Cuando veía a unas diez o doce, un grupo polícromo entre la hierba y los árboles verdes, con su carne color de chocolate, tocados multicolores y pendientes de metal, cogía las llaves del armario de la ropa (las guardaba allí para que el criado no las viera y no pudiera ir a la tienda a robar cuando ella no se daba cuenta) y, protegiéndose los ojos con la mano, enfilaba el sendero para despachar aquel enojoso asunto. Abría la puerta con estruendo, dejándola chocar contra la pared de ladrillo, y entraba en la penumbra del local, con la nariz arrugada por el ofensivo tufo. Entonces las mujeres la seguían sin prisas, tocaban los artículos y se probaban los brillantes collares sobre la piel oscura con pequeñas exclamaciones de placer, o de horror, cuando oían los precios. Los niños iban colgados a la espalda de sus madres (corno monos, pensaba Mary) o se agarraban a sus faldas, mirando con fijeza la piel blanca de Mary, con racimos de moscas en los lagrimales. Mary permanecía allí de pie durante una media hora, manteniéndose distante, tecleando el mostrador con los dedos y contestando con monosílabos a las preguntas sobre precios y calidad. No permitía a las mujeres el placer de regatear. Al cabo de un rato sentía que ya no podía permanecer más tiempo encerrada en la sofocante tienda con aquel tropel de mujeres malolientes y charlatanes. Entonces exclamaba en fanagalo: «¡Vamos, deprisa!» Y una tras otra se marchaban todas, frenada su alegría y locuacidad por la sensación de que no eran bien recibidas.
– ¿Por qué tengo que estar allí horas y horas para que se gasten seis peniques en un collar? -preguntaba Mary.
– Así tienes algo que hacer -contestaba él con brutal indiferencia, sin mirarla siquiera.
Fue la tienda lo que acabó con Mary; la necesidad de servir detrás del mostrador y saber que estaba allí, siempre allí, una responsabilidad sobre sus hombros, a cinco minutos de distancia por el sendero donde las garrapatas abandonaban las zarzas y la hierba para adherirse a sus piernas. Pero la causa de su desmoronamiento ostensible fueron las bicicletas que, por alguna razón, no se vendieron. Quizá no era el modelo que querían los nativos; resultaba difícil de decir. Al final sólo se vendió una y el resto permaneció en el almacén, del revés, con el asiento apoyado en el suelo, como esqueletos de goma y acero. La goma se pudrió; al estirarla, se deshacía en láminas grises sobre la llanta. ¡Otras cincuenta libras al cubo de la basura! Y aunque la tienda no perdía dinero, tampoco reportaba grandes ingresos. En conjunto, teniendo en cuenta las bicicletas y el coste del edificio, la empresa era un desastre financiero y lo único que podían esperar era acabar de vender las existencias que quedaban en las estanterías. Pero Dick no quería darse por vencido.
– Ahora ya está en marcha -dije-, ya no podemos perder nada. Continúa con ella, Mary: no te hará ningún daño.
Pero ella pensaba en las cincuenta libras perdidas en las bicicletas. Con aquella suma habrían podido revestir el tejado o adquirir unos buenos muebles para reemplazar los cuatro trastos que tenían, o incluso irse una semana de vacaciones.
La idea de aquellas vacaciones que siempre estaba planeando, pero que nunca parecían posibles, encauzó los pensamientos de Mary hacia otra dirección. Durante un tiempo, su vida asumió un nuevo significado.
Aquellos días siempre dormía por la tarde. Dormía horas y horas; era un modo de hacer que el tiempo pasara deprisa. Se acostaba a la una y se despertaba después de las cuatro. Pero aún le faltaban dos horas para que Dick volviera a casa, de manera que seguía tendida a medio vestir en la cama, aturdida de tanto dormir, con la boca seca y dolor de cabeza. Y durante aquellas dos horas de duermevela se permitía soñar con aquel hermoso tiempo pasado cuando trabajaba en una oficina… y vivía como se le antojaba, antes de que la gente «la obligara a casarse». Así era como razonaba. Y durante aquellos ratos perdidos empezó a pensar en la posibilidad de que Dick hiciera algún dinero y pudieran irse a vivir de nuevo a la ciudad; aunque en sus momentos de honradez sabía que Dick no haría nunca dinero. Entonces se le ocurrió que nada le impedía huir y volver a su antigua vida; aquí, el recuerdo de sus amigos la frenó: ¿qué dirían si rompía su matrimonio de aquel modo? Pero el convencionalismo de aquella ética, que no tenía nada que ver con su vida real, acudió en su ayuda al recordarle cómo eran aquellos amigos y cómo juzgaban a sus semejantes. Le dolía volver a verlos con su historial de fracasos porque, en el fondo, todavía la atormentaba un sentimiento de inferioridad, de «no estar hecha de aquel modo». La frase seguía grabada en su mente después de todos aquellos años y aún le causaba cierto resentimiento. Pero su deseo de escapar a tantas penalidades había llegado a ser tan irrefrenable, que desechó toda idea sobre sus amistades y se limitó a pensar únicamente en su fuga, en volver a ser como era antes. Sin embargo, existía un abismó entre su actual identidad y la de aquella muchacha tímida, introvertida, pero adaptable en el círculo de sus numerosos conocidos. Era consciente de aquel abismo, pero no como una alteración irreversible de sí misma. Se sentía más bien como apartada de un papel que le había sido asignado en una comedia que comprendía y obligada de repente a representar a un personaje desconocido para ella. No era consciente de haber cambiado; sólo tenía la desagradable sensación de desempeñar un papel ajeno. La tienda, los jornaleros negros, siempre tan próximos a sus vidas y al mismo tiempo tan lejanos, Dick con sus ropas de granjero y las manos manchadas de grasa… nada de aquello le pertenecía, nada era real y lo consideraba una imposición monstruosa.
Lenta, muy lentamente, a lo largo de varias semanas, se fue afirmando en la creencia de que sólo necesitaba subir al tren y volver a la ciudad para reanudar aquella hermosa y pacífica existencia, la vida para la que estaba hecha.
Y un día, cuando el boy volvió de la estación con su pesado saco de víveres, carne y correo y Mary cogió el periódico semanal y miró como de costumbre los anuncios de nacimientos y bodas (para saber qué hacían sus antiguas amistades; era la única parte que leía de todo el periódico), se enteró de que la empresa para la cual había trabajado todos aquellos años solicitaba una taquígrafa. Se encontraba en la cocina, mal iluminada por una pequeña vela y el resplandor rojizo del fogón, junto a la mesa repleta de jabón y carne, mientras el boy preparaba la cena detrás de ella… y, sin embargo, al momento se sintió transportada a su antigua vida. La ilusión persistió durante toda la noche, que pasó despierta, soñando con aquel futuro, tan fácil de conseguir, que era también su pasado. Y cuando Dick se hubo ido a los campos de cultivo, se vistió, llenó una maleta y, fiel a la tradición, dejó una nota en la que se limitaba a decir que volvía a su antiguo empleo; exactamente como si Dick conociera sus intenciones y aprobara su decisión.
Recorrió en poco más de una hora los siete kilómetros que separaban su granja de la de los Slatter. Corrió la mitad del camino, haciendo oscilar la pesada maleta, que le golpeaba las piernas, con los zapatos llenos de arenilla y tropezando en los surcos. Encontró a Charlie Slatter en la hondonada que marcaba el límite entre las dos propiedades, al parecer inactivo, mirando hacia la carretera y silbando por lo bajo, con los ojos entornados. Al detenerse delante de él, Mary pensó en lo extraño que era ver entregada al ocio a una persona siempre tan ocupada. No podía imaginar que él estaba pensando en cómo compraría la granja de aquel chiflado de Dick Turner cuando éste se arruinara. Recordando que sólo le había visto dos o tres veces y que en dichas ocasiones él no se había molestado en disimular su antipatía, Mary se enderezó y procuró hablar despacio, aunque estaba sin aliento. Le pidió que la llevara a la estación del ferrocarril a tiempo para coger el tren de la mañana; no había otro hasta dentro de tres días y se trataba de un asunto urgente. Charlie la estudió con mirada escudriñadora y pareció calcular algo.