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Cuando por fin cayó la tarde y el aire adquirió con rapidez el frío penetrante de las noches de julio y los nativos se dispersaron, recogiendo las latas viejas que se habían llevado para beber, o un abrigo deshilachado o el cadáver de una rata u otro animal del veld, atrapado durante el trabajo y que constituiría su cena, y ella supo que su tarea estaba cumplida, porque Dick ya iría a los campos al día siguiente, sintió que había ganado una batalla. Era una victoria sobre aquellos nativos, sobre sí misma y la repugnancia que le inspiraban, y sobre Dick y su lento e insensato derroche. Había hecho trabajar más a aquellos salvajes que él en toda su vida. ¡Pero si ni siquiera sabía manejar a los nativos!

Sin embargo, aquella noche, al afrontar de nuevo los días vacíos del futuro, se sintió cansada y abatida. Y la discusión con Dick, que había planeado durante días enteros y que le había parecido tan sencilla cuando estaba en los campos, lejos de él, y reflexionaba sobre lo que debía hacerse con la granja sin tenerle a él en consideración, se le antojó de pronto una tarea agotadora. Porque Dick ya se preparaba para tomar las riendas como si el mandato de ella no hubiera significado nada, nada en absoluto. Aquella noche volvía a estar preocupado y absorto y no tenía intención de discutir sus problemas con ella. Mary se sintió ofendida e insultada, porque no quería recordar que durante años había rechazado todas las demandas de ayuda de Dick, por lo que su actitud de aquella noche no era más que el resultado lógico de las sistemáticas negativas de ella a asistirle en su trabajo. Aquella noche Mary comprendió, a medida que el viejo cansancio la invadía y aletargaba sus miembros, que los errores de Dick serían la herramienta con que tendría que trabajar. Tendría que sentarse en su casa como una abeja reina y obligarle a hacer lo que ella quería.

Le concedió una tregua de varios días mientras esperaba que recobrara el color y la piel morena que había palidecido bajo los embates de la fiebre. Cuando le pareció que volvía a ser él mismo, fuerte y sin irritabilidad ni nerviosismo, abordó el tema de la granja.

Un atardecer se sentaron bajo la exigua luz de la lámpara y, a su modo rápido y escueto, le describió con exactitud la marcha de la granja y el dinero que podía sacar de ella, aunque no hubieran fallos ni años adversos. Le demostró de manera irrefutable que jamás saldrían del marasmo en que se encontraban si continuaban como hasta entonces: una diferencia de cien o cincuenta libras más o menos, según las variaciones del clima y de los precios, era todo lo que podían esperar.

Mientras hablaba, su voz se iba haciendo áspera, insistente, colérica. Como él no decía nada y se limitaba a escuchar con semblante preocupado, Mary sacó los libros y respaldó sus aseveraciones con cifras. De vez en cuando él asentía, observando el dedo de ella moviéndose arriba y abajo de las largas columnas de números o deteniéndose para insistir sobre un punto o hacer rápidos cálculos. Mientras la oía proseguir Dick pensaba que no tenía motivos para sorprenderse, ya que conocía su capacidad; ¿acaso no le había pedido ayuda por aquella razón?

Por ejemplo, ahora explotaba las.gallinas a gran escala y ganaba unas libras todos los meses con la venta de huevos y pollos para la mesa; pero todo el trabajo relacionado con aquello parecía terminarse en un par de horas. Aquella renta mensual regular suponía mucho para ellos. Sabía que Mary no tenía casi nada que hacer en todo el día; y, sin embargo, otras mujeres que negociaban con volatería a tan gran escala lo consideraban un trabajo arduo. Ahora analizaba la granja y la organización de los cultivos de un modo que le hacía sentir humilde pero que también le incitaba a defenderse. Por el momento, sin embargo, permaneció silencioso, sintiendo admiración, resentimiento y compasión de sí mismo, aunque la admiración predominaba. Se equivocaba en algunos detalles, pero en conjunto tenía toda la razón; ¡cada una de sus palabras crueles era cierta! Mientras la escuchaba, viéndole apartar los cabellos de los ojos con su habitual ademán de impaciencia, también se sentía ofendido; reconocía la justicia de sus observaciones y no podía ponerse a la defensiva a causa de la imparcialidad de su voz; pero al mismo tiempo aquella imparcialidad le molestaba y hería. Miraba la granja desde el exterior, como una máquina de hacer dinero; así la consideraba; y la criticaba exclusivamente desde aquel ángulo. Por eso le pasaban desapercibidas tantas cosas. No le concedía ningún mérito por su consideración hacia la tierra, por aquellas cuarenta hectáreas de árboles. Y él no podía ver la granja como ella la veía. La amaba, era parte de él. Le gustaba el lento progreso de las estaciones y el complicado ritmo de los «cultivos pequeños» que ella siempre tildaba con desprecio de inútiles. Cuando terminó, sus emociones encontradas le impidieron hablar, y permaneció silencioso, buscando las palabras. Por fin preguntó, con su pequeña sonrisa de derrota:

– Está bien. ¿Qué podemos hacer?

Ella vio la sonrisa y endureció su corazón; era por el bien de ambos; ¡y había vencido! Él había aceptado sus críticas. Empezó a explicar con todo detalle qué era exactamente lo que debían hacer. Le propuso cultivar tabaco; todos sus vecinos lo cultivaban y ganaban dinero. ¿Por qué no ellos? Y en todo lo que decía, en cada inflexión de su voz, había una implicación: que debían cultivar tabaco, hacer el dinero suficiente para pagar sus deudas y dejar la granja en cuanto pudieran.

Cuando él comprendió por fin el objetivo de sus planes, olvidó sus respuestas. Preguntó con voz débiclass="underline"

– Y cuando hayamos ganado todo ese dinero, ¿qué haremos?

Por primera vez ella pareció vacilar y bajó la mirada para no cruzarla con la de Dick. En realidad, no lo había pensado. Sólo sabía que quería el éxito de su marido, que ganase dinero para poder hacer lo que quisieran, abandonar la granja y llevar de nuevo una existencia civilizada. La miseria en que vivían era insoportable y los estaba destruyendo. No era que les faltase comida, sino el hecho de que tuvieran que vigilar hasta el último penique, renunciar a vestidos nuevos y a diversiones y posponer las vacaciones a un futuro indefinido. Una pobreza que permite un pequeño margen para gastos, pero está siempre amenazada por la deuda, que corroe como una conciencia, es peor que pasar hambre. Así era como ella lo veía. Y la atormentaba, porque se trataba de una pobreza impuesta por ellos mismos. Otras personas no habrían comprendido la orgullosa autosuficiencia de Dick. Había muchos agricultores en el distrito, y de hecho en todo el país, que eran pobres como ellos, pero que vivían como querían, acumulando deudas y esperando que la suerte acabara sonriéndoles. (Y, entre paréntesis, hay que admitir que su despreocupación se vio recompensada; con la llegada de la guerra y el boom del tabaco, hicieron fortunas en un solo año, lo cual hizo aparecer a los Turner aún más ridículos.) Y si los Turner hubieran decidido olvidar su orgullo, tomarse unas vacaciones caras y comprar un coche nuevo, sus acreedores, acostumbrados a aquella clase de granjeros, les habrían dado su visto bueno. Pero Dick no podía obrar así. Aunque Mary le odiase por ello, considerándole un estúpido, era lo único de él que aún respetaba: podía ser un débil y un fracasado, pero en aquello, la última ciudadela de su orgullo, permanecía inamovible.

Y por eso no le pedía que olvidase su conciencia y obrara como los demás. Ya entonces se hacían fortunas con el tabaco. Parecía tan fácil. Sí, parecía fácil incluso en aquellos momentos, mientras contemplaba el rostro cansado y triste de Dick, sentado a la mesa frente a ella. Lo único que tenía que hacer era decidirse. ¿Y después? Aquélla era la pregunta de éclass="underline" ¿cuál sería su futuro?