– ¿Qué ha dicho? -preguntó.
– Ha puesto toda clase de inconvenientes, pero el hecho de que su hermano fracasara no quiere decir que a mí haya de ocurrirme lo mismo.
Se marchó a los campos, dirigiéndose instintivamente a la plantación de árboles; eran varias hectáreas de su mejor terreno, en el que había plantado árboles gomíferos dos años atrás. Se trataba de la plantación que tanto irritaba a Charlie Slatter, quizá por un inconsciente sentimiento de culpabilidad porque él nunca devolvía a la tierra lo que tomaba de ella.
Dick solía permanecer largo rato al borde de la plantación, observando cómo soplaba el viento sobre las copas de los jóvenes y brillantes árboles, que se mecían, inclinaban y agitaban sin interrupción. Los había plantado, al parecer, obedeciendo a un impulso, pero en realidad era la realización de un antiguo sueño. Varios años antes de que comprase la granja, una compañía minera había talado todos los árboles del terreno, dejando sólo la hierba y los matorrales. Los árboles ya volvían a crecer, pero en las mil y pico de hectáreas no se veía ni uno solo que no fuera el producto enano y feo de un tronco mutilado. No quedaba un solo árbol sano en la granja. No era mucho plantar cuarenta hectáreas de árboles jóvenes que llegarían a ser gigantes de troncos blancos y rectos; la retribución era escasa, pero se trataba de su rincón favorito. Cuando se sentía más deprimido de lo normal o se había peleado con Mary o quería pensar con claridad, iba a contemplar sus árboles; o paseaba por las largas hileras, entre las ramas jóvenes y gráciles cuyas hojas delicadas y brillantes relucían como monedas. Aquel día reflexionó sobre las abejas hasta que, ya muy tarde, cayó en la cuenta de que no había vigilado el trabajo de la granja y, con un suspiro, dejó la plantación y fue a reunirse con los peones.
Durante el almuerzo no dijo una sola palabra. Estaba obsesionado con las abejas. Por fin explicó a Mary que esperaba ganar más de doscientas libras al año. Aquello la sobresaltó, pues había imaginado que sólo pensaba en unas cuantas colmenas, como una afición lucrativa. Pero era inútil discutir con él; no se puede discutir con cifras y sus cálculos probaban de modo irrefutable que aquellas doscientas libras eran una ganancia segura. Además, ¿qué podía decirle? No tenía experiencia en aquel negocio; sólo desconfiaba por instinto.
Durante más de un mes Dick estuvo absorto en su hermoso ensueño de ricos panales y grandes enjambres de abejas productoras. Construyó veinte colmenas con sus propias manos y plantó media hectárea de una clase especial de hierba junto al lugar destinado a ellas.
Apartó a algunos peones de su trabajo habitual para enviarles al veld en busca de enjambres de abejas y pasó horas todas las tardes, a la dorada luz del crepúsculo, ahuyentando a los enjambres con humo para atrapar a la abeja reina. Le habían dicho que aquel método era el mejor. Sin embargo, muchas abejas murieron y no encontró a las reinas. Entonces empezó a distribuir colmenas por todo el veld cerca de los enjambres que había conseguido localizar, esperando tentarlos, pero ni una sola abeja se aproximó a sus colmenas; tal vez porque eran africanas y no les gustaban las colmenas hechas al estilo inglés. ¿Quién sabe? Desde luego, Dick no lo sabía. Por fin un enjambre se instaló en una colmena, pero no se pueden ganar doscientas libras al año con un solo enjambre. Un día picaron a Dick y por lo visto el veneno le curó de su obsesión. Mary presenció el fin de su ensimismamiento con asombro e incluso con ira, porque había malgastado semanas enteras de tiempo y un montón de dinero._Ello no obstante, su interés por las abejas desapareció de la noche a la mañana. En realidad, la alivió verle reanudar el trabajo normal en los campos; había sido una locura pasajera durante la cual se portó como una persona totalmente distinta.
Pero seis meses después ocurrió algo similar. Mary apenas podía creerlo cuando volvió a encontrarle absorto en la lectura de una revista sobre agricultura que contenía un artículo muy tentador sobre la rentabilidad de los cerdos y le oyó decir:
– Mary, voy a comprar algunos cerdos a Charlie.
– Espero que no vuelvas a las andadas -replicó ella en tono desabrido.
– ¿Qué quieres decir, a las andadas?
– Sabes muy bien lo que quiero decir. Castillos de dinero en el aire. ¿Por qué no te dedicas a tu granja?
– Los cerdos son animales de granja, ¿no? Y Charlie gana mucho dinero con ellos.
Entonces empezó a silbar. Al verle cruzar la habitación para salir a la veranda y escapar de su rostro airado y acusador, Mary pensó que no sólo tenía ante ella a un hombre alto, flaco y encorvado, sino también a un niño caprichoso que intentaba aguantar el tipo aun después de que le echaran un jarro de agua fría para frenar su entusiasmo. Veía claramente a aquel niño, moviendo las caderas y silbando, pero con un aire de derrota en las rodillas y los muslos. Escuchó el silbido atiplado y melancólico que procedía de la veranda y de repente sintió deseos de llorar. Pero, ¿por qué, por qué? Era muy posible que hiciera dinero con los cerdos. Otras personas lo nacían. De todos modos, cifraba sus esperanzas en el fin de la temporada, cuando sabrían a cuánto ascendían sus ganancias. No serían pocas, pues el año había sido bueno y las lluvias propicias para Dick.
Construyó las pocilgas detrás de la casa, entre las rocas de la colina, para ahorrar ladrillos, según dijo; las rocas suministraban parte de las paredes; e hizo servir las más grandes como marco para la estructura de hierba y madera. Explicó a Mary que con aquel método había ahorrado varias libras.
– Pero, ¿no hará demasiado calor aquí? -preguntó ella. Estaban en la colina, entre las porquerizas a medio construir. No era muy fácil trepar hasta allí a causa de las zarzas y malas hierbas que se adherían a las piernas, pinchándolas con púas afiladas como las zarpas de un felino'. Un gran euforbio extendía sus ramas hacia el cielo desde la cumbre de la colina y Dick confiaba en que ofrecería sombra y frescor suficientes. Pero ahora se hallaban a la cálida sombra de las gruesas y carnosas ramas, que tenían forma de vela, y Mary notaba que la cabeza le empezaba a doler. Las rocas no se podían tocar porque quemaban: el sol acumulado durante meses enteros parecía que estaba aprisionado en aquel granito. Miró a los dos perros de la granja, que yacían a sus pies, jadeando, y observó-: Espero que los cerdos no sientan el calor.
– Ya te he dicho que no hará demasiado -insistió él- cuando haya levantado las pantallas de madera y hierba.
– El calor parece salir de la tierra.
– Bueno, Mary, es muy fácil criticar, pero de este modo he ahorrado dinero. No podía invertir cincuenta libras en cemento y ladrillos.
– No era una crítica -se apresuró a responder ella al percatarse del tono defensivo de Dick.
Compró a Charlie Slatter seis cerdos muy caros y los instaló en las pocilgas incrustadas entre las rocas. Pero los cerdos tienen que comer y su comida resulta muy costosa si ha de comprarse en la tienda. Dick tuvo que encargar muchos sacos de maíz y decidió dar a los cerdos toda la leche que producían sus vacas con excepción de la cantidad mínima requerida para el uso doméstico. Mary tenía que ir todas las mañanas a la cocina a separar medio litro de leche para la casa y dejar que el resto se agriara en un recipiente porque Dick había leído en alguna parte que la leche agria contribuía a mejorar la calidad del tocino porque tenía sustancias de las que carecía la leche fresca. Las moscas se apiñaban sobre la blanca costra de la cuajada y toda la casa despedía un olor acre.
Y después, cuando nacieran las crías, y crecieran, sólo sería cuestión de transportarlas y venderlas… Sin embargo, estos problemas no se presentaron porque las crías murieron casi en seguida después de nacer. Dick dijo que era culpa de alguna enfermedad y también de su mala suerte, pero Mary observó secamente que en su opinión había ocurrido porque no les gustaba ser asados antes de tiempo. Dick le agradeció aquella observación macabra porque provocó su hilaridad y salvó la situación. Se rió, aliviado, rascándose la cabeza y subiéndose los pantalones; y en seguida entonó su melancólico silbido. Mary abandonó la habitación con el semblante crispado. Las mujeres que se casan con hombres como Dick aprenden tarde o temprano que sólo tienen dos alternativas: enloquecer, destruirse a fuerza de ataques de fútil rebeldía e indignación, o endurecerse y amargarse. Mary, recordando a su madre cada vez con mayor frecuencia como un sarcástico doble de sí misma, siguió el curso marcado inexorablemente por su educación. Enfurecerse contra Dick se le antojaba un insulto a su orgullo; en su rostro antes agradable, aunque sin forma, empezaron a formarse arrugas de obstinación; pero era como si llevase dos máscaras, contradictorias entre sí; sus labios se adelgazaban y apretaban, pero podían temblar de indignación; el ceño se le fruncía, pero entre las cejas había un trozo de piel sensible y vulnerable que enrojecía con violencia cuando se enfadaba con sus criados. A veces presentaba el rostro ajado de una mujer indomable que había aprendido a esperar lo peor de la vida y otras, el semblante de un histerismo indefenso. Pero todavía era capaz de salir de la habitación en silencio, sin proferir una palabra de crítica.