Esto no quiere decir que bebiera hasta el punto de volverse brutal; raramente se emborrachaba como algunos de los hombres que Mary veía fuera del bar y que le inspiraban verdadero terror. Bebía todas las tardes hasta que estaba alegre, un poco aturdido y de buen humor y entonces llegaba a casa y tomaba una cena fría, solo a la mesa. Su mujer le trataba con una indiferencia glacial, reservando sus comentarios desdeñosos para cuando sus amigas iban a la hora del té. Era como si no deseara dar a su marido la satisfacción de saber que le importaba o sentía algo por él, aunque sólo fuera desprecio y burla. Se comportaba como si no estuviera en la casa, y para todos los efectos prácticos, no estaba. Llevaba el dinero, pero no el suficiente, y aparte de aquello era un cero a la izquierda en la casa y lo sabía. Bajo, de cabellos rizados y mates y una cara redonda y arrugada, tenía un aire de jocosidad inquieta y agresiva. Llamaba «señor» a los funcionarios insignificantes que iban a visitarle y gritaba a los nativos que estaban a sus órdenes; trabajaba en el ferrocarril como bombeador.
Además de ser el foco del distrito y el lugar donde su padre se emborrachaba, la tienda era la entidad poderosa e implacable que enviaba facturas a final de mes. Nunca podían pagarse del todo; su madre siempre tenía que suplicar al dueño un mes más de gracia. Sus padres se peleaban por aquellas facturas doce veces al año. Jamás discutían por nada que no fuera dinero; de hecho, su madre solía observar con voz seca que podía haber tenido peor suerte; ser corno la señora Newman, por ejemplo, cargada con siete hijos; ella, al menos, sólo tenía tres bocas que alimentar. Pasó mucho tiempo antes de que Mary captara la relación entre aquellas frases y para entonces sólo quedaba una boca que alimentar, la suya, porque su hermano y hermana murieron de disentería un año más polvoriento de lo normal. Sus padres se unieron en aquella desgracia durante una temporada; Mary recordaba haber pensado «No hay mal que por bien no venga», porque sus hermanos eran mucho mayores que ella y no le servían como compañeros de juegos y su pérdida fue ampliamente compensada por la felicidad de vivir en una casa donde de repente no había peleas y su madre lloraba pero había perdido aquella dura y terrible indiferencia. Sin embargo, la fase no duró mucho. Siempre la recordó como la época más feliz de su infancia.
La familia se mudó tres veces antes de que Mary fuese a la escuela, pero después no podía distinguir entre las diversas estaciones donde había vivido. Recordaba una polvorienta y remota aldea diseminada ante una hilera de arracimados árboles gomíferos, con una plaza de polvo que se arremolinaba y posaba tras el paso de las carretas de bueyes; con un aire perezoso y cálido que resonaba varias veces al día al ritmo del silbido y la tos ronca de los trenes. Polvo y gallinas; polvo, niños y nativos yendo y viniendo; polvo y la tienda… siempre la tienda.
Entonces la enviaron a un internado y su vida cambió. Era extremadamente feliz, tan feliz que temía volver durante las vacaciones al lado de su padre ebrio y su madre amargada y a la casita que parecía una caja de madera construida sobre zancos.
A los dieciséis años dejó la escuela y obtuvo un empleo en una oficina de la ciudad, una de aquellas soñolientas ciudades desperdigadas por el mapa de Sudáfrica como pasas por un pastel. También allí era muy feliz. Parecía haber nacido para la mecanografía, taquigrafía y contabilidad y la cómoda rutina de un despacho. Le gustaba un orden previsible en las cosas y, en especial, la amable impersonalidad de aquel trabajo. Cuando cumplió los veinte años tenía un buen empleo, sus propios amigos y un nicho en la vida de la ciudad. Su madre murió y quedó prácticamente sola en el mundo, ya que su padre había sido trasladado a otra estación, a setecientos kilómetros de distancia. Apenas le veía; estaba orgulloso de ella, pero (lo más importante) la dejaba en paz. Ni siquiera se escribían; no eran de los que escriben cartas. A Mary le complacía haberse deshecho de él. Estar sola en el mundo no le inspiraba ningún terror, al revés, le gustaba. Y perder de vista a su padre equivalía en cierto modo a vengar los sufrimientos de su madre. Nunca se le ocurrió pensar que también su padre debía haber sufrido. «¿Por qué? -habría replicado de haber oído aquella sugerencia-. Es un hombre, ¿no? Puede hacer lo que quiera.» Había heredado de su madre un feminismo árido que no tenía ningún significado en su propia vida, ya que llevaba la existencia cómoda y despreocupada de una mujer soltera en Sudáfrica e ignoraba lo afortunada que era. ¿Cómo podía saberlo? No conocía la situación en otros países, carecía de modelos que la ayudaran a evaluar la suya propia.
Por ejemplo, nunca se le ocurrió pensar que ella, la hija de un simple empleado de ferrocarril y de una mujer cuya vida había sido desgraciada por las presiones económicas hasta el punto de morirse literalmente de amargura, vivía más o menos como las hijas de las familias más ricas de Sudáfrica y podía hacer lo que se le antojaba; casarse, si tal era su deseo, con quien le diera la gana. Estas cosas no le pasaban siquiera por la imaginación. «Clase» no es una palabra sudafricana y su equivalente, «raza», significaba para ella el botones de la empresa donde trabajaba, los sirvientes de otras mujeres y la amorfa masa de nativos que veía por las calles y en los que apenas se fijaba. Sabía (la frase estaba en el aire) que los nativos empezaban a «descararse», pero en realidad no tenía ningún contacto con ellos; estaba fuera de su órbita.
Hasta que cumplió veinticinco años no sucedió nada que alterase su vida cómoda y serena. Entonces murió su padre, con lo cual quedó roto el último vínculo que la unía a una infancia cuyo recuerdo aborrecía. Ya no había nada que la conectara con la sórdida casita sobre zancos, los silbidos de los trenes, el polvo y las pendencias entre sus padres. ¡Nada en absoluto! Era libre, y cuando terminó el funeral y volvió a la oficina, deseó que la vida continuara tal como había sido hasta entonces. Se sentía muy feliz; aquélla era tal vez su única cualidad positiva, porque no poseía ninguna otra que la distinguiera, aunque a los veinticinco años era más bonita de lo que había sido nunca. El simple bienestar la favorecía; era una muchacha delgada que se movía con torpeza, tenía cabellos de tono castaño claro, cortados a la moda, y graves ojos azules y vestía bien. Sus amigos la habrían descrito como una rubia esbelta; su modelo eran las estrellas de cine de apariencia más bien infantil.
Llegó a los treinta años sin que nada cambiara. El día en que los cumplió sintió una vaga sorpresa exenta de la menor desazón -porque no advertía ninguna diferencia-al constatar lo deprisa que pasaban los años. ¡Treinta! Parecía una edad respetable, pero no tenía nada que ver con ella. Sin embargo, no celebró el cumpleaños; lo dejó pasar inadvertido. Se sentía casi ofendida de que pudiera ocurrirle semejante cosa, porque no se diferenciaba en nada de la Mary de los dieciséis años.