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Deslumbrada por el resplandor del sol, pero atenta a cada movimiento de los peones, calculó, ideó e hizo planes, decidida a hablar de ello a Dick cuando estuviera restablecido para persuadirle de que afrontara con lucidez cuál sería su futuro si no introducía un cambio en sus métodos. Sólo faltaban unos días para que se reintegrara al trabajo; le daría una semana para que todo volviera a su cauce normal y entonces no le dejaría en paz hasta que siguiera sus consejos.

Pero aquel último día ocurrió algo imprevisto.

Dick almacenaba todos los años su cosecha de mazorcas de maíz en un lugar cercano al establo de las vacas. Primero se extendían láminas de hojalata para proteger el maíz de las hormigas blancas; sobre esta base se vaciaban los sacos y las mazorcas iban formando lentamente un montón de espigas de envoltura blanca y lisa. Aquellos días Mary permanecía allí, vigilando el vaciado de los sacos. Los nativos descargaban los sacos del carro colocándoselos sobre los hombros y sujetándolos por los extremos; el peso encorvaba sus espaldas. Eran como una correa transportadora humana. Dos nativos permanecían en el carro y cargaban los sacos sobre los hombros de los peones. Éstos iban en fila del carro al montón de espigas, tambaleándose sobre los sacos llenos para vaciar desde arriba el que transportaban a la espalda. El aire rebosaba de polvo y de pequeños fragmentos de vaina. Cuando Mary se pasaba la mano por la cara, la sentía áspera como una arpillera fina.

Se encontraba al pie del montón, que se levantaba ante ella como una montaña grande y brillante contra el cielo diáfano, de espaldas a los pacientes bueyes que esperaban inmóviles, con las cabezas bajas, a que se vaciara el carro para volver a hacer otro viaje. Vigilaba a los nativos, pensando en la granja y haciendo oscilar el látigo enroscado a su muñeca de modo que dibujaba serpentinas en el polvo rojizo. De improviso advirtió que uno de los peones no trabajaba; apartado de la hilera, respiraba con fuerza y el rostro le brillaba de sudor. Mary echó una ojeada a su reloj de pulsera. Pasó un minuto, y luego otro, pero el peón continuaba en el mismo sitio, con los brazos cruzados. Esperó a que la manecilla del reloj marcara los tres minutos, llena de creciente indignación ante la temeridad de aquel negro que permanecía inmóvil conociendo la regla de que no podía exceder la pausa establecida de un minuto. Entonces le interpeló:

– Vuelve al trabajo.

Él la miró con la expresión común a todos los jornaleros africanos: con los ojos ausentes como si no la viera, y el rostro convertido en una superficie obsequiosa especial para ella y los de su clase, que encubría un interior invulnerable y secreto. Bajó los brazos con ademanes lentos y dio media vuelta para ir a beber un poco de agua de una lata de gasolina que guardaban al fresco, bajo un matorral. Ella repitió, levantando la voz:

– He dicho que vuelvas al trabajo. Al oírla, se detuvo, la miró a la cara y contestó en su dialecto, incomprensible para ella:

– Necesito beber.

– No me hables en esa jerga -replicó Mary, buscando con la vista al capataz, que no se veía por ninguna parte. El hombre tartamudeó, en tono sincopado y ridículo:

– Quie…ro…agua.

Una vez dicho esto en inglés, sonrió de repente, abrió la boca y se metió un dedo en ella para señalar la garganta. Mary oyó reír quedamente a los otros nativos que estaban junto al montón de mazorcas. Su risa, bien intencionada, la enfureció; pensó que se reían de ella, cuando lo cierto era que sólo aprovechaban la ocasión para reírse de algo, lo que fuera, en medio de su trabajo, y uno de ellos chapurreando el inglés y metiéndose un dedo hasta la garganta era un motivo de risa tan bueno como cualquier otro.

Sin embargo, la mayoría de blancos creen que es una «impertinencia» por parte de un nativo hablar en inglés. Mary replicó, sofocada por la ira:

– No me hables en inglés -y se interrumpió en seguida.

El hombre se encogió de hombros y sonrió, mirando hacia el cielo, como protestando de que primero le prohibiera hablar en su propia lengua y después en la de ella. ¿Cómo quería que le hablase? Aquella desenfadada insolencia la indignó hasta el punto de dejarla sin habla. Abrió la boca para increparle, pero no pudo proferir una sola palabra. Y vio en los ojos del hombre aquel hosco resentimiento y -lo que era aún peor- un desprecio divertido. Con un ademán involuntario, Mary levantó el látigo y lo blandió contra aquel rostro con fuerza inusitada. No sabía lo que hacía. Se quedó muy quieta, temblando, y cuando le vio aturdido, llevándose la mano a la cara, miró con estupefacción el látigo que sostenía, como si se hubiera desenroscado en el aire por propia iniciativa, sin su consentimiento. Mientras miraba, en la mejilla negra apareció una marca gruesa en la que se concentró una gota de sangre brillante que resbaló por el mentón y fue a caer sobre el pecho del nativo. Era un hombre corpulento, más alto que todos los demás, dotado de un cuerpo magnífico sólo cubierto por un saco viejo atado a la cintura. Mientras le contemplaba, asustada, se le antojó un gigante. Cayó otra gota roja sobre el fornido pecho, que se deslizó hasta el talle. Entonces le vio hacer un movimiento repentino y retrocedió, aterrada, pensando que iba a atacarla. Pero sólo se secó la sangre de la cara con una mano grande y un poco trémula. Mary sabía que todos los nativos estaban como petrificados detrás de ella, observando la escena. Con una voz que sonó áspera por la falta de aliento, repitió:

– Ahora vuelve al trabajo.

Durante un momento, el hombre la miró con una expresión que la aterrorizó; después se alejó con lentitud, cargó con un saco y se unió a la cinta transportadora de nativos. Todos reanudaron el trabajo en silencio. Mary temblaba de terror por la propia acción y por la mirada que había visto en los ojos del hombre.

Pensó: ¿Irá a la policía a denunciar que le he pegado? La idea no la asustaba, sólo la llenaba de ira. La mayor humillación del agricultor blanco es que no está autorizado a pegar a los nativos y, si lo hace, ellos pueden -aunque rara vez lo han hecho- ir a quejarse a la policía. La enfurecía pensar que aquel animal negro tenía derecho a denunciarla, a denunciar la conducta de una mujer blanca. Pero es significativo que no tuviera miedo por ella misma. Si aquel nativo hubiese acudido a la policía, quizá la habrían amonestado, porque era la primera vez, pero lo habría hecho un policía europeo que hacía frecuentes rondas por el distrito y era amigo de los granjeros por haber comido con ellos, pernoctado en sus casas e incluso participado de su vida social. En cambio él, como era un nativo contratado, habría sido devuelto a la granja y Dick no habría hecho la vida fácil a un nativo que hubiera denunciado a su esposa. Tenía a su favor a la policía, los tribunales, las cárceles; y él, sólo a la paciencia. No obstante, la soliviantaba pensar que tuviera derecho a denunciarla; su ira iba dirigida principalmente a los sentimentales y teóricos, a quienes se refería con el pronombre «ellos»; los legisladores y la administración pública, que ponían trabas al derecho natural del agricultor blanco a tratar a sus jornaleros como se le antojara.

Pero mezclada con su ira había una sensación victoriosa, la satisfacción de haber ganado en aquel duelo entre voluntades. Le observó mientras cargaba los sacos, tambaleándose bajo el peso, con los anchos hombros encorvados, y le procuró un gran placer verle sometido de aquel modo. Sin embargo, las rodillas aún le temblaban; podría haber jurado que había estado a punto de atacarla en aquel horrible momento que siguió al latigazo. Pero permaneció allí inflexible, sin traicionar los sentimientos encontrados que embargaban su pecho y manteniendo el rostro tranquilo y severo; y por la tarde volvió, decidida a no ceder terreno en el último momento, aunque temía afrontar durante largas horas aquella antipatía y hostilidad.