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Le ordenó en fanagalo:

– Reúne a los peones en los campos dentro de diez minutos.

– ¿El amo está mejor? -preguntó él con hostil indiferencia.

Haciendo caso omiso de la pregunta, Mary observó:

– Puedes decirles que deduciré dos chelines y seis peniques del sueldo de todos los que no estén trabajando dentro de diez minutos.

Levantó la mano y señaló el reloj de pulsera, indicándole el intervalo de tiempo.

El hombre escuchó en postura indolente y encorvada, incómodo por su presencia; las mujeres miraban y reían; los niños sucios y desnutridos se agolparon en torno a ella, cuchicheando; los perros hambrientos acechaban entre los tallos rastreros y el maíz. Mary odiaba el lugar, en el que no había estado nunca antes. «¡Asquerosos salvajes!», pensó con ansia vengativa. Miró directamente a los ojos enrojecidos, nublados por la cerveza, del hostil capataz y repitió:

– Diez minutos. -Entonces dio media vuelta y se fue por el tortuoso sendero entre los árboles, oyendo a los nativos salir de sus chozas.

Esperó sentada en el coche, junto al campo donde sabía que debían cosechar el maíz. Al cabo de media hora llegaron algunos hombres, entre ellos el capataz. Una hora después sólo se había presentado la mitad de los jornaleros; algunos se habían ido de visita a poblados vecinos, sin autorización, y otros yacían borrachos en sus cabañas. Mary llamó al capataz y apuntó los nombres de los ausentes, escribiéndolos con su caligrafía grande y torpe en un pedazo de papel, luchando con los extraños grupos de letras. Permaneció allí toda la mañana, vigilando la hilera de peones entregados al trabajo, con el sol martilleándole la cabeza a través del viejo toldo de lona. Apenas hablaban. Trabajaban de mala gana, en un hosco silencio; Mary sabía que era porque detestaban ser vigilados por una mujer. Cuando el gong anunció la pausa para el almuerzo, subió a la casa y contó lo ocurrido a Dick, minimizándolo para que no se preocupara. Después del almuerzo bajó de nuevo y, cosa extraña; sin repugnancia hacia aquel trabajo que había rehuido durante tanto tiempo. La nueva responsabilidad y la sensación de medir sus fuerzas con la granja le servían de estímulo. Esta vez paró el coche en medio de la carretera, porque los nativos ya avanzaban hacia el centro del campo, donde el alto maíz de color dorado pálido cubría sus cabezas y ella no podía verles desde fuera del coche. Arrancaban las pesadas mazorcas y las metían en sacos que llevaban atados a la cintura, seguidos por otros que cortaban los tallos y los ordenaban en pequeñas pirámides que salpicaban irregularmente el campo. Mary les siguió, deteniéndose entre los rastrojos, sin dejar de vigilarles. Todavía llevaba enroscado a la muñeca el largo látigo de cuero, que le infundía una sensación de autoridad y valor para afrontar las oleadas de odio que llegaban hasta ella desde las hileras de nativos. Mientras caminaba incansable junto a ellos, con el tórrido sol quemándole la cabeza y el cuello y entumeciendo sus hombros, empezó a comprender por qué Dick podía resistir aquello día tras día. Era difícil permanecer dentro del coche con el calor filtrándose a través del techo; y algo muy diferente moverse entre los peones, siguiendo el ritmo de sus movimientos, concentrados en el trabajo. A medida que transcurrían las largas tardes, Mary contemplaba con una especie de atento estupor las espaldas negras encorvarse y enderezarse "y los músculos resbalar como cuerdas bajo la polvorienta piel. La mayoría llevaba taparrabos de tela descolorida; algunos, pantalones cortos de color caqui; pero casi todos iban con el torso desnudo. Eran hombres delgados y bajos, interrumpido su desarrollo por una nutrición deficiente, pero musculosos y robustos. Mary era ajena a todo lo que no fuera aquel campo, el trabajo a realizar, el grupo de nativos. Olvidó el calor, el sol implacable, la luz deslumbradora. Miraba las manos negras arrancando mazorcas y juntando los tallos dorados y no pensaba en nada más. Cuando uno de los hombres se detenía un momento para descansar o secar el sudor que le entraba en los ojos, esperaba un minuto de su reloj y le gritaba que volviese al trabajo. Él se volvía lentamente a mirarla y volvía a inclinarse sobre el maíz con movimientos cansinos, como en muda protesta. Ella ignoraba que Dick les había acostumbrado a un descanso general de cinco minutos cada hora; sabía por experiencia que de aquel modo rendían más; pero a ella se le antojaba una insolencia y un desacato a su autoridad que se detuvieran, sin permiso, para enderezar la espalda o secarse el sudor. Les obligaba a trabajar hasta que se ponía el sol, hora en que volvía a la casa satisfecha consigo misma y ni siquiera cansada. Se sentía animada y ágil, balanceando al andar el látigo que pendía de su muñeca.

Dick yacía acostado en la habitación de techo bajo, tan fría en los meses de invierno cuando caía la tarde como caliente en verano; estaba ansioso e inquieto, furioso contra su impotencia. No le gustaba que Mary bregara todo el día con los nativos; no era trabajo para una mujer. Y además, no sabía tratarlos y había escasez de mano de obra. Pero sintió alivio y se tranquilizó cuando ella le dijo que el trabajo iba progresando. No le habló de lo mucho que detestaba a los nativos ni de cómo la afectaba la hostilidad casi palpable que intuía en ellos; sabía que Dick tendría que permanecer en cama bastantes días más y que ella debía cumplir con su deber tanto si le gustaba como si no. Y en realidad, le gustaba. La sensación de tener a sus órdenes a unos ochenta jornaleros negros le infundía una confianza nueva; la estimulaba doblegarles bajo su férula y obligarles a hacer su voluntad.

Al finalizar la semana fue ella quien se sentó a la mesa pequeña de la veranda, entre las macetas de plantas, mientras los peones esperaban fuera, bajo tos árboles, para cobrar el jornal, que se pagaba mensualmente.

Atardecía, las primeras estrellas ya habían hecho su aparición en el cielo; sobre la mesa había un quinqué cuya llama baja y exigua parecía un pájaro triste prisionero en una jaula de cristal. El boy, en pie a su lado, iba llamando uno por uno los nombres de la lista. Cuando les tocó el turno a los que habían desoído su llamada el primer día, les dedujo media corona, entregándoles el resto en plata; el sueldo medio era de unos quince chelines al mes. Se oyeron murmullos de queja entre los nativos; y como la protesta amenazaba con generalizarse, el capataz se acercó al muro bajo y empezó a discutir con ellos en su lengua. Mary sólo comprendía algunas palabras, pero no le gustó la actitud y el tono de aquel hombre, que parecía exhortarles a aceptar su mala suerte y no les reñía, como habría querido hacer ella, por su negligencia y pereza. Al fin y al cabo, no habían hecho nada durante varios días. Y si quería cumplir su amenaza, tenía que deducirles a todos dos chelines y seis peniques, porque ninguno la había obedecido, apareciendo en el campo mucho después de los especificados diez minutos. Ellos habían faltado a su deber; ella tenía razón; y el capataz debía decirles aquello, en lugar de discutir y encogerse de hombros e incluso reír en un momento dado. Por fin se volvió hacia ella y le dijo que estaban descontentos y reclamaban lo que les pertenecía. Mary replicó con brevedad y contundencia que les había dicho que deduciría aquella cantidad y que pensaba cumplir su palabra. No cambiaría de opinión. Enfadada de repente, añadió, sin reflexionar, que quienes no estaban de acuerdo podían marcharse. Continuó ordenando los pequeños montones de billetes y monedas de plata, sin hacer caso de la tormenta de voces desencadenada bajo los árboles. Algunos se fueron al poblado, aceptando la situación. Otros esperaron en grupo hasta que les hubo pagado a todos y entonces se acercaron al muro. Uno por uno hablaron al boy, diciéndole que querían marcharse. Mary se asustó un poco, porque sabía lo difícil que era conseguir mano de obra y que se trataba de la máxima preocupación de Dick. No obstante, incluso mientras volvía la cabeza para escuchar los movimientos de Dick en la cama, separado de ella por el grosor de una pared, siguió rebosando decisión y resentimiento, porque esperaban ser pagados por un trabajo que no habían hecho, abandonándolo para ir de visita cuando Dick estaba enfermo; y sobre todo, porque no habían ido a los campos en aquel intervalo de diez minutos. Se volvió hacia el grupo y dijo que los nativos contratados no podían marcharse.