Ella le miró, sorprendida; aquel tono era nuevo. Le vio con la mirada fija en el coche de Slatter y era una mirada nostálgica. No echaba de menos a Charlie, que no le resultaba simpático, sino la conversación, la charla masculina que le daba seguridad en sí mismo en sus relaciones con Mary. Se sentía como si le hubieran administrado una inyección de energía; tal había sido el efecto causado en él por aquella hora pasada en la pequeña habitación, los dos hombres en un lado, hablando de sus negocios, y las dos mujeres en el otro, hablando probablemente de vestidos y criados. Porque no había oído una sola palabra de lo que habían dicho la señora Slatter y Mary ni se había fijado en la tensión existente entre las dos.
– Tienes que ir a visitarla, Mary -anunció-. Te dejaré el coche una tarde en que no apriete el trabajo y así pasarás una hora distraída, chismorreando. -Hablaba en tono jovial y animado, con el rostro libre de la habitual preocupación y las manos en los bolsillos.
Mary no comprendió por qué le parecía distante y hostil, pero le irritó aquel superficial resumen de sus necesidades. Y no deseaba en absoluto la compañía de la señora Slatter; no deseaba la compañía de nadie.
– No quiero ir -replicó con pueril terquedad.
– ¿Por qué no?
Pero en aquel momento, el criado apareció en la veranda, a sus espaldas, y les alargó sin pronunciar palabra su contrato de servicio. Quería marcharse; su familia le necesitaba en el kraal. Mary perdió los estribos inmediatamente; su nerviosismo encontró una plausible válvula de escape en aquel exasperante nativo. Dick se limitó a empujarla, como si no fuera nadie, y se fue a la cocina con el boy. Mary oyó quejarse a éste de que había trabajado desde las cinco de la mañana sin tomar alimento, porque a los pocos momentos de haber entrado en su cabaña había vuelto a ser requerido por el gong. No podía trabajar en aquellas condiciones; su hijo estaba enfermo en el kraal y quería ir a su lado sin pérdida de tiempo. Dick, haciendo caso omiso, por una vez, de las reglas no escritas, adujo que la nueva ama no sabía aún llevar una casa pero que aprendería y aquello no volvería a suceder. Hablar de aquel modo con un nativo, rogarle, era contrario a las ideas de Dick sobre las relaciones entre blancos y negros, pero estaba furioso con Mary por su falta de tacto y consideración.
Mary reventaba de ira. ¡Cómo se atrevía a dar la razón al nativo en contra de ella! Cuando Dick volvió a la veranda, la encontró con los puños cerrados y el rostro contraído.
– ¡Cómo te atreves! -exclamó con voz ahogada.
– Si te portas así, tienes que atenerte a las consecuencias -dijo Dick, exasperado-. Es un ser humano, ¿no? Tiene que comer. ¿Por qué ha de fregar la bañera de una sola vez? Puede hacerlo en varios días, si es que tanto significa para ti.
– En mi casa -profirió Mary-. Es mi boy, no el tuyo. No intervengas.
– Escúchame -replicó Dick con frialdad-. Trabajo todo lo que puedo, ¿no? Me paso el día en los campos con esos perezosos y salvajes negros, luchando para lograr que no estén mano a mano. Lo sabes muy bien. No estoy dispuesto a venir a casa para tener siempre las mismas malditas peleas. ¿Me has entendido? No lo toleraré. Y tú aprende un poco de sentido común. Si quieres que trabajen, has de saber tratarles. No debes esperar demasiado; a fin de cuentas, son unos salvajes.- Así habló Dick, que nunca se había parado a reflexionar que aquellos mismos salvajes habían cocinado para él mejor que su esposa, llevado su casa y, en la medida en que ello era posible, procurado para él una existencia cómoda durante años.
Mary estaba fuera de sí. Decidida a herirle, realmente decidida a herirle por primera vez a causa de aquella nueva arrogancia suya, le espetó a la cara:
– Esperas mucho de mí, ¿verdad? -Al borde del desastre, se contuvo, pero no pudo detenerse completamente y, tras un ligero titubeo, continuó-: ¡Esperas demasiado! Esperas que viva como una blanca pobre en este asqueroso agujero tuyo. Esperas que me abrase un poco cada día porque no quieres revestir el tejado… -Estaba hablando con una voz nueva para ella, una voz que no había usado en su vida. La había tomado directamente de su madre durante aquellas escenas en que discutía con su padre sobre dinero. No era la voz de Mary como individuo (a quien, después de todo, no importaba tanto la bañera o que el nativo se fuera o se quedara), sino la voz de la mujer doliente que aspiraba a demostrar a su marido que no quería ser tratada de aquel modo. Le faltaba poco para echarse a llorar, como lloraba su madre en tales ocasiones, con una especie de rabia digna y martirizada.
Dick replicó fríamente, blanco por la cólera:
– Ya te dije cuando nos casamos lo que debías esperar. No puedes acusarme de haberte mentido. Te lo expliqué todo. Y hay esposas de granjeros por todo el país que no viven mejor que tú y no hacen tantos aspavientos. En cuanto a los techos, te los pintas al óleo. Yo he vivido seis años en esta casa y no me he muerto, así que aguántate.
El asombro la dejó sin habla. Nunca la había tratado de aquel modo. Todo su ser se endureció y enfrió contra él; no volvería a ablandarse hasta que le dijera que lo sentía y le pidiera perdón.
– El boy se quedará; ya me he ocupado de ello. Ahora trátale bien y no vuelvas a ponerte en ridículo -añadió Dick.
Ella fue directamente a la cocina, dio al boy el dinero que se le debía, contando los chelines como si quisiera escatimárselos, y le despidió. Entonces volvió, fría y victoriosa. Pero Dick no reconoció su victoria.
– No me haces daño a mí, sino a ti misma -observó-. Si continúas así, nunca encontrarás criados. Pronto conocen a las mujeres que no saben tratar a sus boys.
Preparó la cena ella misma, luchando con el fogón, y después, cuando Dick se hubo acostado temprano, como solía hacer, se quedó sola en la pequeña habitación. Al cabo de un rato se sintió enjaulada y salió a la oscuridad que rodeaba la casa para pasear arriba y abajo del sendero bordeado de piedras blancas que brillaban débilmente en la penumbra, esperando que el aire fresco enfriara sus mejillas ardientes. Sobre las colinas relampagueaba a intervalos regulares; un resplandor rojo marcaba el lugar donde ardía el fuego; la atmósfera era oscura y sofocante. El odio la mantenía en tensión. Entonces empezó a verse a sí misma andando arriba y abajo en la oscuridad, rodeada de los odiados chaparrales, frente a aquella pocilga que él llamaba casa donde ella tenía que hacer todo el trabajo, mientras que pocos meses atrás vivía su propia vida en la ciudad, rodeada de amigos que la querían y necesitaban. Rompió en llanto, dejándose ganar por la autocompasión. Lloró durante horas, hasta que no pudo seguir caminando. Fue a trompicones hasta la cama, sintiéndose maltrecha y derrotada. La tensión persistió entre ellos durante una intolerable semana, hasta que por fin empezaron las lluvias y el aire se enfrió y relajó. Él no le pidió perdón; el incidente no volvió a mencionarse. El conflicto quedó atrás, sin resolver ni aclarar, y prosiguieron como si nada hubiera ocurrido. Pero los había cambiado a los dos. Aunque el autodominio de Dick no duró mucho y pronto volvió a depender de ella y a hablarle siempre en un tono contrito, perduró en él un fondo de resentimiento contra ella. Y Mary, obligada por la vida en común, tuvo que disimular el rencor que sentía hacia él por su comportamiento, y como no era fácil de vencer, lo dirigió hacia el nativo que había despedido e, indirectamente, hacia todos los nativos.
A finales de aquella semana llegó una nota de la señora Slatter invitándoles a una velada.
Dick era reacio a ir porque había perdido la costumbre de las fiestas organizadas y se encontraba a disgusto en las reuniones sociales, pero quería asistir para complacer a Mary. Sin embargo, ésta se negó en redondo a aceptar la invitación y escribió una nota de agradecimiento, diciendo que lo lamentaba mucho, pero…
La señora Slatter les había invitado obedeciendo a un impulso de auténtica amabilidad, porque Mary continuaba inspirándole lástima, a pesar de su obstinado orgullo. Pero la nota la ofendió; parecía copiada de un manual de correspondencia. Aquella clase de formalidad no encajaba en el marco de sencillas relaciones del distrito; enseñó la nota a su marido enarcando las cejas, pero sin decir nada.
– Déjala -aconsejó Charlie Slatter-, ya le bajarán los humos. Tiene muchos pájaros en la cabeza, esto es lo malo; pero un día u otro tendrá que recobrar la sensatez. No es que sea una gran pérdida. Los dos necesitan una buena dosis de sentido común. Turner va por mal camino. [Es tan soñador que ni siquiera se preocupa de distribuir cortafuegos en sus tierras! Y está plantando árboles. ¡Árboles! Tira el dinero plantando árboles cuando aún no ha pagado sus deudas.
En la granja del señor Slatter apenas quedaban árboles. Era un monumento a la agricultura incompetente, llena de hondonadas y hectáreas enteras de tierra fértil desperdiciadas por un uso indebido. Pero hacía dinero, y aquello era lo principal. Le enfurecía pensar que era fácil hacer dinero y aquel estúpido de Dick Turner se entretenía con los árboles. En un impulso de bondad, no exento de exasperación, fue una mañana a hablar con Dick, evitando la casa (porque no quería ver a aquella idiota presumida de Mary) y buscándole en los campos. Pasó tres horas intentando persuadirle de que plantara tabaco en lugar de maíz y cultivos pequeños. Fue muy sarcástico a propósito de estos últimos, las judías, el algodón y el cáñamo que gustaban a Dick. Pero éste se negó a escucharle. Le gustaban sus cultivos, su diversificación, y el tabaco se le antojaba un cultivo inhumano; no era en absoluto agricultura, sino una especie de producto de fábrica, con sus graneros, cobertizos y la obligación de levantarse por las noches para vigilar la temperatura ambiente.