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Había sido ascendida a secretaria particular de su jefe y ganaba un buen sueldo. Si hubiese querido, habría podido alquilar un piso y darse la gran vida. Era muy presentable; tenía el aspecto discreto y uniforme de la democracia blanca sudafricana. Su voz era una entre miles: apagada, con cierto sonsonete, escueta. Cualquier otra podía haber llevado sus vestidos. Nada le impedía vivir sola, incluso conducir su propio coche y dar fiestas en pequeña escala. Podría haberse convertido en una persona independiente. Pero aquello iba en contra de su instinto.

Prefería vivir en un club femenino, fundado en realidad para ayudar a mujeres que no ganasen mucho dinero, pero hacía tanto tiempo que residía en él que a nadie se le ocurría pedirle que se fuera. Lo había elegido porque le recordaba el internado y la había entristecido mucho dejarlo. Le gustaba el ir y venir de las chicas, comer en un gran refectorio y encontrar al llegar del cine a una amiga en su habitación con la que charlar un rato. En el Club era una persona de cierta importancia, fuera de lo corriente. Para empezar, era mucho mayor que las otras y había llegado a asumir el papel de una comprensiva tía solterona a quien confiar los propios problemas. Porque Mary no se escandalizaba nunca, ni condenaba, ni contaba chismes. Parecía un ser impersonal, exento de pequeñas preocupaciones. La rigidez de sus modales y su timidez la protegían de muchos celos y rencores. Parecía inmune. Aquélla era su fuerza, pero también una debilidad que ella no habría considerado como tal; la molestaba, casi la repelía, pensar en intimidades, escenas y contactos. Vivía entre todas aquellas chicas jóvenes con un aire un poco distante que proclamaba con idéntica claridad que las palabras: me niego a participar. Pero no tenía la menor conciencia de ello y se encontraba muy feliz en el Club.

Fuera del club femenino y de la oficina, donde también era una persona de cierta importancia a causa de sus muchos años de trabajo en ella, llevaba una vida colmada y activa. No obstante, en algunos aspectos podía llamarse pasiva, porque dependía por completo de otras personas. No era la clase de mujer que da fiestas o es el centro de un grupo; seguía siendo la muchacha a quien «se invita a salir».

Su vida era realmente extraordinaria; las condiciones que la hacían posible están pasando y cuando el cambio sea completo, las mujeres las recordarán como una desaparecida Edad de Oro.

Se levantaba tarde, con el tiempo justo para llegar a la oficina (era muy puntual) pero no para desayunar. Trabajaba con eficiencia, pero a un ritmo pausado, hasta la hora del almuerzo, que tomaba en el Club. Otras dos horas de trabajo por la tarde y estaba libre. Entonces jugaba a tenis o a hockey o nadaba. Y siempre con un hombre, uno de aquellos innumerables hombres que la «sacaban», tratándola como a una hermana: ¡Mary era tan buena compañera! Del mismo modo que parecía tener cien amigas, pero ninguna íntima, tenía (al parecer) cien amigos, que la habían invitado a salir, o que aún la invitaban, o que se habían casado y ahora la invitaban a sus casas. Era amiga de media ciudad. Y al atardecer acudía siempre a fiestas nocturnas que se prolongaban hasta la medianoche, o iba a bailar o al cine. A veces iba al cine cinco noches por semana. Nunca se acostaba antes-de las doce o más tarde. Y así vivió día tras día, semana tras semana, año tras año. Sudáfrica es un lugar maravilloso… para la mujer blanca soltera. Pero ella no cumplía con su misión, porque no se casaba. Pasaron diez años; sus amigas contraían matrimonio; ya había sido dama de honor una docena de veces; los hijos ajenos crecían; y ella seguía siendo tan buena compañera, tan adaptable, tan distante y tan libre de afectos, divirtiéndose con tanto afán como el que ponía en su trabajo y sin estar nunca sola ni por un momento, salvo cuando dormía.

No parecían gustarle los hombres. Solía decir a las chicas: «¡Hombres! Ellos sí que se divierten.» Sin embargo, fuera de la oficina y del club, su vida dependía enteramente de ellos, aunque habría repudiado, indignada, tal acusación. Y en realidad quizá no era tanta su dependencia, porque cuando escuchaba las quejas y desgracias de otras personas, no se refería nunca a las propias. A veces sus amigas se sentían un poco ofendidas y despreciadas. Pensaban confusamente que no era justo escuchar, aconsejar y actuar como una especie de hombro universal para el mundo doliente y no corresponder con algún lamento propio. La verdad era que no tenía quejas. Escuchaba las complicadas historias de los demás con bastante extrañeza e incluso con un poco de miedo, que le inspiraba el deseo de aislarse de todo. Era uno de los fenómenos más raros: una mujer de treinta años sin preocupaciones amorosas, dolores de cabeza, insomnio o neurosis. No sabía lo rara que era.

Seguía siendo «una de las chicas». Si visitaba la ciudad un equipo de cricket y se necesitaban parejas, los organizadores llamaban a Mary. Aquella era su especialidad: adaptarse con sensatez y comedimiento a cualquier ocasión. Vendía entradas para un baile benéfico o actuaba de pareja de baile para un defensa de fútbol con idéntica amabilidad.

Y todavía llevaba el pelo hasta los hombros, como una niña, y vestidos infantiles de color pastel y conservaba sus modales tímidos e ingenuos. Si la hubieran dejado tranquila, habría continuado divirtiéndose a su modo hasta que un día la gente se hubiera dado cuenta de que se había convertido imperceptiblemente en una de esas mujeres que envejecen sin pasar por la madurez: un poco marchita, un poco sarcástica, resistente, sentimental, bondadosa y atraída por la religión y los perros pequeños.

Habrían sido buenos con ella, porque «se había perdido lo mejor de la vida». Pero hay muchas personas que no quieren lo mejor, personas para las cuales lo mejor ha estado emponzoñado desde el principio. Cuando Mary pensaba en el «hogar», recordaba una caja de madera sacudida por el paso de los trenes; cuando pensaba en el matrimonio, recordaba a su padre llegando a casa ebrio, con los ojos inyectados en sangre; cuando pensaba en los niños, veía el rostro de su madre en el funeral de los suyos… angustiado, pero seco y duro como una roca. A Mary le gustaban los hijos de los demás pero temblaba ante la idea de tener hijos propios. Era sentimental en las bodas, pero le repugnaba profundamente el sexo; había habido poca intimidad en su casa y ocurrido cosas que prefería no recordar; hacía muchos años que había puesto todo su empeño en olvidarlas.

Lo cierto era que a veces sentía una inquietud, una vaga insatisfacción que durante unos días agriaba el placer de sus actividades. Por ejemplo, al acostarse tranquilamente después de ver una película, le asaltaba -el pensamiento: «¡Ya ha pasado otro día!» Y entonces el tiempo parecía contraerse y haber transcurrido un período brevísimo desde que abandonara la escuela y viniera a la ciudad a ganarse la vida; y sentía un poco de pánico, como si se hubiera derrumbado bajo sus pies una columna invisible. Pero como era una persona sensata y estaba firmemente en contra de la morbosidad de pensar en uno mismo, se metía en la cama y apagaba las luces. Tal vez se preguntaba, antes de conciliar el sueño: «¿Es esto todo? ¿Será esto todo lo que podré recordar cuando sea vieja?» Pero por la mañana ya lo había olvidado y pasaban los días y volvía a sentirse feliz. Porque no sabía lo que quería. Algo más grande, pensaba con vaguedad, otra clase de vida. Pero aquel estado de ánimo no duraba mucho. Estaba demasiado satisfecha con su trabajo, en el que se sentía eficiente y capaz; con sus amigas, en las que confiaba; con su vida en el Club, que era agradable y gregaria como la vida en una gigantesca y alegre pajarera y donde siempre reinaba la excitación de los compromisos y bodas de otras personas; y con sus amigos, que la trataban como una buena compañera, sin rastro de aquella estupidez del sexo.