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Para empezar, Dick no había estado nunca enfermo, a pesar de haber vivido tanto tiempo en un distrito donde la malaria era común. Quizá la había llevado en la sangre durante años sin saberlo. Todas las noches tomaba quinina durante la estación lluviosa, pero no cuando hacía frío. Según él, en alguna parte de la granja debía haber un tronco de árbol lleno de agua estancada, en un lugar lo bastante cálido para que los mosquitos se reprodujeran; o tal vez una vieja lata oxidada en un rincón sombreado donde el sol no pudiera llegar para evaporar el agua. En cualquier caso, semanas después de que fuera lógico esperar un acceso de fiebre, Mary vio a Dick llegar de los campos una tarde, pálido y tembloroso. Le ofreció quinina y aspirina, que él tomó antes de desplomarse sobre la cama, sin probar bocado. Al día siguiente, enfadado consigo mismo y negándose a creer •que estaba enfermo, salió a trabajar como de costumbre, con una gruesa chaqueta de cuero como fútil profilaxis contra los violentos temblores. A, las diez de la mañana, con el sudor dé la fiebre bañándole la cara y el cuello y empapando su camisa, trepó a rastras la colina y se acostó entre mantas, ya medio inconsciente.

Fue un ataque agudo y como no estaba acostumbrado a guardar cama, era un enfermo quejumbroso y difícil. Mary envió una carta a la señora Slatter -aunque detestaba pedirle favores- y horas después Charlie acompañó al médico en su coche; había viajado cuarenta y cinco kilómetros para recogerle. El médico hizo las recomendaciones habituales y, cuando hubo terminado con Dick, dijo a Mary que la casa era peligrosa tal como estaba y debían instalarse mosquiteras. Además, añadió, había que cortar al menos cien metros de matorrales en torno a la casa. El tejado debía ser revestido sin pérdida de tiempo, de lo contrario existía el peligro de que ambos sufrieran una grave insolación. Observó a Mary con mirada penetrante y la informó de que estaba anémica, exhausta y con los nervios de punta y debía pasar cuanto antes tres meses en la costa. Entonces se fue, mientras Mary se.quedaba en la veranda y miraba alejarse el coche con una torva sonrisa. Pensaba, llena de odio, que a los profesionales ricos les resultaba muy fácil hablar. Detestaba a aquel médico, con su tranquila forma de quitar importancia a sus dificultades; cuando ella le había replicado que no podían permitirse el lujo de unas vacaciones, él había exclamado bruscamente: «¡Tonterías! ¿Puede permitirse el lujo de estar realmente enferma?» Y preguntado después cuánto tiempo hacía que no visitaba la costa. ¡No había visto nunca el mar! Sin embargo, el médico comprendió su situación mejor de lo que imaginaba, porque la factura que esperaba con temor no llegó. Al cabo de un tiempo escribió para preguntar cuánto le debía y la respuesta fue: «Pagúeme cuando puedan permitírselo.» El orgullo frustrado la atormentó, pero tuvo que tragárselo; era cierto que no tenían dinero para pagarle.

La señora Slatter envió a Dick un saco de fruta cítrica de su huerto y ofreció su ayuda repetidas veces. Mary agradecía su presencia a sólo siete kilómetros de distancia, pero prefería no llamarla salvo en un caso urgente. Escribió una de sus secas notas para agradecerle la fruta y comunicarle que Dick estaba mejor. Pero no era cierto. Dick seguía en cama, con todo el terror impotente de una persona enferma por primera vez, vuelto de cara a la pared y con una manta cubriéndole la cabeza. «¡Igual que un negro!», exclamó Mary, llena de desprecio por su cobardía; había visto a nativos enfermos yacer de aquel mismo modo, en una especie de apatía estoica. Pero de vez en cuando, Dick se despertaba y preguntaba por los campos. Aprovechaba todos sus momentos de lucidez para preocuparse de las cosas que dejarían de funcionar sin su supervisión. Mary le cuidó como a un niño durante una semana, concienzudamente, pero con impaciencia al verle tan amedrentado. Cuando la fiebre remitió, quedó deprimido y débil, apenas capaz de incorporarse, y después empezó a dar vueltas y a demostrar una gran inquietud por el trabajo de la granja.

Mary vio que deseaba enviarla a la llanura para que vigilara la marcha de los campos, pero que se resistía a sugerirlo. Durante unos días no respondió a la súplica patente en su rostro debilitado y lastimero; sin embargo, al comprender que se levantaría de la cama antes de estar restablecido, dijo que bajaría.

Tuvo que vencer una violenta repugnancia ante la idea de dirigirse a los nativos de la granja; incluso después de llamar a los perros desde la veranda, con las llaves del coche en la mano, volvió a la cocina para beber un vaso de agua y ya estaba sentada al volante y con el pie en el acelerador cuando se apeó de pronto, con la excusa de que necesitaba un pañuelo. Al salir del dormitorio se fijó en el largo látigo que descansaba sobre dos clavos en el umbral de la cocina, como un adorno; hacía mucho tiempo que no recordaba su existencia. Lo descolgó, se lo enrolló en la muñeca y fue más tranquila hacia el coche, hasta el punto de abrir la puerta trasera y hacer salir a los perros; le molestaba que le respirasen sobre la nuca mientras conducía. Los dejó frente a la casa, gimiendo por el desengaño, y se dirigió a los campos donde se suponía que trabajaban los peones. Sabían que Dick estaba enfermo y no se encontraban allí, sino andando dispersos por el poblado desde hacía días. Mary siguió por el camino lleno de baches y agujeros hasta donde pudo y entonces continuó a pie por el sendero de los nativos, que era duro y liso pero estaba cubierto por una hierba brillante y resbaladiza que la obligó a caminar con precaución. La larga y pálida hierba dejaba puntiagudas agujas en su falda y los matorrales despedían un polvo rojizo que se le adhería a la cara.

El poblado estaba construido en un promontorio del terreno, a casi un kilómetro de la casa. El sistema establecido requería que cada peón nuevo que se presentaba al trabajo dedicara un día no remunerado a la construcción de una cabaña para él y su familia antes de incorporarse a su puesto. Por este motivo había siempre cabañas nuevas y otras vacías y viejas que se desmoronaban lentamente si a alguien no se le ocurría quemarlas. Formaban un núcleo apiñado y ocupaban entre media y una hectárea de extensión; más que edificios levantados por el hombre, parecían accidentes naturales del terreno. Era como si una gigantesca mano negra, extendida desde el cielo, hubiera cogido un puñado de palos y hierba para distribuirlos mágicamente sobre la tierra en forma de cabañas. Los techos eran de hierba y las paredes de troncos unidos con barro; tenían puertas bajas, pero no ventanas. El humo de los fuegos encendidos en el interior se filtraba por entre la hierba o flotaba frente a las puertas, por lo que todas daban la impresión de estar ardiendo por dentro. Entre ellas había trozos de tierra mal cultivada en la que crecía el maíz, y los tallos de la calabaza se arrastraban por doquier, entre plantas y matorrales, trepando por paredes y tejados, salpicados de grandes calabazas de color ambarino que destacaban entre las hojas. Algunas empezaban a pudrirse y rezumaban un líquido apestoso de color rosa, cubierto de moscas. Las moscas estaban por todas partes; zumbaban en nubes alrededor de la cabeza de Mary mientras caminaba y se concentraban en torno a los ojos de la docena de niños negros, la mayoría desnudos y con vientres protuberantes, que la observaban pasar sorteando los tallos de calabaza y las plantas del maíz. Los perros de los nativos, con las costillas asomando bajo la piel, enseñaban los dientes y retrocedían. Las mujeres, envueltas en sucias telas de la tienda o desnudas hasta la cintura, enseñando los pechos negros, colgantes y fláccidos, contemplaban desde los umbrales con expresión de asombro su extraña aparición, comentando entre ellas, riendo y haciendo groseras observaciones. Había algunos hombres; al mirar hacia las puertas vio unos cuerpos agazapados que dormían; otros se agrupaban en cuclillas, hablando. Pero Mary no tenía idea de cuáles eran los peones de Dick y cuáles los que se encontraban allí simplemente de visita o de paso hacia otro lugar. Se detuvo ante uno de ellos y le dijo que llamara al capataz, el cual no tardó en salir de una de las mejores cabañas, cuyas paredes estaban adornadas con pinturas de arcilla amarilla y roja. Tenía los ojos inyectados en sangre; se veía que había bebido.