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– ¿Qué hará cuando tenga familia? -inquirió Charlie con brusquedad, fijando en Dick sus pequeños ojos azules.

– Saldré del apuro a mi modo -respondió, obstinado, Dick.

– Está loco -dijo Charlie-, loco. No diga que no se lo advertí y no venga a pedirme nada prestado cuando el vientre de su mujer empiece a hincharse y necesite dinero contante y sonante.

– Nunca le he pedido nada -replicó Dick, ofendido, con el rostro ensombrecido por el orgullo. Hubo un momento de auténtico odio entre los dos hombres. Pero en el fondo se respetaban mutuamente, a pesar de las diferencias de temperamento, tal vez porque compartían la misma vida. Se separaron con bastante cordialidad, aunque Dick no consiguió emular el afectado buen humor de Charlie.

Cuando Slatter se hubo marchado, volvió a la casa, agobiado por la preocupación. La ansiedad y la tensión repentinas le atacaban siempre el estómago y sentía náuseas, pero ocultó el hecho a Mary para no mencionar la causa de su inquietud. Hijos eran lo que necesitaba ahora que su matrimonio era un fracaso y parecía imposible de enderezar. Los hijos les acercarían el uno al otro y derribarían aquella barrera invisible. Pero no podían permitirse el lujo de tenerlos. Cuando había dicho a Mary (pensando que tal vez ansiaba tener uno) que tendrían que esperar, ella había asentido con un suspiro de alivio. A Dick no le pasó desapercibido aquel suspiro. Pero cuando hubieran salido del atolladero, quizá le complacería tener hijos.

Empezó a trabajar con mayor ahínco, a fin de mejorar su situación y hacer posible la llegada de los hijos. Se pasaba el día planeando, soñando y haciendo proyectos mientras supervisaba el trabajo de los peones. Y entretanto, la situación doméstica no mejoraba. Mary no sabía tratar a los nativos; era un hecho incontestable y tenía que aceptarlo. Estaba hecha de aquel modo y no podía cambiar. Los cocineros no le duraban nunca más de un mes, y siempre había escenas y arrebatos de cólera. Dick apretaba los dientes para resistirlo, sintiendo en el fondo que en cierto modo era culpa suya, debido a la existencia difícil que hacía llevar a Mary; pero a veces salía corriendo de la casa, mudo por la irritación. Si por lo menos tuviera algo en qué ocuparse… aquél era el problema.

Capítulo sexto

Un día Mary cogió del mostrador de la tienda un folleto sobre apicultura y se lo llevó a su casa, ambas cosas por casualidad; pero aunque no lo hubiera cogido, no cabe duda de que habría ocurrido lo mismo. Pero fue aquella casualidad lo que le descubrió el verdadero carácter de Dick; como también las palabras que oyó aquel mismo día.

Casi nunca iban a la estación, que se hallaba a diez kilómetros de distancia; enviaban dos veces por semana a un nativo que recogía los víveres y la correspondencia. Salía hacia las diez de la mañana con un saco de azúcar vacío colgado del hombro y volvía al atardecer con el saco repleto, derramando sangre del paquete de carne. Pero un nativo, aunque dotado por la naturaleza con la capacidad de andar largas distancias sin sentir fatiga, no puede cargar con sacas de harina y mazorcas de maíz, de ahí que una vez al mes hicieran el viaje en coche.

Mary había hecho su pedido y visto cómo cargaban las cosas en la furgoneta y ahora esperaba en la larga veranda de la tienda, entre sacos y cajas de embalaje, a que saliera Dick, una vez terminados sus encargos. Cuando salió, un hombre desconocido para ella le detuvo y le interpeló:

– Qué, Jonás, supongo que este año también se te ha inundado la granja, ¿no?

Mary se volvió en redondo a mirar; unos años antes le habría pasado desapercibido el matiz de desprecio de la voz perezosa e insolente. Dick sonrió y contestó en seguida:

– Este año ha llovido a mi gusto y las cosas no van tan mal.

– Conque ha cambiado tu suerte, ¿eh?

– Eso parece.

Dick fue hacia ella sin sonreír, con el semblante crispado.

– ¿Quién era? -preguntó Mary.

– Me prestó doscientas libras hace tres años, justo después de casarnos.

– No me lo habías dicho.

– No quería preocuparte.

Tras una pausa, siguió inquiriendo ella:

– ¿Se las has devuelto?

– Sólo faltan cincuenta libras.

– ¿El año próximo, supongo? -La voz de Mary era demasiado suave, excesivamente considerada.

– Con un poco de suerte, sí.

Vio en el rostro de Dick aquella sonrisa extraña que más bien era una mueca que una sonrisa: una mezcla de autocrítica, lucidez y frustración. Detestaba verla.

Terminaron lo que tenían que hacer: recoger la correspondencia en correos y comprar la carne de la semana. Mientras caminaban por el barro seco, del que no desaparecían los charcos durante toda la estación lluviosa, Mary, protegiéndose los ojos con la mano, se abstuvo de mirar a Dick e hizo animadas observaciones en un tono tenso. Él intentó responder en el mismo tono, que era tan extraño en ambos que aumentó la tensión existente entre los dos. Cuando volvieron a la veranda de la tienda, rebosante de canastas y sacos, Dick tropezó con el pedal de una bicicleta y empezó a maldecir con desproporcionada violencia. La gente se volvió a mirar y Mary siguió caminando, ruborizada. En un silencio total subieron al coche, cruzaron la vía férrea y, después de pasar por correos, tomaron el camino de su casa. Mary aún tenía en la mano el folleto sobre apicultura. Lo había cogido del mostrador porque casi todos los días oía a la hora del almuerzo un retumbante zumbido sobre la casa y Dick le había dicho que era un enjambre de abejas. Mary pensó que podía hacer algún dinero con las abejas. Pero el folleto estaba escrito para las condiciones climáticas inglesas y no le servía de mucho. Lo usó como abanico, para espantar a las moscas que zumbaban en torno a su cabeza y se concentraban después en el techo de lona; habían entrado cuando subieron a la furgoneta con el paquete de carne. Pensó con inquietud en el desdén latente en la voz de aquel hombre, que contradecía todas sus ideas anteriores sobre Dick. Ni siquiera era desdén, sino más bien ironía. Su propia actitud hacia él era fundamentalmente de desprecio, pero sólo hacia su condición de hombre; como hombre hacía caso omiso de él, no le interesaba en absoluto. Pero le respetaba como agricultor; respetaba su implacable actividad, su entrega al trabajo. Creía que pasaba por un necesario período de lucha antes de alcanzar la moderada prosperidad de que gozaban la mayoría de granjeros. En lo relativo a su trabajo, los sentimientos de Mary hacia él eran de admiración, incluso de afecto.

Ella, que antes no profundizaba nunca, ni advertía la inflexión de una frase o una mirada que estuviese en contradicción con lo que se decía, pasó la hora de viaje hasta su casa reflexionando sobre, las implicaciones de la ironía de aquel hombre al dirigirse a Dick. Se preguntó por primera vez si se habría estado engañando. Miraba de reojo a Dick, reprochándose a sí misma no haber notado antes detalles que ahora veía con claridad. Sus manos delgadas, requemadas por el sol, no dejaban de temblar mientras conducía el coche, aunque el temblor fuera casi imperceptible. Se le antojó un signo de debilidad. Los labios estaban demasiado apretados. Iba inclinado hacia delante, agarrado al volante de la furgoneta, oteando el estrecho camino entre los chaparrales como si quisiera vislumbrar su propio futuro.

De regreso en la casa, tiró el folleto sobre la mesa y fue a desempaquetar los víveres. Cuando volvió, Dick estaba absorto en el folleto y no la oyó dirigirle la palabra. Ya se había acostumbrado a aquel ensimismamiento cuando le hablaba; a veces pasaba toda una comida en silencio, sin saber qué comía, dejando el tenedor y el cuchillo antes de vaciar el plato, pensando en algún problema de la granja con el ceño fruncido. Mary había aprendido a no molestarle en tales ocasiones. Se refugiaba en los propios pensamientos o se sumía en su habitual estado de apática indiferencia. A veces pasaban días enteros sin hablarse apenas.

Después de cenar, en vez de ir a acostarse como siempre a las ocho, Dick continuó sentado bajo la lámpara, que oscilaba suavemente y olía a parafina, y empezó a hacer cálculos sobre una hoja de papel. Ella se sentó a observarle, con las manos cruzadas en la falda, su posición característica en los últimos tiempos; permanecía inmóvil hasta que algo la obligaba a moverse. Al cabo de una hora, más o menos, Dick apartó de sí los trozos de papel y se subió los pantalones con un movimiento alegre y juvenil que no le había visto nunca.

– ¿Qué opinas de las abejas, Mary?

– No sé nada de ellas. No es mala idea.

– Mañana iré a ver a Charlie. Su cuñado se dedicó a la apicultura en el Transvaal, según me contó en una ocasión. -Hablaba con una energía nueva; parecía más animado.

– Pero este libro se refiere a Inglaterra -objetó Mary, vacilante. Le parecía una base muy frágil para semejante cambio en él; frágil incluso para una afición como las abejas.

Pero al día siguiente, después del desayuno, Dick se fue a ver a Charlie Slatter. Regresó de mal talante, con el ceño fruncido pero silbando jovialmente. A Mary le impresionó aquel silbido; quizá porque le resultaba tan familiar. Era un truco suyo; hundía las manos en los bolsillos, como un niño, y silbaba con patético desafío cuando ella perdía la paciencia o le increpaba respecto a la casa o la incomodidad del sistema de conducción del agua. Siempre la irritaba sobremanera que no fuera capaz de hacerle frente y discutir cara a cara.