– Voy a deducirlas de su sueldo.
Dick, desconcertado ante aquel estado emocional, observó:
– Si lo consideras necesario… -Pensó que era la primera vez que la había visto llorar.
Así pues, Samson, que ganaba una libra al mes, vio disminuido su sueldo en dos chelines. Acogió la información con una cara hermética y sombría, sin decirle nada a ella, pero apelando a Dick, quien respondió que debía acatar las órdenes de Mary. Aquella tarde Samson se despidió, alegando que le necesitaban en el kraal. Mary le interrogó sobre el motivo de aquel súbito requerimiento, pero Dick le tocó el brazo en señal de advertencia y meneó la cabeza.
– ¿Por qué no puedo preguntárselo? -inquirió-. Está mintiendo, ¿no?
– Claro que está mintiendo -repitió Dick, irritado-, claro que sí. Pero la cuestión no es ésta. No puedes retenerle contra su voluntad.
– ¿Por qué tengo que aceptar una mentira? -preguntó Mary-. Dime, ¿por qué? ¿Por qué no puede decir con claridad que no le gusta trabajar para mí en vez de contar este embuste sobre su kraal?
Dick se encogió de hombros con impaciencia; no comprendía la razón de que ella insistiera tanto; sabía que tratar a los nativos era un juego, a veces divertido y otras fastidioso, en el que ambos bandos se atenían a ciertas reglas no escritas.
– Te enfadarías si te dijera la verdad -observó con voz grave, pero todavía en tono afectuoso; no podía tomarla en serio, le parecía una niña cuando se comportaba de aquel modo. Y le apenaba realmente la marcha de aquel viejo nativo que había trabajado tantos años para él-. Bueno -añadió, filosóficamente-. Tendría que haberlo previsto y contratado a un criado nuevo desde el principio. Siempre hay problemas en un cambio de dirección.
Mary contempló la escena de la despedida, que se desarrolló en los escalones de la parte posterior, desde el umbral de la cocina. Estaba llena de extrañeza e incluso de repulsión. ¡Dick lamentaba de verdad perder de vista a aquel negro! No comprendía que una persona blanca pudiera sentir algo personal hacia un nativo; convertía a Dick en un ser horrible a sus ojos. Le oyó decir:
– Cuando hayas terminado tu trabajo en el kraal, ¿volverás a trabajar con nosotros? El nativo contestó:
– Sí baas-. Pero ya se había vuelto para irse y Dick entró en la casa abatido y silencioso.
– No volverá -dijo.
– Hay otros criados, montones, ¿no? -respondió ella con hostilidad.
– Sí -asintió él-, muchos.
Pasaron varios días sin que se ofreciera ningún otro cocinero y Mary hacía todas las labores domésticas, que encontró muy pesadas, contra lo que había supuesto, aunque en realidad no había mucho que hacer. Sin embargo, le gustaba estar sola todo el día y ser la única responsable de la casa. Fregaba, barría y sacaba brillo; el trabajo doméstico era algo nuevo para ella; durante toda su vida los nativos lo habían desempeñado en su casa, silenciosos y discretos como si fueran hadas. Como era algo nuevo, disfrutaba haciéndolo. Pero cuando todo estaba limpio y brillante y la despensa rebosaba de comida, se sentaba en el viejo y grasiento sofá de la habitación principal, desplomándose como si no le quedara fuerza en las piernas. ¡Hacía tanto calor! Nunca había imaginado un calor como aquél. El sudor la empapaba durante todo el día; lo sentía resbalar bajo el vestido por las costillas y muslos, como hormigas recorriendo su cuerpo. Solía quedarse inmóvil, con los ojos cerrados, sintiendo el calor abatirse sobre ella desde el tejado de hierro. En realidad era tan fuerte, que habría debido usar sombrero incluso dentro de la casa. Si Dick hubiera vivido siempre en la casa, pensaba, en vez de pasarse los días en los campos, habría instalado techos. No podían ser tan caros. A medida que transcurrían las semanas, empezó a pensar que había obrado de manera insensata al gastar todos sus ahorros en cortinas en vez de haber revestido el tejado. ¿Y si volvía a pedírselo a Dick? Si le explicaba lo mucho que significaba para ella, tal vez se apiadaría y encontraría el dinero. Pero sabía que no podía abordar el tema sin provocar en él aquella expresión atormentada. Porque a aquellas alturas ya se había acostumbrado a aquella expresión. Aunque, en realidad, le gustaba; en el fondo, le gustaba mucho. Cuando le cogía la mano con ternura y se la besaba, lleno de sumisión, y preguntaba con voz implorante: «Querida, ¿me odias por haberte traído aquí?», ella contestaba: «No, querido, ya sabes que no.» Era la única vez que podía usar un epíteto cariñoso, cuando se sentía triunfante y le perdonaba. Su ansia de ser perdonado, su humillación, eran la mayor satisfacción que conocía aunque, al mismo tiempo, le despreciaba por ello.
Así que se sentaba en el sofá, con los ojos cerrados, sufriendo a causa del calor y sintiéndose a la vez dulcemente triste y majestuosa… por su resistencia al sufrimiento.
Y entonces, de improviso, el calor se hizo intolerable. Fuera, en la selva, las cigarras chillaban sin interrupción y a Mary le dolía la cabeza y tenía los miembros pesados y tensos. Se levantaba e iba al dormitorio para examinar su ropa, buscando algo que hacer: un nuevo bordado o una reforma. Repasaba las cosas de Dick por si había algo que zurcir o remendar; pero todo lo que llevaba eran camisas y pantalones cortos y tenía suerte si encontraba a faltar un botón. Sin nada que hacer, erraba hasta la veranda y se sentaba a contemplar los cambios de luces sobre las distantes montañas azules; o se dirigía a la parte trasera de la casa, donde se levantaba la colina compuesta de riscos toscos y gigantes, para ver las ondas de calor despedidas por la piedra candente y los lagartos rojos, azules y esmeraldas que se deslizaban por las rocas como relampagueantes llamas. Hasta que la cabeza empezaba a darle vueltas y tenía que entrar de nuevo en la casa a beber un vaso de agua.
Un día se presentó un nativo en la puerta trasera, solicitando trabajo. Pidió diecisiete chelines al mes. Mary le ofreció dos menos, sintiéndose satisfecha de sí misma por su victoria sobre él. Era un muchacho muy joven, probablemente no había cumplido veinte años, venido directamente de su kraal, demacrado por la larguísima marcha a través de la selva desde su Nyasalandia natal, a centenares de kilómetros de distancia. No la entendía y estaba muy nervioso. Se movía como un autómata, con los hombros rígidos, escuchándola un poco encorvado, con atención, sin desviar de ella la mirada por miedo a perderse la menor indicación. Su servilismo la irritó y le habló con voz dura. Le enseñó la casa, rincón tras rincón, armario tras armario, explicándole, en su ya fluido fanagalo, cómo debía hacer las cosas. Él la seguía como un perro asustado. No había visto nunca platos, cuchillos y tenedores, aunque conocía leyendas de aquellos extraordinarios objetos contadas por amigos que habían servido en casas de blancos. No sabía que hacer con ellos y ella esperaba que supiera distinguir entre una fuente de budín y una para el asado. Se quedó observándole mientras ponía la mesa y no le dejó en paz en toda la tarde, explicando, repitiendo y atosigando. Aquella noche, durante la cena, sirvió mal la mesa y Mary descargó su cólera sobre él, mientras Dick la miraba con inquietud. Cuando el nativo se hubo ido a la cocina, dijo:
– Con un boy nuevo es mejor tomárselo con calma.
– ¡Es que le he enseñado! ¡No una vez, sino cincuenta veces!
– Pero es probable que ésta sea la primera vez que está en casa de una familia blanca.
– No me importa. Le he dicho lo que debía hacer. ¿Por qué no lo hace?
Dick la miró con atención, frunciendo el ceño y apretando los labios. Parecía poseída por la indignación, era otra persona.
– Mary, escúchame un momento. Si te dejas enfurecer por los criados, estás lista. Tendrás que ser un poco más tolerante, menos exigente.
– No rebajaré mis exigencias. ¡Me niego a ello! ¿Por qué tendría que hacerlo? Ya es bastante malo… -Se interrumpió. Había estado a punto de decir-: Ya es bastante malo vivir en una pocilga como ésta…
Él intuyó la frase, bajó la cabeza y se quedó mirando el plato. Pero esta vez no suplicó. Estaba enfadado; no se sentía sumiso ni en posición falsa, y cuando ella insistió: «Le he enseñado a poner la mesa», con voz estridente, colérica y cansada, se levantó y salió afuera; y ella vio la llamarada de una cerilla y la punta encendida de un cigarrillo. ¡Vaya! Conque estaba molesto, ¿eh? ¡Tan molesto que incumplía su norma de no fumar nunca hasta después de la cena! Muy bien, ya le pasaría.
Al día siguiente, durante el almuerzo, el criado rompió un plato a causa de su nerviosismo y Mary le despidió en el acto. Una vez más tuvo que hacer todo el trabajo, y en aquella ocasión se sintió impaciente, reacia a trabajar y culpando al torpe nativo al que había echado sin pagarle nada. Limpió y barnizó mesas y sillas como si estuviera desollando una cara negra. El odio la consumía. Sin embargo, adoptó en secreto la resolución de no ser tan quisquillosa con el próximo boy que se presentara.
El próximo fue muy diferente. Tenía años de experiencia en el servicio de mujeres blancas, que le trataban como si fuera una máquina; y había aprendido a presentar un rostro inexpresivo y a contestar con voz suave y neutral. A todo lo que le decían, replicaba con el mismo «Sí, ama; sí, ama», sin mirarlas a la cara. A Mary la irritaba no encontrar nunca su mirada; ignoraba que parte del código de cortesía nativo era no mirar a los ojos a un superior; y pensó que se trataba de otra muestra de su naturaleza deshonesta y evasiva. Daba la impresión de no estar allí en persona, de ser sólo un cuerpo negro dispuesto a cumplir sus órdenes. Y aquello también la encolerizaba. Le habría gustado tirarle un plato a la cara para que al menos el dolor la tornase humana y expresiva. Pero con aquél fue glacialmente correcta; y aunque no le perdía de vista ni un solo momento y le seguía cuando ya había terminado el trabajo, llamándole si veía la menor mota de polvo o gota de grasa, tenía cuidado de no ir demasiado lejos. Conservaría a aquel boy, se decía a sí misma. Pero no cedía nunca en su férrea voluntad de que hiciera las cosas a su modo, hasta en el menor detalle.