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En aquel punto, incapaz de dominarse y odiándose por ello, Mary perdió la paciencia… y la perdió definitiva y destructivamente. Incluso mientras descargaba su furor contra él, se condenaba fríamente a sí misma por darle la satisfacción de verla en aquel estado. Pero era un sentimiento que él no habría comprendido. Su cólera hizo mucho daño a Dick, aunque no dejaba de repetirse que estaba equivocada y no tenía derecho a criticar sus bienintencionados esfuerzos, por infructuosos que fueran. Mary gritó, lloró y profirió maldiciones hasta que al final se sintió demasiado débil para mantenerse en pie y se sentó en un extremo del sofá, sollozando y tratando de recuperar el aliento. Y Dick no se subió los pantalones ni empezó a silbar ni la miró como un niño acorralado. La dejó sollozar durante largo rato sin pestañear y por fin dijo: «Está bien, jefa.» Aquello no gustó a Mary, no le gustó absolutamente nada; porque aquellas tres palabras sarcásticas decían más sobre su matrimonio de lo que ella se había permitido pensar jamás y era indecoroso que su desprecio hacia él quedara formulado de manera tan explícita: una condición de la existencia de su matrimonio era que ella le compadeciera con generosidad, no que le despreciara.

Pero no se habló más de pavos o conejos. Mary vendió los pavos y llenó los corrales de gallinas, para ganar un poco de dinero y poder comprarse algún vestido, explicó. ¿O acaso esperaba que fuese harapienta como una cafre? Al parecer él no esperaba nada, porque ni siquiera reaccionó a su desafío. Volvía a estar preocupado. No había ni rastro de compunción ni rencor en su actitud cuando la informó de que pensaba abrir una tienda en su granja. Se limitó a enunciar el hecho, sin mirarla, de forma concluyente, como si dijera: «Lo tomas o lo dejas.» Todo el mundo sabía que las tiendas eran un gran negocio, añadió. Incluso Charlie Slatter tenía una en su granja; muchos agricultores la tenían. Eran una mina de oro. Mary dio un respingo al oír «mina de oro» porque un día había encontrado una serie de trincheras apuntaladas con maderos en la parte posterior de la casa y él le había dicho que las había excavado hacía años en un esfuerzo para descubrir el Eldorado que sin duda se ocultaba bajo el terreno de su granja. Dijo con voz ecuánime:

– Si hay una tienda en la granja de Slatter, sólo a siete kilómetros, ¿para qué abrir otra aquí?

– En mis tierras trabajan siempre un centenar de nativos.

– Si ganan quince chelines al mes, no vas a convertirte en un Rockefeller con lo que gasten.

– Es un lugar de paso para los nativos -insistió tercamente Dick.

Solicitó un permiso comercial, que obtuvo sin dificultad, y en seguida edificó la tienda. Mary consideró algo terrible, un aviso y un mal presagio que la tienda, la antiestética y amenazadora tienda de su infancia, la siguiera incluso hasta allí, hasta su hogar.

Pero fue construida a varios centenares de metros de la casa, y consistió en una pequeña habitación dividida por un mostrador y una habitación de mayor tamaño habilitada para almacén. El género inicial cabía en las estanterías de la tienda en sí, pero a medida que el negocio prosperara, necesitarían la habitación de atrás.

Mary ayudó a Dick en la colocación de los artículos, profundamente deprimida y odiando las telas baratas que olían a productos químicos y las mantas ásperas y grasientas al tacto aun antes de su utilización. Colgaron la llamativa bisutería de cristal, latón y cobre, que Mary hizo oscilar y tintinear con una apretada sonrisa, recordando su infancia, cuando su mayor distracción era contemplar el balanceo y el brillo de los collares de cuentas multicolores. Pensaba que aquellas dos habitaciones, de ser añadidas a la casa, habrían hecho su vida cómoda; el dinero gastado en la tienda, los gallineros, las pocilgas y las colmenas habría podido servir para revestir el tejado y ahuyentar él terror que siempre le inspiraba la llegada de la estación calurosa. Pero, ¿de qué servía decirlo? Estuvo a punto de estallar en lágrimas de frustración y desesperanza, pero no pronunció una palabra y siguió ayudando a Dick hasta terminar el trabajo.

Cuando todo estuvo listo y la tienda repleta de género, Dick se entusiasmó tanto que fue a la estación y compró veinte bicicletas baratas. Era un paso ambicioso, porque la goma se pudre, pero dijo que los nativos siempre le pedían anticipos para comprar bicicletas; ahora podrían comprárselas a él. Entonces surgió la cuestión de quién llevaría la tienda. «Cuando esté en marcha – dijo Dick-, pondremos un dependiente.» Mary cerró los ojos y suspiró. Aun antes de empezar, cuando parecía que habría de pasar una eternidad hasta que hubieran amortizado el capital, ya hablaba de un empleado, que costaría por lo menos treinta libras al mes. ¿Por qué no poner a un nativo?, preguntó. En asuntos de dinero, los nativos no son de fiar, contestó él, y añadió que siempre había dado por sentado que ella se encargaría de la tienda; al fin y al cabo, no tenía nada que hacer. El tono de esta última observación fue el mismo con que se dirigía últimamente a ella: brusco v resentido.

Mary replicó que prefería morir antes que poner un pie en la tienda. Nada la induciría a ello, nada en absoluto.

– Pues no te haría ningún daño -respondió Dick-. ¿De modo que te consideras demasiado distinguida para estar detrás de un mostrador?

– Vendiendo malolientes artículos a un puñado de malolientes cafres -puntualizó ella.

Pero no era aquello lo que sentía; por lo menos no entonces, antes de iniciar el trabajo. No podía explicar a Dick que el olor de la tienda le recordaba las ocasiones de su niñez en que había contemplado con temor las hileras de botellas de las estanterías, preguntándose cuál de ellas vaciaría su padre aquella noche; en que había visto a su madre sacar monedas de sus bolsillos mientras él dormía en una silla, roncando con la boca abierta y las piernas separadas; en que al día siguiente la enviaba a la tienda a comprar comida que no aparecía en las cuentas de fin de mes. No podía explicarlo a Dick por la sencilla razón de que ahora ya le aso.-ciaba en su mente con la mediocridad y la angustia de su infancia y habría sido como discutir con el propio destino. Al final accedió a atender la tienda; no tenía otro remedio.

Ahora, mientras se dedicaba a sus quehaceres, miraba por la puerta trasera y veía el nuevo y brillante tejado entre los árboles; y de vez en cuando caminaba por el sendero el trecho suficiente para ver si alguien esperaba ante la tienda. Hacia las diez de la mañana media docena de mujeres nativas estaban sentadas con sus retoños bajo los árboles. Si a Mary le disgustaban los hombres indígenas, aborrecía a las mujeres. Detestaba la exhibición de sus carnes, sus cuerpos suaves y marrones, sus rostros suaves y tímidos, que también eran inquisitivos e insolentes, y sus voces gritonas, de tono ampuloso y descarado. No soportaba verlas allí sentadas sobre la hierba, con las piernas dobladas bajo el trasero en aquella postura eterna y tradicional, serenas e indiferentes como si no les importara que la tienda se abriera o permaneciera cerrada, obligándolas a volver al día siguiente. Y odiaba de manera especial su modo de amamantar a los niños, con los pechos colgantes a la vista de todo el mundo; en su tranquila y satisfecha maternidad había algo que la soliviantaba. «Con los niños aferrados a ellas como sanguijuelas», se decía, estremeciéndose, porque la idea de amamantar a un niño la llenaba de horror. Pensar en los labios de un niño chupando los pechos la ponía enferma; se cubría involuntariamente los suyos con las manos como protegiéndolos de una violación. Y como muchas mujeres blancas son como ella y utilizan, aliviadas, el biberón, no le faltaba compañía y no se consideraba extraña; las extrañas eran las negras, aquellas criaturas salvajes y primitivas de repugnantes deseos que no soportaba siquiera imaginar.