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– ¿Por qué se lo has ordenado ahora? -inquirió-. Hace años que está igual. Todas las bañeras de zinc son así. No es suciedad, Mary, te lo aseguro. Es que cambian de color.

Sin mirarle, ella puso un plato de comida en una bandeja y la llevó a la habitación delantera.

– Es suciedad -replicó-. No volveré a meterme en esa bañera hasta que esté realmente limpia. No comprendo como puedes permitir que todas las cosas se cubran de porquería.

– Tú misma la has usado durante varias semanas sin quejarte -contestó él con brusquedad, sacando maquinal-mente un cigarrillo y poniéndoselo entre los labios. Pero ella no contestó.

Dick meneó la cabeza cuando Mary dijo que la comida estaba lista y se marchó de nuevo a los campos, llamando a los perros. Cuando se hallaba en aquel estado, no soportaba estar cerca de ella. Mary quitó la mesa, sin comer ni un bocado, y se sentó a escuchar el sonido del cepillo. Permaneció así durante dos horas, con dolor de cabeza, escuchando con cada músculo de su tenso cuerpo; estaba decidida a no dejarle rehuir su trabajo. A las tres y media se hizo un silencio repentino que la obligó a enderezarse; ya estaba a punto de ir al cuarto de baño para ordenarle que continuara trabajando, cuando la puerta se abrió y entró el criado. Sin mirarla, dirigiéndose al doble invisible que estaba a su lado, dijo que iba a su cabaña a comer algo y que seguiría limpiando la bañera cuando volviese. Mary había olvidado su comida; nunca pensaba que los nativos tenían necesidad de comer o dormir; estaban allí o no estaban, y nunca se paraba a pensar en lo que podían ser sus vidas cuando los perdía de vista. Asintió, con un leve sentimiento de culpabilidad, que sofocó diciéndose: «Es culpa suya por no limpiarla como es debido.»

Una vez relajada la tensión de escuchar cómo trabajaba, salió a mirar el cielo. No había una sola nube, era una bóveda baja de un azul sonoro, matizado por el color amarillento del humo que notaba en el aire. De la arenilla pálida que se extendía frente a la casa reverberaban oleadas de luz y aquí y allá crecían relucientes arbustos de poinsetias, que estallaban en franjas irregulares de un rojo vivo. Miró hacia los árboles, de un color marrón sucio, y hacia las hectáreas de hierba brillante y ondulada que se prolongaban hasta las colinas, difusas e indistintas. Los fuegos del veld ardían desde hacía semanas en muchos kilómetros a la redonda y podía notar el sabor del humo en la lengua. A veces caía sobre su piel un minúsculo fragmento de hierba carbonizada, dejando una mancha negra y grasienta. Columnas de humo se elevaban en la distancia, densos remolinos azulados que flotaban inmóviles, formando una complicada arquitectura en el aire estancado.

La semana anterior un incendio había asolado parte de su granja, destruyendo dos establos de vacas y hectáreas de pasto. Por donde el fuego había pasado, sólo quedaban extensiones de tierra ennegrecida, pero aún humeaban algunos troncos caídos, enviando tenues rizos de humo gris sobre el paisaje calcinado. Desvió la vista porque no quería pensar en el dinero perdido y vio frente a ella, en la curva del camino, nubes de polvo rojizo. Era fácil seguir el curso de aquella carretera porque los árboles que la bordeaban eran de color granate, como si estuvieran cubiertos de langostas. Contempló los surtidores de polvo, que parecían causados por un escarabajo que escarbara entre los árboles, y pensó: «¡Si es un coche!» Pocos minutos después comprendió que se dirigía hacia su casa y sintió pánico. ¡Visitas! Pero Dick ya le había advertido que iría gente a verla. Corrió a la parte trasera para decir al boy que preparase el té, pero no estaba allí. Eran las cuatro; recordó que media hora antes le había dicho que podía irse. Corrió, saltando sobre las ramas y trozos de corteza que rodeaban el montón de leña y, liberando el oxidado cerrojo de madera de la horcadura del árbol, golpeó el disco del arado. Diez resonantes golpes significaban que el boy era necesario en la casa. Entonces entró en la cocina. El fuego estaba apagado y era difícil de encender; y no había nada para acompañar el té. Como Dick no iba nunca a aquella hora, no se molestaba en hacer pasteles. Abrió un paquete de galletas y se miró el vestido. ¡No podían verla con aquellos harapos! Pero era demasiado tarde; el coche ya subía colina arriba. Salió corriendo a la parte delantera, retorciéndose las manos. Por su modo de comportarse, habríase dicho que vivía aislada desde hacía años y había perdido el hábito de la vida social, cuando en realidad era una mujer que durante muchísimo tiempo no había estado sola ni un minuto. Vio detenerse el coche y apearse de él a dos personas. El hombre era bajo, corpulento, muy rubio, y ella una mujer morena y maciza de rostro agradable. Les esperó, sonriendo con timidez en respuesta a sus semblantes cordiales. Y entonces, ¡con qué alivio vio el coche de Dick asomando por la cuesta! Le bendijo por aquella consideración de acudir en su ayuda en la primera visita. Había visto el reguero de polvo sobre los árboles y venido con la máxima celeridad posible.

El hombre y la mujer le estrecharon la mano y la saludaron. Pero fue Dick quien les invitó a entrar. Los cuatro se sentaron en la diminuta habitación, que parecía más pequeña que nunca. Dick y Charlie Slatter hablaban en un lado y ella y la señora Slatter en el otro. La señora Slatter era una mujer bondadosa que se compadecía de Mary por haberse casado con un inútil como Dick. Había oído decir que era una chica de la ciudad y sabía por experiencia propia lo difícil y solitaria que era aquella vida, aunque ella ya hacía tiempo que había pasado la fase de aclimatación. Ahora tenía una casa grande, tres hijos en la universidad y una existencia cómoda. Pero recordaba muy bien los sufrimientos y humillaciones de la pobreza. Miraba a Mary con auténtica ternura, evocando su propio pasado, y estaba dispuesta a ser su amiga. Pero Mary se mostraba rígida por el resentimiento, porque había sorprendido a la señora Slatter escudriñando la habitación, fijándose en los almohadones, el nuevo encalado y las cortinas.

– Qué bonito le ha quedado todo -dijo con espontánea admiración, sabiendo lo que significaba aprovechar sacos de harina teñidos para hacer cortinas y latas de gasolina pintadas para que sirvieran de alacenas. Pero Mary no supo interpretarla y fue incapaz de ablandarse. No tenía intención de hablar de su casa con la señora Slatter, que la trataba con condescendencia. Al cabo de unos momentos la señora Slatter miró con atención el rostro ruborizado de la muchacha y, con voz cambiada, formal y distante, empezó a hablar de otras cosas. Entonces el boy llevó el té y Mary volvió a avergonzarse de las tazas y la bandeja de hojalata. Trató de encontrar un tema que no tuviera relación con la granja. ¿Películas? Repasó los centenares que había visto durante los últimos años y no pudo recordar más que dos o tres títulos. Las películas que antes se le antojaban tan importantes, eran ahora un poco irreales; y de todos modos, la señora Slatter sólo iba al cine dos o tres veces al año, cuando estaba en la ciudad en una de sus raras visitas para ir de compras. ¿Las tiendas de la ciudad? No, aquello era también una cuestión de dinero y ella llevaba una bata de algodón de la que se sentía avergonzada. Miró a Dick para recabar su ayuda, pero éste sé hallaba enfrascado en su conversación con Charlie, discutiendo sobre cosechas, precios y -sobre todo- la mano de obra nativa. Siempre que se reúnen dos o tres granjeros, es obligado que sólo conversen sobre los inconvenientes y deficiencias de los nativos. Hablan de sus peones con una persistente irritación en la voz; puede gustarles algún nativo individual, pero como género, los aborrecen. Los aborrecen hasta la neurosis. Nunca dejan de lamentarse de la desgracia de tener que tratar con nativos siempre indiferentes a los intereses del hombre blanco, que sólo trabajan para entretener su ocio. No tienen idea de la dignidad del trabajo ni les interesa mejorar sus condiciones de vida por medio del esfuerzo.