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Pero resulta peculiar para un forastero que Slatter fuese autorizado a hacerse cargo del asunto, a encargarse de que todo fuera olvidado con un mínimo de comentarios.

Porque no podía haberlo planeado: sencillamente, no dispuso de tiempo. Por ejemplo, cuando los peones de Dick Turner le dieron la noticia, ¿por qué se sentó a escribir una nota al sargento a la estación de policía? No usó el teléfono.

Cualquiera que haya vivido en el campo sabe lo que es un teléfono no automático; uno levanta el auricular después de haber girado la manivela el número de veces requerido y en seguida, clic, clic, clic, puede oír levantarse los auriculares de todo el distrito y sonidos ahogados como una respiración, un susurro, una tos reprimida.

Slatter vivía a ocho kilómetros de los Turner. Los peones le avisaron a él en cuanto descubrieron el cadáver. Y aunque era un asunto urgente, no usó el teléfono, sino que envió una carta personal a Denham por medio de un mensajero nativo que fue en bicicleta a la estación de policía, situada a casi dieciocho kilómetros. El sargento mandó inmediatamente a la granja de los Turner a media docena de policías nativos para que averiguasen lo que pudieran. En cuanto a él, se dirigió primero a ver a Slatter porque la redacción de la carta había excitado su curiosidad. Por esta razón llegó tarde al escenario del crimen. Los policías nativos no tuvieron que ir muy lejos para encontrar al homicida. Después de registrar la casa, echar una ojeada al cadáver y dispersarse por la ladera de la pequeña colina sobre la que se levantaba la granja, vieron a Moses salir de un pisoteado hormiguero delante mismo de sus narices. Se les acercó y dijo (con estas u otras palabras similares): «Aquí estoy.» Le pusieron las esposas y volvieron a la casa a esperar la llegada de los coches policiales. Desde allí vieron aparecer a Dick Turner entre los arbustos próximos a la casa, seguido por dos perros que gemían. Estaba fuera de sí, hablaba de modo incoherente y entraba y salía de los arbustos con las manos llenas de tierra y hojarasca. Le dejaron en paz, pero sin perderle de vista, porque era un hombre blanco, aunque estuviera loco, y los negros, aun siendo policías, no ponen las manos encima de carne blanca.

Lo que sí preguntaron algunos, sin interesarse demasiado, fue por qué se había entregado el asesino. No existían muchas posibilidades de fuga, pero podría haberlo conseguido. Podría haber corrido hasta las montañas y vivido allí oculto una temporada. O escapado a territorio portugués. Sin embargo, el Comisionado Nativo del Distrito manifestó durante una reunión social que el hecho era perfectamente comprensible. Quienquiera que supiese algo sobre la historia del país o hubiese leído las memorias o cartas de los viejos misioneros y exploradores, conocería un poco la sociedad gobernada por Lobengula. Las leyes eran estrictas: todo el mundo sabía lo que podía o no podía hacer. Cuando alquien hacía algo imperdonable, como tocar a una de las mujeres del Rey, se sometía con total fatalismo al castigo, que solía consistir en el empalamiento sobre un hormiguero o una hoguera, o algo igualmente desagradable. «He obrado mal y lo sé -decía-. Por lo tanto, he de ser castigado.» La tradición era afrontar el castigo y no cabía duda de que había algo hermoso en ello. A los comisionados nativos, que tienen que estudiar lenguas, costumbres y otras cosas, se les perdonan las observaciones de esta índole, aunque ningún acto de los nativos debe calificarse de «hermoso». (No obstante, la moda cambia: a veces es permisible ensalzar los viejos hábitos, siempre que se mencione lo depravados que se han vuelto últimamente los nativos.)

Así pues, este aspecto de la cuestión fue desestimado, aunque no sea el menos interesante, porque Moses podía no haber sido un matabele. Estaba en Mashonaland; aunque ya se sabe que los nativos deambulan por toda África. Podía proceder de cualquier parte: territorio portugués, Nyasalandia, Unión Sudafricana. Y ha pasado mucho tiempo desde los días del gran rey Lobengula. Pero es bien sabido que los comisionados nativos tienden a pensar en términos del pasado.

Pues bien, después de enviar la carta a la estación de policía, Slatter se dirigió a la granja de los Turner conduciendo a gran velocidad su lujoso coche americano por las infames carreteras de la región.

¿Quién era Charlie Slatter? Fue él quien desde el principio hasta el fin de la tragedia personificó a la Sociedad para los Turner. Interviene en el relato en media docena de ocasiones; sin él, las cosas no habrían ocurrido tal como ocurrieron, aunque tarde o temprano, de un modo o de otro, los Turner habrían sido igualmente víctimas de la fatalidad.

Slatter había trabajado como dependiente en una tienda de comestibles londinense. Le gustaba decir a sus hijos que, de no haber sido por su energía y carácter emprendedor, ellos correrían aún por los suburbios vestidos con harapos. Conservaba en perfecto estado el acento vulgar de los barrios bajos, incluso después de haber vivido veinte años en África. Un día se le ocurrió una idea: hacer dinero. Y lo hizo. Hizo mucho dinero. Era un hombre tosco, brutal, despiadado y a la vez bondadoso, a su manera y según sus propios impulsos, que no podía evitar hacerse rico. Había cultivado la tierra como si diese vueltas a la manivela de una máquina que expulsara billetes de una libra por el otro lado. Fue duro con su esposa, haciéndole soportar penalidades innecesarias al principio; fue duro con sus hijos hasta que hizo dinero, cuando les dio todo lo que quisieron; y sobre todo fue duro con los peones. Éstos, las gallinas que ponían los huevos de oro, se hallaban todavía en aquel estado en que no conocían otro modo de vivir que produciendo oro para otras personas. Ahora ya se han despabilado, o están empezando a hacerlo. Pero Slatter creía en cultivar la tierra con el látigo, que pendía sobre la puerta de su casa como una divisa: «No te importará matar en caso necesario.» Una vez mató a un nativo en un arrebato de cólera y fue condenado a pagar una multa de treinta libras. Desde entonces reprimió su ira. Los látigos están muy bien para los Slatter de este mundo, pero no tanto para los que carecen de su seguridad en sí mismos. Fue él quien dijo a Dick Turner, hacía ya mucho tiempo, cuando éste empezó a. cultivar la tierra, que debía comprar un látigo antes que un arado o una grada, y aquel látigo, como pronto veremos, no sirvió de nada a los Turner.

Slatter era un hombre bajo, macizo, de brazos gruesos y constitución fuerte. Tenía el rostro ancho y velludo y la expresión astuta, vigilante, un poco taimada. Su mata de cabellos rubios le confería cierto parecido con un presidiario; pero las apariencias le tenían sin cuidado. Sus pequeños ojos azules apenas se veían porque se había acostumbrado a entornarlos después de tantos años bajo el sol de Sudáfrica.

Mientras conducía inclinado sobre el volante, casi abrazado a él en su determinación de llegar cuanto antes a casa de los Turner, sus ojos no eran más que rendijas azules en un rostro crispado. Se preguntaba por qué Marston, el ayudante, que al fin y al cabo era empleado suyo, no había acudido a él con la noticia del asesinato o al menos enviado una nota. ¿Dónde estaría? Su cabaña se hallaba a sólo doscientos metros de la casa. ¿Y si se había acobardado y desaparecido? Charlie pensó que podía esperarse cualquier cosa de aquel determinado tipo de joven inglés. Sentía un desprecio innato hacia los ingleses de expresión blanda y voz no menos blanda, pero no por ello dejaban de fascinarle sus modales y educación. Sus propios hijos, ahora ya mayores, eran caballeros. Le había costado mucho dinero lograr que lo fueran; pero aun así les despreciaba, aunque también estaba orgulloso de ellos. Este conflicto se manifestaba en su actitud hacia Marston: dura e indiferente, pero respetuosa en el fondo. De momento, sólo sentía irritación.

A medio camino notó que el coche se tambaleaba y, profiriendo maldiciones, lo detuvo. Era un pinchazo; no, dos pinchazos. El fango rojo de la carretera contenía fragmentos de vidrio. Su irritación se expresó en un pensamiento apenas consciente: «¡Muy propio de Turner tener cristales en sus caminos!» Pero Turner era ahora necesariamente objeto de una piedad apasionada y protectora y la irritación se concentró en Marston, el ayudante que, según Slatter, podía haber impedido de algún modo aquel crimen. ¿Para qué se le pagaba? ¿Por qué se le había empleado? Pero Slatter era un hombre justo, a su manera y en lo que concernía a su propia raza. Se contuvo y dedicó toda su atención a reparar una rueda y cambiar la otra, trabajando sobre el barro rojizo de la carretera. Tardó tres cuartos de hora y cuando terminó y hubo lanzado hacia los arbustos los trozos de cristal verde del fango, el sudor empapaba su rostro y sus cabellos.

Cuando por fin llegó a la casa vio, al acercarse entre los matorrales, seis relucientes bicicletas que estaban apoyadas contra las paredes. Y frente a la casa, bajo los árboles, a seis policías nativos y entre ellos Moses, con las manos esposadas delante de él. El sol centelleaba en las esposas, en las bicicletas y en el húmedo y abundante follaje. Era una mañana bochornosa y agobiante. En el cielo había un tumulto de nubes descoloridas que ondeaban como una colada sucia. Los charcos del suelo pálido reflejaban el resplandor del cielo.