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Slatter era un hombre bajo, macizo, de brazos gruesos y constitución fuerte. Tenía el rostro ancho y velludo y la expresión astuta, vigilante, un poco taimada. Su mata de cabellos rubios le confería cierto parecido con un presidiario; pero las apariencias le tenían sin cuidado. Sus pequeños ojos azules apenas se veían porque se había acostumbrado a entornarlos después de tantos años bajo el sol de Sudáfrica.

Mientras conducía inclinado sobre el volante, casi abrazado a él en su determinación de llegar cuanto antes a casa de los Turner, sus ojos no eran más que rendijas azules en un rostro crispado. Se preguntaba por qué Marston, el ayudante, que al fin y al cabo era empleado suyo, no había acudido a él con la noticia del asesinato o al menos enviado una nota. ¿Dónde estaría? Su cabaña se hallaba a sólo doscientos metros de la casa. ¿Y si se había acobardado y desaparecido? Charlie pensó que podía esperarse cualquier cosa de aquel determinado tipo de joven inglés. Sentía un desprecio innato hacia los ingleses de expresión blanda y voz no menos blanda, pero no por ello dejaban de fascinarle sus modales y educación. Sus propios hijos, ahora ya mayores, eran caballeros. Le había costado mucho dinero lograr que lo fueran; pero aun así les despreciaba, aunque también estaba orgulloso de ellos. Este conflicto se manifestaba en su actitud hacia Marston: dura e indiferente, pero respetuosa en el fondo. De momento, sólo sentía irritación.

A medio camino notó que el coche se tambaleaba y, profiriendo maldiciones, lo detuvo. Era un pinchazo; no, dos pinchazos. El fango rojo de la carretera contenía fragmentos de vidrio. Su irritación se expresó en un pensamiento apenas consciente: «¡Muy propio de Turner tener cristales en sus caminos!» Pero Turner era ahora necesariamente objeto de una piedad apasionada y protectora y la irritación se concentró en Marston, el ayudante que, según Slatter, podía haber impedido de algún modo aquel crimen. ¿Para qué se le pagaba? ¿Por qué se le había empleado? Pero Slatter era un hombre justo, a su manera y en lo que concernía a su propia raza. Se contuvo y dedicó toda su atención a reparar una rueda y cambiar la otra, trabajando sobre el barro rojizo de la carretera. Tardó tres cuartos de hora y cuando terminó y hubo lanzado hacia los arbustos los trozos de cristal verde del fango, el sudor empapaba su rostro y sus cabellos.

Cuando por fin llegó a la casa vio, al acercarse entre los matorrales, seis relucientes bicicletas que estaban apoyadas contra las paredes. Y frente a la casa, bajo los árboles, a seis policías nativos y entre ellos Moses, con las manos esposadas delante de él. El sol centelleaba en las esposas, en las bicicletas y en el húmedo y abundante follaje. Era una mañana bochornosa y agobiante. En el cielo había un tumulto de nubes descoloridas que ondeaban como una colada sucia. Los charcos del suelo pálido reflejaban el resplandor del cielo.

Charlie se acercó a los policías, que le saludaron. Llevaban fez y su uniforme, tan parecido a un disfraz, aunque este último pensamiento no se le ocurrió a Charlie, que prefería a los nativos o bien debidamente vestidos, de acuerdo con su condición, o en taparrabos. No soportaba al nativo a medio civilizar. Los policías, seleccionados por su físico, eran un magnífico puñado de hombres, pero resultaban eclipsados por Moses, un gigante robusto, negro como linóleo pulido y vestido con una camisa y pantalones cortos, ambos mojados y manchados de barro. Charlie se plantó delante del asesino y le miró a la cara. El hombre le miró a su vez, impasible e indiferente. La expresión del rostro de Charlie era curiosa: reflejaba una especie de triunfo, un cauto deseo de venganza y miedo. ¿Por qué miedo? ¿De Moses, que estaba prácticamente colgado? Pero se sentía inquieto, confuso. Entonces recobró el dominio de sí mismo con un respingo, se volvió y vio a Dick Turner a pocos pasos de distancia, cubierto de lodo.

– ¡Turner! -exclamó con acento perentorio. Se interrumpió al ver su semblante; Dick no parecía reconocerle. Le cogió del brazo y le condujo hacia su coche. En aquellos" momentos ignoraba que estaba completamente loco; de haberlo sabido, su indignación habría sido mayor. Después de aposentar a Dick en el asiento trasero del coche, volvió a la casa. En la sala se hallaba Marston, con las manos en los bolsillos, en una posición de aparente tranquilidad. Pero el rostro estaba pálido y tenso.

– ¿Dónde se encontraba usted? -le espetó Charlie con voz acusadora.

– Normalmente, el señor Turner me despierta -respondió con calma el muchacho-. Esta mañana he dormido hasta tarde. Al llegar a la casa he visto a la señora Turner en la veranda. Después han llegado los policías. Le esperaba a usted.

Pero tenía miedo; en su voz sonaba el miedo a la muerte, no el que controlaba los actos de Charlie; él no había estado en el país el tiempo suficiente para comprender el temor especial de Charlie.

Slatter gruñó; jamás hablaba si no era necesario. Miró a Marston largo rato y con curiosidad, como tratando de dilucidar por qué los peones de la granja no habían llamado a un hombre que dormía a pocos metros de allí, yendo en cambio instintivamente a avisarle a él. Pero ahora no miró a Marston con desprecio o desagrado, sino más bien como a un futuro socio que aún ha de probar su valía.

Dio media vuelta y entró en el dormitorio. Mary Turner era una forma rígida bajo una sábana blanca llena de manchas. De un extremo de la sábana sobresalía una maraña de cabellos pálidos como la paja y del otro, un pie torcido y amarillento. Entonces ocurrió algo muy curioso. El odio y el desprecio que habría sido lógico esperar de él cuando miraba al asesino, desfiguraron sus facciones en aquel momento, mientras contemplaba a Mary. Frunció el ceño y, durante unos segundos, sus labios se torcieron, descubriendo los dientes en un rictus malévolo. Estaba de espaldas a Marston, quien se habría asombrado al verle. Luego, con un movimiento brusco y violento, se volvió y abandonó la habitación, precediendo al ayudante.

– Yacía en la veranda -explicó Marston-. La he levantado y llevado a la cama. -Tembló al recordar el contacto con el cuerpo frío-. He pensado que no podía dejarla tirada allí. -Titubeó y añadió, contrayendo los músculos de la cara, cuya piel palideció-: Los perros la lamían.

Charlie asintió con la cabeza, lanzándole una mirada penetrante. Parecía indiferente a la posición en que había sido hallada, pero al mismo tiempo aprobaba el dominio de sí mismo de que hiciera gala el ayudante al realizar tan desagradable tarea.

– Había sangre por todas partes. La he limpiado'… Después se me ha ocurrido que debía haberlo dejado todo tal como estaba para la policía.

– Da lo mismo -dijo Charlie con acento distraído. Se sentó en una de las toscas sillas de madera de la sala y permaneció absorto, emitiendo un tenue silbido. Marston se quedó junto a la ventana, esperando la llegada del coche policial. De vez en cuando, Charlie echaba una rápida ojeada a su alrededor y se humedecía los labios con la lengua. Luego volvía a silbar por lo bajo. Al final, puso nervioso a Marston.

Inopinadamente, con cautela y casi en tono de advertencia, Charlie preguntó:

– ¿Qué sabe usted de esto?

Marston advirtió el énfasis puesto sobre el usted y se preguntó qué sabría Slatter. Se mostraba muy seguro de sí mismo, pero estaba tenso como un alambre. Contestó:

– No sé qué decirle. Nada, en realidad. Es todo tan difícil… -Vaciló, dirigiendo a Charlie una mirada implorante.

Aquella súplica muda irritó a Charlie porque venía de un hombre, pero también le complació; le gustó que el muchacho se confiara a él. Conocía muy bien el tipo, venían muchos desde Inglaterra para aprender agricultura. Solían proceder de una escuela pública, muy ingleses, pero extremadamente adaptables. A juicio de Charlie, aquella capacidad de adaptación les redimía. Era extraño ver lo deprisa que se acostumbraban. Al principio eran tímidos, aunque altivos y retraídos al mismo tiempo; y aprendían los nuevos hábitos con gran sensibilidad, cohibidos, pero con una sutil perfección.