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– Ese viejo estúpido ha.soltado otra vez a los perros. Le dije que no lo hiciera.

– ¿Qué perros?

– Cuando no estoy aquí, empiezan a inquietarse y se van solos de caza, a veces durante días enteros; entonces tienen tropiezos en la selva. Los soltó porque es demasiado perezoso para alimentarlos.

Comió en silencio, con el ceño fruncido y una tensión nerviosa entre los ojos. El plantador se había estropeado, un carro había perdido una rueda, habían subido una cuesta en la furgoneta con el freno de mano puesto, por pura desidia. Volvía a estar metido de lleno en sus cosas, soportando las mismas irritaciones y el mismo desaliento frente a una desenfadada incompetencia. Mary no dijo nada; todo era demasiado extraño para ella.

Inmediatamente después del desayuno, cogió el sombrero de la silla y se marchó de nuevo. Mary buscó un libro de cocina y se puso a leerlo ante el fogón. A media mañana regresaron los perros, dos grandes canes cruzados que fueron hacia Samson para pedirle alegremente perdón por su escapada, haciendo caso omiso de ella, la desconocida. Bebieron con avidez, derramando regueros de agua por el suelo de la cocina y después se echaron a dormir sobre las pieles de la habitación principal, oliendo a la carne devorada en la selva.

Cuando hubo terminado sus experimentos culinarios -observados por el nativo Samson con aire de cortés condescendencia- Mary se sentó en la cama con un manual de fanagalo. Por lo visto era lo primero que debía aprender; no podía lograr que Samson la entendiera.

(Fanágalo: Lengua franca muy difundida en Sudáfrica que tiene palabras del inglés, del afrikaan y del zulú)

Capítulo quinto

Mary compró telas floreadas con sus ahorros e hizo fundas de almohadones y cortinas; también compró un poco de ropa blanca, una vajilla de loza y tela para vestidos. La casa fue perdiendo poco a poco el aire de miseria y adquirió cierto atractivo modesto, con cortinas alegres y algunos grabados. Trabajó mucho, buscando la mirada de sorpresa y aprobación de Dick cuando regresaba de los campos y se fijaba en cada novedad. Un mes después de su llegada, recorrió la casa y vio que no podía hacerse nada más. De todos modos, ya no le quedaba más dinero.

Se había adaptado con facilidad al nuevo ritmo. El cambio fue tan total que le parecía ser otra persona. Todas las mañanas se despertaba al oír el disco del arado y tomaba el té en la cama con Dick. Cuando éste se había ido al trabajo, cogía las hortalizas del día. Era tan concienzuda, que a juicio de Samson las cosas habían empeorado en vez de mejorar; ni siquiera podía echar mano de la tercera parte convenida y ella llevaba las llaves de la despensa colgadas del cinturón. A la hora del desayuno ya había terminado las escasas tareas domésticas, excepto la comida, y como Samson era mejor cocinero que ella, no tardó en cederle aquella parte del trabajo casero. Cosía toda la mañana, hasta la hora del almuerzo; cosía también por la tarde, se acostaba inmediatamente después de la cena y dormía toda la noche como un niño.

Durante el primer embate de energía y decisión, llegó a disfrutar de aquella vida, ordenando las cosas y procurando sacar partido de lo poco que tenía. Le gustaban en particular las. primeras horas de la mañana, antes de que el calor la aturdiera y agobiara; le gustaba el nuevo ocio; y le gustaba la aprobación de Dick. Porque su orgullo y afectuosa gratitud por lo que ella hacía (jamás habría creído que su mísera casa pudiera ofrecer aquel aspecto) eclipsaban su paciente desilusión. Cuando Mary veía en su rostro aquella mirada perpleja y dolida, desechaba la idea de cuánto debía estar sufriendo, porque entonces volvía a ser repulsivo para ella.

Una vez hubo hecho todo lo posible por la casa, empezó la confección de sus vestidos, logrando terminar un modesto ajuar. Unos meses después de la boda descubrió que no había nada más que hacer; de repente se encontró desocupada de la mañana a la noche. Desechando por instinto la inacción como algo peligroso, volvió a su ropa interior y bordó todo lo que podía ser bordado. Se pasaba el día sentada, cosiendo y recamando hora tras hora, como si su vida dependiera de ello. Era una buena costurera y los resultados fueron admirables. Dick elogió su obra y se asombró, porque había _temido un período difícil, pensando que no se adaptaría a la vida solitaria. Pero no daba muestras de sentirse sola y parecía muy satisfecha de pasarse el día cosiendo. Él la trataba como a una hermana, porque era un hombre sensible y esperaba que se le acercara por propia iniciativa. Le dolió mucho ver el alivio que ella no era capaz de ocultar ante aquel trato fraternal, pero aún creía que al final cambiaría de actitud.

Los bordados tocaron a su fin y otra vez se encontró de brazos cruzados. Buscó de nuevo alguna ocupación y decidió que las paredes estaban muy sucias. Las enjalbegaría ella misma, para ahorrar dinero. Durante dos semanas, Dick encontró al regresar a su casa todo el mobiliario amontonado en el centro de las habitaciones y cubos de cal en el suelo. Pero era muy metódica; primero terminaba una habitación antes de empezar la siguiente; y mientras él la felicitaba por su destreza y valentía al emprender un trabajo en el que no tenía ninguna experiencia, se sentía al mismo tiempo un poco alarmado. ¿Qué haría con toda aquella capacidad y energía? Verla de aquel modo minaba todavía más su propia seguridad en sí mismo, porque en el fondo sabía que carecía de aquella cualidad. Pronto las paredes adquirieron un deslumbrante blanco azulado, pintadas por la propia Mary hasta el último centímetro, encaramada durante días enteros a una vacilante escalera.

Y entonces descubrió que estaba cansada. Encontró agradable reposar un poco y pasar el rato sentada en el gran sofá, cruzada de brazos. Pero no durante mucho tiempo. Se sentía inquieta, tan inquieta que no sabía qué hacer. Desenvolvió las novelas que había traído consigo y les dio una ojeada. Eran los libros que había seleccionado a lo largo de los años entre los muchos que habían pasado por sus manos. Había leído cada uno de ellos docenas de veces y los sabía de memoria, siguiendo el argumento como un niño sigue los conocidos cuentos de hadas que su madre le recita una y otra vez. En el pasado, su lectura había sido una droga, un narcótico, y ahora, al hojearlos con desgana, se preguntó por qué habrían perdido todo su sabor. Su mente divagaba mientras volvía las páginas con determinación; y se dio cuenta, después de leer durante una hora que no había captado una sola palabra. Desechó el libro y lo intentó con otro, pero el resultado fue el mismo. Durante varios días la casa estuvo sembrada de libros de cubiertas polvorientas y descoloridas. Dick estaba contento; le halagaba pensar que se había casado con una mujer aficionada a la lectura. Una noche cogió uno titulado La hermana dama y lo abrió por la mitad:

«Los emigrantes viajaban hacia el norte, hacia la Tierra Prometida donde jamás podría alcanzarles la mano glacial de los odiados británicos. La columna avanzaba como una serpiente fría por el tórrido paisaje. Prunella van Koetzie caracoleaba sobre su caballo por el perímetro de la columna, con una gorra blanca sobre el delicado rostro perlado de sudor y los apretados tirabuzones. Piet van Koetzie la contemplaba con el corazón palpitando al ritmo del gran corazón manchado de sangre de Sudáfrica. ¿Podría conquistar a la dulce Prunella, que se paseaba como una reina entre aquellos burgueses y mynheers y robustas fraus con sus doecks y veldschoens? ¿Podría? La miraba sin quitarle los ojos de encima. Tant' Anna, mientras servía los koekies y el biltong de la comida con un dock rojo del color de los árboles del kaffir-boom, rió hasta que retemblaron sus rechonchas caderas y dijo para sus adentros: "Esos dos aún formarán pareja."»

Dejó el libro y miró a Mary, que tenía una novela en la falda y la vista fija en el tejado.

– ¿No podemos revestir los techos, Dick? -preguntó, nerviosa.

– Costaría demasiado -respondió él, vacilante-. Tal vez el año próximo, si todo va bien.

Al cabo de unos días Mary recogió los libros y los guardó; no eran lo que necesitaba. Volvió a coger el manual de fanagalo y pasó horas enfrascada en su estudio, practicándolo con Samson en la cocina y desconcertándolo con sus críticas disfrazadas, aunque haciendo gala de una justicia desapasionada y fría.

Samson era cada vez más desgraciado. Estaba acostumbrado a Dick y se comprendían muy bien. Dick solía maldecirle, pero después se reía con él. Aquella mujer no se reía nunca. Pesaba con cuidado el maíz y el azúcar y vigilaba las sobras de su propia comida con una extraordinaria y humillante capacidad para recordar cada patata fría y cada trozo de pan, y preguntaba por ellos si faltaban.

Privado de su existencia relativamente cómoda, se volvió malhumorado. Hubo varias peleas en la cocina y un día Dick encontró a Mary llorando. Sabía que había sacado pasas suficientes para el budín, pero cuando iban a comerlo, apenas había unas cuantas. Y el criado negaba haberlas sustraído…

– Vaya por Dios -exclamó Dick, jocoso-. Pensé que pasaba algo muy grave.

– Pero es que que las ha robado -sollozó Mary.

– Es probable que así sea, pero en el fondo es un granuja simpático.