– ¿Y qué hacemos con él? -preguntó Charlie, indicando a Dick Turner con el pulgar. Quería decir: ¿qué papel hará en el juicio?
– Tengo la impresión de que no servirá de mucho -opinó el sargento quien, después de todo, tenía mucha experiencia en muertes, crímenes y locuras.
No, lo importante para ellos era Mary Turner, que había dejado en mal lugar a su bando; pero, como estaba muerta, ni siquiera ella constituía un problema. Lo único todavía pendiente de solución era la necesidad de guardar las apariencias. El sargento Denham entendía de esto; formaba parte de su trabajo, aunque no apareciera en el reglamento, y estaba bastante implícito en el espíritu del país, el espíritu del que él estaba impregnado. Charlie Slatter entendía de esto, nadie mejor que él. Seguían el uno al lado del otro; como movidos por el mismo impulso, el mismo temor, la misma pesadumbre, permanecieron juntos hasta el último momento, antes de abandonar el lugar, dirigiendo a Tony la última advertencia silenciosa, mirándole con gravedad.
Y Tony empezó a comprender. Ahora sabía, por lo menos, que lo que se había dirimido en aquella habitación que acababan de abandonar no tenía nada que ver con el asesinato como tal. El asesinato en sí no era nada. La lucha que se había librado con unas breves palabras -o, mejor, en los silencios entre las palabras- no tenía nada que ver con el significado superficial de la escena. Lo comprendería mucho mejor al cabo de unos meses, cuando se hubiera «acostumbrado al país». Y entonces procuraría olvidar aquella revelación, porque vivir con la segregación racial en todos sus matices e implicaciones significa cerrar la mente a muchas cosas, si quiere uno seguir siendo un miembro aceptado de la sociedad. Pero en el intervalo habría algunos breves momentos en que vería las cosas con claridad y comprendería que en la actitud de Charlie Slatter y del sargento la «civilización blanca» luchaba en defensa propia, una «civilización blanca» que jamás, jamás admitirá que una persona blanca, y en particular, una mujer blanca pueda mantener una relación humana, ya sea para bien o para mal, con una persona negra. Porque una vez ha hecho esta admisión, se desmorona y nada puede salvarla. Por esto no puede de ninguna manera permitirse fallos como el de los Turner.
A causa de aquellos pocos momentos lúcidos y de su confusa intuición, puede decirse que Tony fue aquel día la persona de más responsabilidad entre las presentes. Porque ni al sargento ni a Slatter se les habría ocurrido pensar jamás que pudieran estar equivocados; les mantenía, como en todos sus contactos con la relación entre blancos y negros, el sentimiento de una responsabilidad casi mártir. Sin embargo, también Tony quería ser aceptado por aquel país nuevo. Tendría que adaptarse y, si no lo conseguía, sería rechazado; veía la cuestión con toda claridad, había oído demasiadas veces la frase «acostumbrarse a nuestras ideas» para hacerse ilusiones al respecto. Y, si hubiera actuado de acuerdo con sus ya confusas ideas sobre el bien y el mal, con su sentimiento de que se cometía una monstruosa injusticia, ¿qué diferencia habría supuesto para el único participante de la tragedia que no estaba muerto ni loco? Porque Moses sería colgado sin remedio; había cometido un asesinato, era un hecho evidente. ¿Deseaba acaso continuar luchando a ciegas por un principio? Y de ser así, ¿por qué principio? Si hubiese dado un paso hacia delante, como estuvo a punto de hacer, cuando el sargento Denham subió finalmente al coche y hubiese dicho: «Oiga, no pienso cerrar la boca acerca de esto», ¿qué habría ganado? Es seguro que el sargento no le habría comprendido. Sus facciones se habrían contraído y fruncido su ceño por la irritación y, levantando el pie del pedal del embrague, habría preguntado: «¿Cerrar la boca acerca de qué? ¿Quién le ha pedido que lo haga?» Entonces, si Tony hubiese murmurado algo sobre la responsabilidad, habría dirigido a Charlie una mirada significativa, encogiéndose de hombros. Tony podría haber continuado, haciendo caso omiso del gesto y de la implicación de su error: «Si tiene que echar la culpa a alguien, cargue con ella a la señora Turner. No se puede tener todo. O los blancos son responsables de su conducta o no lo son. En un asesinato de esta clase intervienen dos. Aunque en realidad no se la puede culpar, no pudo evitar ser como era. He vivido aquí, lo cual ninguno de ustedes dos ha hecho y todo el asunto es tan complicado que resulta imposible asegurar quien es el culpable.» A lo que el sargento habría replicado: «Puede usted decir lo que piensa ante el tribunal.» Esto era lo que habría dicho, como si la cuestión no hubiera sido decidida -aunque sin mencionarla explícitamente- sólo diez minutos atrás. «No se trata de dar la culpa a nadie- habría dicho el sargento-. ¿Acaso alguien ha pronunciado la palabra culpa? Pero no se puede negar el hecho de que este negro la ha asesinado, ¿verdad que no?»
Así pues, Tony no dijo nada y el coche policial desapareció entre los árboles. Charlie Slatter lo siguió en su vehículo con Dick Turner. Tony se quedó en el claro, ante la casa vacía.
Entró con lentitud, obsesionado por una imagen nítida que persistía en su mente tras los sucesos de la mañana y que se le antojaba la clave de todo el asunto: la mirada en el rostro del sargento y de Slatter mientras contemplaban el cuerpo: aquella mirada casi histérica de temor y odio.
Se sentó, llevándose las manos a la cabeza, que le dolía mucho; en seguida volvió a levantarse y fue a buscar a un estante polvoriento de la cocina un frasco de farmacia marcado con un marbete que decía «Coñac». Lo apuró de un trago y sintió debilidad en los muslos y rodillas, causada también por la repugnancia que le inspiraba aquella casa pequeña y fea que parecía contener entre sus paredes, e incluso en los ladrillos y cemento, los miedos y el horror del asesinato. Sintió de repente que no soportaría permanecer en ella ni un momento más.
Miró la agrietada hojalata del techo, combada por el sol, el barato mobiliario de tapizado desteñido, el polvoriento suelo de ladrillo cubierto con viejas pieles de animales, y se preguntó cómo habían soportado aquellos dos, Mary y Dick Turner, vivir en un lugar semejante año tras año durante tanto tiempo. ¡Si incluso la cabana de techo de paja donde vivía él en la parte trasera era mejor que esto! ¿Por qué continuaron de aquel modo, sin revestir siquiera los techos? Sólo el calor del lugar ya era suficiente para volverle a uno loco.
Y entonces, con la cabeza un poco confusa (el calor hizo que el coñac le causara efecto en seguida), se preguntó cómo había empezado todo aquello, cuándo se había iniciado la tragedia. Porque a pesar de Slatter y del sargento, seguía creyendo tercamente que las causas del asesinato tenían que buscarse muy atrás y que eran ellas lo más importante. ¿Qué clase de mujer había sido Mary Turner antes de llegar a aquella granja y de que el calor, la soledad y la pobreza le hicieran perder lentamente el equilibrio? Y el propio Dick Turner… ¿cómo era antes? Y el indígena… pero aquí sus pensamientos se atascaron por falta de conocimientos. No podía ni empezar a imaginar cómo era la mente de un nativo.
Pasándose la mano por la frente, intentó con desesperación, y por última vez, conseguir una visión de conjunto que aislara al asesinato de las confusiones y perplejidades de la mañana y lo convirtiera tal vez en un símbolo o una advertencia. Pero fracasó en su empeño. Hacía demasiado calor. Todavía estaba exasperado por la actitud de los dos hombres. La cabeza le daba vueltas. La temperatura de la habitación debía superar los treinta y ocho grados, pensó lleno de cólera, levantándose de la silla y sintiendo que las piernas le fallaban. ¡Y sólo había bebido, como máximo, dos cucharadas de coñac! «Maldito país -pensó, crispado por la ira-. ¿Por qué ha de sucederme esto a mí, por qué he de verme complicado en un maldito y retorcido asunto como éste cuando no he hecho más que llegar? ¡Nadie puede esperar de mí que encima haga el papel de juez, jurado y Dios misericordioso!»