, que habría debido usar sombrero incluso dentro de la casa. Si Dick hubiera vivido siempre en la casa, pensaba, en vez de pasarse los días en los campos, habría instalado techos. No podían ser tan caros. A medida que transcurrían las semanas, empezó a pensar que había obrado de manera insensata al gastar todos sus ahorros en cortinas en vez de haber revestido el tejado. ¿Y si volvía a pedírselo a Dick? Si le explicaba lo mucho que significaba para ella, tal vez se apiadaría y encontraría el dinero. Pero sabía que no podía abordar el tema sin provocar en él aquella expresión atormentada. Porque a aquellas alturas ya se había acostumbrado a aquella expresión. Aunque, en realidad, le gustaba; en el fondo, le gustaba mucho. Cuando le cogía la mano con ternura y se la besaba, lleno de sumisión, y preguntaba con voz implorante: «Querida, ¿me odias por haberte traído aquí?», ella contestaba: «No, querido, ya sabes que no.» Era la única vez que podía usar un epíteto cariñoso, cuando se sentía triunfante y le perdonaba. Su ansia de ser perdonado, su humillación, eran la mayor satisfacción que conocía aunque, al mismo tiempo, le despreciaba por ello.