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Dick veía todo aquello con creciente inquietud. ¿Qué le ocurría? Con él parecía estar a gusto, tranquila, casi maternal, pero con los nativos era una arpía. Con objeto de hacerla salir de la casa, le pidió que le acompañara a los campos para verle trabajar. Pensó que si vivía de cerca sus problemas y preocupaciones, se aproximarían más el uno al otro. Además, se encontraba muy solo durante aquellas largas horas recorriendo los campos, vigilando el trabajo de los peones.

Aceptó, indecisa, porque en realidad no deseaba ir. Cuando le imaginaba en el espejismo del calor despedido por la tierra rojiza, junto a los cuerpos malolientes de los peones nativos, era como si pensara en un hombre encerrado en un submarino, que hubiese descendido voluntariamente a un mundo extraño y hostil. Pero cogió el sombrero y le acompañó al coche, obediente.

Durante toda una mañana le siguió de campo en campo, de un grupo de peones al siguiente; pero en su subconsciente no dejaba de pensar que el nuevo criado estaba solo en la casa, quizá cometiendo toda clase de desmanes. Seguro que robaba, aprovechando que ella había vuelto la espalda, ¡y tal vez incluso manoseaba sus vestidos y rebuscaba entre sus objetos personales! Mientras Dick le hablaba con paciencia de terrenos, irrigación y jornales de los nativos, ella continuaba pensando en aquel determinado nativo removiendo sus cosas. Cuando volvió a la hora del almuerzo, lo primero que hizo fue dar un repaso a la casa, buscando huellas de suciedad, y examinar los cajones, que parecían intactos. Pero nunca sabía una a qué atenerse con ellos, ¡eran tan taimados! Al día siguiente, cuando Dick le preguntó si quería acompañarle de nuevo, contestó, nerviosa:

– No, Dick, no iré, si no te importa. Hace tanto calor ahí abajo… Tú ya te has acostumbrado.

Y de verdad estaba convencida de no poder soportar otra mañana con el tórrido sol en el cogote y el resplandor en los ojos, aunque el calor también la agobiaba cuando se quedaba en la casa. Pero al menos allí tenía algo que hacer: vigilar al nativo.

A medida que pasaba el tiempo, el calor se fue convirtiendo en una obsesión. No podía soportar las terribles y sofocantes oleadas que se desplomaban sobre ella desde el techo de hierro. Incluso los perros, normalmente activos, se pasaban el día tumbados en la veranda, cambiando de sitio cuando habían calentado los ladrillos y con la lengua fuera, chorreando saliva y formando con ella pequeños charcos. Mary les oía jadear quedamente o gemir con exasperación a causa de las moscas. Y cuando iban a apoyar las cabezas sobre su rodilla, buscando alivio del calor, los apartaba con brusquedad; los enormes animales, que olían a rancio, eran una molestia continua para ella, metiéndose entre sus piernas cuando iba de un lado a otro por la pequeña casa, dejando pelos en los almohadones y resoplando con ruido mientras se buscaban pulgas cuando ella intentaba descansar. Solía cerrarles la puerta de la casa y a media mañana decía al boy que le llevara al dormitorio una lata de gasolina llena de agua tibia y, tras cerciorarse de que había salido fuera, se desnudaba y, con los pies dentro de una palangana puesta sobre el suelo de ladrillo, se echaba el agua por encima. Las gotas caían con un silbido sobre el ladrillo poroso y seco.

– ¿Cuándo empezará a llover? -preguntó a Dick.

– Oh, todavía falta un mes -respondió él, sorprendido de la pregunta. ¿Acaso no sabía cuándo era época de lluvias? Había vivido en el país más tiempo que él. Pero Mary tenía la impresión de que en la ciudad no había conocido estaciones, por lo menos no como las conocía aquí. Allí había vivido ajena al ritmo del calor, del frío y de la lluvia. Hacía calor, llovía, llegaba el tiempo frío, desde luego; pero era algo ajeno a su persona, algo que sucedía independientemente de ella. Aquí tanto la mente como el cuerpo estaban supeditados al lento movimiento de las estaciones; nunca en su vida había espiado un cielo implacable en busca de signos de lluvia, como hacía ahora en la veranda, escudriñando con ojos entornados las grandes masas de nubes que parecían brillantes cristales de cuarzo navegando por el inmenso espacio azul.

– El agua se acaba muy deprisa -observó Dick un día, con el ceño fruncido.

La traían dos veces por semana del pozo que había al pie de la colina. Mary oía gritos y gemidos, como si alguien estuviera sufriendo una tortura, y salía a la veranda para ver llegar la carreta del agua entre los árboles, tirada por una yunta de lentos y hermosos bueyes que subían con gran esfuerzo la cuesta. El carro consistía en dos bidones cilíndricos atados a un bastidor y la lanza descansaba sobre horquillas sujetas a los cuellos de los grandes y potentes animales. Veía los gruesos músculos tensos bajo la piel y las ramas que cubrían los bidones para mantener fresca el agua. A veces ésta, en un vaivén, se derramaba en un fino surtidor que centelleaba a la luz del sol y los bueyes movían las cabezas y los hocicos al olfatearla. Y todo el tiempo el conductor nativo gritaba y vociferaba, bailando delante de los animales y blandiendo su largo látigo, que se enroscaba y silbaba en el aire sin tocarlos nunca.

– ¿En qué la gastas? -inquirió Dick. Ella se lo dijo y Dick, con el rostro sombrío, la miró escandalizado e incrédulo, como si hubiera cometido un crimen.

– ¿Por qué la desperdicias de este modo?

– No la desperdicio -respondió fríamente Mary-. Tengo tanto calor, que no puedo soportarlo. Necesito refrescarme un poco.

Dick tragó saliva e intentó conservar la calma.

– Escucha -dijo, lleno de cólera, con una voz que no había empleado nunca para dirigirse a ella-, ¡escúchame bien! Cada vez que hago traer agua para la casa, significa apartar de otro trabajo durante toda una mañana a un conductor, dos ayudantes y dos bueyes. Cuesta dinero traer agua. ¡Y tú vas y la tiras! ¿Por qué no llenas la bañera y te metes en ella en lugar de ducharte y tirarla cada vez?

Ella se enfureció; aquello era el colmo. Vivía encerrada allí, sin quejarse, sufriendo toda clase de penalidades, ¡y encima no podía gastar diez litros de agua! Abrió la boca para gritarle, pero antes de que pudiera hacerlo, él ya se había arrepentido de su arrebato y hubo otra de aquellas pequeñas escenas que la consolaban y aliviaban: le pidió perdón, se humilló y ella consintió en perdonarle.

Pero en cuanto se quedó sola, fue al cuarto de baño y miró fijamente la bañera, odiándole todavía por lo que le había dicho. El cuarto de baño había sido construido después de terminar la casa; estaba adosado a ella y tenía paredes de barro (aplicado contra un entramado de palos) y tejado de hojalata. La lluvia había penetrado por entre las junturas del techo, destiñendo el encalado y resquebrajando el barro. La bañera era de zinc, poco profunda y asentada sobre una base de barro seco. El metal había sido brillante en su día; en la superficie arañada y mate podían verse todavía algunos trozos relucientes,'pero a lo largo de los años se había ido formando una patina de grasa y suciedad que ahora, al fregarla, sólo desaparecía en parte. ¡Estaba mugrienta, mugrienta! Mary permaneció contemplándola con repugnancia. Cuando se bañaba, que era sólo dos veces por semana a causa de la molestia y el coste de acarrear el agua, se sentaba con mucho cuidado en un extremo, tocándola lo menos posible y saliendo tan pronto como podía. Allí bañarse era como una medicina que no había más remedio que tomar, no un lujo para ser disfrutado.

Los preparativos para el baño eran increíbles; lloraba, exasperada por la propia ira. Se calentaban en la cocina dos latas de agua, se llevaban al cuarto de baño y se depositaban en el suelo, tras lo cual se cubrían con gruesos sacos de arpillera para mantener el agua caliente; los sacos, al calentarse y despedir vapor, apestaban a moho. Para poder acarrear las latas, habían sido provistas de un asa de madera que estaba grasienta por el uso continuado. No lo soportaré más, se dijo a sí misma, y salió del cuarto asqueada y furiosa. Llamó al boy y le ordenó que fregara la bañera, que la fregara hasta que estuviera limpia. El pensó que se refería a la limpieza habitual y terminó la tarea en cinco minutos. Mary fue a examinarla; estaba igual que antes. Pasó los dedos por el zinc y notó la costra de mugre. Le llamó de nuevo y le dijo que la limpiara a fondo, que siguiera fregándola hasta que toda su superficie brillara de limpia.

Aquello sucedía a las once de la mañana.

Fue un día infortunado para Mary. Por la tarde tuvo su primer contacto con «el distrito» en las personas de Charlie Slatter y de su esposa. Merece la pena explicar con detalle lo acontecido aquel día porque ayuda a comprender muchas cosas; cometió un error tras otro con la cabeza alta y los labios apretados, rígida por el orgullo y la determinación de no demostrar debilidad. Cuando Dick volvió para el almuerzo, la encontró guisando en la cocina, fea sin paliativos, con la cara encendida y los cabellos desgreñados.