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Al verla de pie allí en medio, mirando a su alrededor con expresión perpleja y patética, llevándose las manos a las mejillas como si le doliera algo, Dick se compadeció de ella y la dejó sola para que se desnudara. Mientras se despojaba de la ropa detrás de la cortina, sintió de nuevo una amarga punzada de culpabilidad. No tenía derecho a casarse, ninguno, ninguno. Lo murmuró varias veces, torturándose con la repetición, y cuando golpeó tímidamente la pared y al entrar la vio acostada de espaldas a él, se le acercó con la humilde adoración que era el único contacto soportable para ella.

Mary pensó, cuando todo hubo terminado, que a fin de cuentas no era tan horrible, no tanto como había supuesto. No había significado nada para ella, absolutamente nada. Había esperado un atropello y una imposición y la alivió mucho comprobar que no había sentido nada. Podía conceder maternalmente el don de sí misma a aquel humilde desconocido y permanecer intacta. Las mujeres tienen una extraordinaria habilidad para aislarse de la relación sexual, para inmunizarse contra ella de un modo que hace sentir a los hombres humillados e insultados sin que puedan encontrar nada tangible de qué lamentarse. Mary no tuvo que aprenderlo, porque era algo natural en ella y porque nunca había esperado sentir nada -al menos, nada con aquel hombre, que era de carne y hueso y por lo tanto bastante ridículo- pues no era el imaginado por ella, al que había dotado de manos y labios pero no de cuerpo. Y si Dick se sintió frustrado y desairado, brutal y ridículo, su sentido de culpabilidad le dijo que no era ni más ni menos lo que merecía. ¿Y si en realidad necesitaba sentirse culpable? ¿Y si no era un matrimonio tan malo, después de todo? Hay un sinnúmero de matrimonios en que los dos cónyuges, ambos retorcidos y ruines en lo más recóndito de sí mismos, se complementan porque se hacen mutuamente desgraciados del modo que más les conviene, de la forma exigida por la pauta de sus existencias. En cualquier caso, cuando Dick se volvió para apagar la luz y vio los pequeños zapatos puntiagudos caídos de lado sobre la piel del leopardo que había matado el año anterior, repitió una vez más para sus adentros, con una oleada de satisfacción en su contrita humildad: «No tenía derecho.»

Mary contempló cómo oscilaba al extinguirse la llama de la lámpara, saltando por paredes y techo y por los brillantes cristales de la ventana, y se durmió apretando con gesto protector la mano de él, como podría haber cogido la de un niño al que hubiera lastimado.

Capítulo cuarto

Cuando se despertó, se encontró sola en la cama y oyó sonar un gong en la parte trasera de la casa. Por la ventana vio una tenue luz dorada sobre los árboles y franjas de sol rosado en las blancas paredes que ponían de manifiesto la tosca superficie del encalado. Mientras las contemplaba, su color se intensificó hasta adquirir un amarillo vivo que invadió de oro la habitación y la hizo parecer aún más pequeña,"más baja y más desnuda que la noche anterior a la débil luz de la lámpara. Un momento después Dick volvió en pijama y le tocó la mejilla con la mano para que sintiera el frío del amanecer en su piel.

– ¿Has dormido bien?

– Sí, gracias.

– Ahora mismo traen el té.

Eran corteses y tímidos el uno con el otro, repudiando los contactos de la noche. Él se sentó en el borde de la cama mientras comía galletas. Un nativo entrado en años llevó la bandeja, que colocó sobre la mesa.

– Esta es la nueva ama -le dijo Dick-. Te presento a Samson, Mary.

El viejo criado, con la mirada fija en el suelo, saludó:

– Buenos días, ama. -Y entonces añadió cortésmente, dirigiéndose a Dick, como si fuera algo que se esperase de él-: Muy simpática, muy simpática, amo.

Dick rió y dijo:

– Cuidará de ti; no es un mal granuja.

A Mary le escandalizó aquella actitud condescendiente, pero se calmó al comprender que era todo pura fórmula. Sólo persistió cierta indignación y se dijo para sus adentros: «¿Y quién cree que es él?» Pero Dick no se daba cuenta de nada y era absurdamente feliz.

Bebió de un trago dos tazas de té, fue a vestirse y volvió con camisa y pantalones cortos de color caqui para despedirse antes de marchar a los campos. Cuando se hubo ido, Mary se levantó y miró a su alrededor. Samson limpiaba la habitación donde habían entrado al llegar la noche anterior, reuniendo todos los muebles en el centro, así que Mary pasó por su lado y salió a la pequeña veranda, que era una simple extensión del tejado de chapa, apuntalada sobre tres pilares de ladrillo y rodeada de una pared baja. Había varias latas de gasolina pintadas de verde oscuro, con la pintura rayada y llena de ampollas, en las que crecían geranios y otras plantas de flor. Al otro lado de la veranda había un espacio de arena pálida y luego matorrales bajos y tupidos que descendían hasta el vlei, un valle pantanoso cubierto de hierba alta y brillante. Más allá había más matorrales, vleis ondulados y colinas que, en el horizonte, se convertían en montañas bajas. Vio que la casa estaba construida sobre una altiplanicie de varios kilómetros de extensión, rodeada de una cadena de montañas azules, hermosas y difusas, muy lejanas de la parte delantera de la casa, pero próximas a la parte trasera. Mary pensó que haría mucho calor, porque estaban encerrados. Pero, protegiéndose los ojos con la mano, miró hacia los vleis, que se le antojaron extraños y hermosos con su follaje verde mate, los interminables espacios de hierba leonada que lanzaba destellos dorados bajo el sol y la luminosa bóveda azul del cielo. Sonaba un coro de pájaros, una estridente cascada de sonidos que jamás había oído en parte alguna.

Rodeó la casa para ver la parte posterior y descubrió que era un rectángulo: las dos habitaciones que ya conocía y detrás de ellas la cocina, la despensa y el cuarto de baño. Al final de un corto sendero, disimulado tras un curvado seto de hierba, se veía una estrecha garita que era el retrete. A un lado había el gallinero, rodeado de una gran alambrada y lleno de flacos polluelos blancos, mientras en la explanada de tierra compacta picoteaban unos cuantos pavos. Entró en la casa por detrás, a través de la cocina, que contenía un fogón de madera y una maciza mesa de madera de chaparral que ocupaba la mitad de la habitación. Samson estaba en el dormitorio, haciendo la cama.

Nunca había tenido contacto con nativos en calidad de ama. Le estaba vedado hablar a los criados de su madre; en el club era agradable con los camareros; pero el «problema de los nativos» sólo significaba para ella las quejas proferidas a la hora del té por otras mujeres a propósito de sus sirvientes. Les tenía miedo, por supuesto; todas las mujeres de Sudáfrica son educadas para temerlos. De niña le habían prohibido pasear sola y cuando preguntó por qué, le dijeron con la voz furtiva y baja, pero convencida, que siempre asociaba con su madre, que eran malos y podían hacerle cosas horribles.

Y ahora tendría que afrontar aquella cuestión de luchar con los nativos -daba por sentado que sería una lucha- y se sentía reacia a ello, aunque resuelta a no dejarse dominar… Pero estaba bien dispuesta hacia Samson, que era un nativo viejo y respetuoso, de expresión afable, y que le preguntó cuando la vio entrar en el dormitorio:

– ¿Desea el ama ver la cocina?

Había esperado que Dick le enseñara la casa, pero en vista de que el nativo estaba ansioso por hacerlo, accedió. La precedió hasta la parte trasera, arrastrando un poco los pies descalzos. Allí abrió la despensa: un lugar oscuro, de ventanas altas, lleno de provisiones de todas clases, entre ellas grandes latas de azúcar, harina y maíz.

– El amo tiene las llaves -explicó y a ella le divirtió aquella natural aceptación de una medida preventiva que sólo podía tener un fin: evitar sus hurtos.

Entre Samson y Dick existía un acuerdo perfecto. Dick lo encerraba todo bajo llave, pero sacaba para su uso un tercio más de lo necesario, que Samson se apropiaba sin considerarlo un robo. Sin embargo, no había mucho que robar en casa de un hombre soltero y Samson esperaba que las cosas mejorarían ahora que había una mujer. Con deferencia y cortesía, enseñó a Mary la exigua pila de ropa blanca, los utensilios, el funcionamiento del fogón, el montón de leña de la parte posterior; todo con el aire de un fiel servidor que entrega las llaves al dueño legítimo. También le enseñó, a instancias de ella, el viejo disco de arado que pendía de la rama de un árbol sobre el montón de leña, junto con el cerrojo de hierro oxidado que servía para golpearlo. Era aquello lo que había oído al despertarse por la mañana; lo tocaban a las cinco y media para despertar a los peones del recinto contiguo y de nuevo a las doce y media y a las dos para marcar la pausa de la comida. Era un ruido pesado y penetrante cuyo eco se oía en kilómetros a la redonda entre los chaparrales.

Volvió a la casa mientras el viejo preparaba el desayuno; el canto de los pájaros ya había sido acallado por el creciente calor; a las siete de la mañana Mary ya tenía la frente húmeda y el cuerpo pegajoso.

Dick llegó media hora más tarde, contento de verla, pero preocupado. Fue directamente hacia la parte trasera de la casa y Mary le oyó gritar a Samson en fanagalo*. No entendió una sola palabra. Dick explicó al volver: