– ¿Dónde está su viejo? -preguntó con brusca ironía.
– Trabajando… -murmuró Mary.
Él gruñó, suspicaz, pero metió la maleta en su coche, estacionado bajo un gran árbol junto a la carretera. Se sentó ante el volante y ella le siguió, tras luchar con la manecilla de la puerta, mientras él miraba hacia lo lejos, silbando entre dientes; Charlie no creía en mimar a las mujeres prestándoles ayuda. Por fin Mary se sentó a su lado, agarrada a la maleta como si fuera un pasaporte.
– ¿El marido está demasiado ocupado para llevarla a la estación? -inquirió por fin Charlie, volviéndose a mirarla. Ella se ruborizó y afirmó con la cabeza, sintiéndose culpable, aunque sin pensar que colocaba a Dick en una situación falsa; tenía la mente fija en aquel tren.
Charlie pisó el acelerador y el potente coche entró en la carretera rozando los árboles y haciendo chirriar los neumáticos en el polvo. El tren esperaba en la estación, jadeando y goteando agua y no hubo tiempo para hablar. Mary dio brevemente las gracias a Charlie y ya le había olvidado cuando el tren se puso en marcha. Tenía el dinero justo para llegar a la ciudad; no le sobraba ni para un taxi.
Caminó desde la estación, con la maleta a cuestas, por la ciudad que no había visitado desde que la abandonara al casarse; en las escasas ocasiones en que Dick había hecho el viaje, ella se había negado a acompañarle, no queriendo arriesgarse a encontrar a personas conocidas. Cobró nuevos ánimos cuando se halló en las proximidades del Club.
Era un día espléndido, con ráfagas de viento perfumado y un ambiente soleado y alegre. Incluso el cielo parecía distinto, visto entre aquellos edificios tan familiares que se veían nuevos y limpios con sus paredes blancas y tejados rojos. No era la implacable bóveda azul que se curvaba sobre la granja, encerrándola en un ciclo de estaciones inalterables; era de un azul suave y delicado y Mary, en su exaltación, se sintió capaz de echar a volar sobre la acera y flotar en aquella sustancia azul, por fin tranquila y serena. La calle estaba bordeada de bauhinias, cuyas flores rosadas y blancas parecían mariposas posadas entre las hojas. Era una avenida blanca y rosa, limitada por un cielo azul y diáfano. ¡Un mundo diferente! Era su mundo.
En el Club la atendió una matrona nueva quien le dijo que no admitían a mujeres casadas. La miró con curiosidad y aquella mirada destruyó la felicidad repentina e irresponsable de Mary. Había olvidado la norma que excluía a las mujeres casadas, seguramente porque no pensaba en sí misma como tal. Recobró la cordura cuando se fijó en el vestíbulo donde había recibido a Dick Turner tantísimos años atrás; el ambiente, aun siendo el mismo, se le antojó extraño. Todo parecía brillante, ordenado y limpio.
Se dirigió a un hotel y se arregló el peinado en cuanto llegó a la habitación. Entonces fue a pie hasta la oficina. Ninguna de las chicas empleadas allí la conocía… Habían cambiado el mobiliario; la mesa donde ella solía sentarse estaba en otro lugar y se le antojó un insulto que hubieran tocado sus cosas. Miró a las chicas, todas ellas bien vestidas y bien peinadas y por primera vez se le ocurrió pensar que su aspecto no era el de una secretaria. Pero ya era demasiado tarde. La acompañaron al despacho de su antiguo jefe y Mary vio inmediatamente en sus ojos la misma mirada de la mujer del Club. Bajó la vista, se vio las manos morenas y arrugadas y las escondió debajo del bolso. El hombre la observó con atención y de pronto le miró los zapatos, todavía cubiertos de polvo rojizo porque había olvidado limpiarlos. Con expresión afligida pero al mismo tiempo casi escandalizada, le dijo que el puesto ya estaba ocupado y que lo lamentaba mucho, Mary lo consideró otro insulto; había trabajado en aquella oficina durante tantos años que casi era parte de sí misma y ahora no querían readmitirla. «Lo siento, Mary», murmuró él, evitando su mirada, y Mary comprendió que el puesto aún seguía libre y que aquel hombre se la quería sacar de encima. Hubo un largo momento de silencio durante el cual Mary vio esfumarse y desaparecer los sueños de las últimas semanas. Entonces él le preguntó si había estado enferma.
– No -respondió ella con voz neutra.
De regreso en la habitación del hotel, se miró al espejo. Llevaba un vestido de algodón descolorido y era evidente que, en comparación con los de las chicas de la oficina, estaba muy anticuado. Sin embargo, podía pasar. Era cierto que tenía la piel morena y reseca, pero cuando sus facciones se relajaban, no se veían tan distintas de las de antes; sólo había unas pequeñas arrugas blancas que partían de los ojos como finas pinceladas, debidas a la mala costumbre de entornar los ojos. Y su peinado no era muy favorecedor. Pero, ¿acaso creían que había peluquerías en las granjas? Sintió de improviso un furor ciego y vengativo contra el jefe, contra la matrona, contra todo el mundo. ¿Qué esperaban? ¿Que hubiese pasado por todos aquellos desengaños y penalidades sin experimentar el menor cambio? Pero era la primera vez que admitía la posibilidad de un cambio, en ella, no en sus circunstancias. Pensó en ir a un salón de belleza y recuperar por lo menos su aspecto normal; entonces no podrían negarle el puesto que era suyo por derecho propio. Pero recordó que no tenía dinero. Volcó el bolso y encontró media corona y una moneda de seis peniques. No podría pagar la factura del hotel. Superó un momento de pánico y permaneció sentada en una silla apoyada contra la pared, muy quieta, preguntándose qué haría. Pero el esfuerzo requerido para pensar era demasiado grande; tuvo la impresión de afrontar innumerables humillaciones y obstáculos. Parecía estar esperando algo. Al cabo de un rato encorvó el cuerpo y hundió los hombros, en una postura terca y paciente. Cuando oyó unos golpecitos en la puerta, levantó la vista como si los estuviera esperando, y la entrada de Dick no cambió su expresión. Durante unos segundos, no dijeron nada. Entonces él suplicó, extendiendo los brazos:
– Mary, no me abandones.
Ella suspiró, se puso en pie, se ajustó maquinalmente la falda y alisó sus cabellos, como si se preparase para un viaje ya convenido. Al ver su actitud y su rostro, que no expresaba oposición ni odio, sólo resignación, Dick dejó caer los brazos. No habría ninguna escena: aquella actitud la excluía.
Recobrando a su vez la cordura, Dick, igual que hiciera ella, se miró al espejo. Había salido con su indumentaria de trabajo, sin detenerse ni para comer, después de leer la nota que había sido como una puñalada de dolor y humillación. Las mangas s'e ahuecaban en torno a sus brazos flacos y requemados; no llevaba calcetines e iba calzado con viejas botas de cuero. A pesar de todo, y como si hubieran viajado juntos, le propuso ir a almorzar y después al cine, si le parecía bien. Ella pensó que intentaba crear la impresión de que no había ocurrido nada; pero, al mirarle, vio que sus palabras eran una reacción a la actitud adoptada por ella. Al verla alisarse el vestido, con movimientos insistentes y torpes, él añadió que tal vez debería ir a comprarse algo de ropa.
Ella replicó, hablando por primera vez, en su habitual tono incisivo y brusco:
– ¿Con qué dinero?
Ya volvían a estar como antes, ni siquiera el tono de sus voces había cambiado.
Después de comer en un restaurante elegido por Mary porque parecía demasiado distante para ser frecuentado por alguno de sus amigos, volvieron a la granja como si todo fuese normal y su huida una insignificancia que pudiera olvidarse con facilidad.
Pero cuando Mary llegó a la casa y se encontró inmersa en la rutina de siempre, ahora ya sin sueños que la sustentaran, afrontando el futuro con un fatigado estoicismo, se sintió exhausta. Hacer cualquier cosa representaba un tremendo esfuerzo. Era como si el viaje a la ciudad hubiese agotado sus reservas de energía, dejándole la justa para hacer cada día lo que debía hacerse, pero nada más. Aquél fue el principio de su desintegración interior; empezó con aquella apatía, como si ya no pudiera sentir ni luchar.
Y quizá si Dick no hubiera caído enfermo, el fin habría llegado con rapidez, de un modo o de otro. Quizás habría muerto pronto, después de una breve enfermedad, como su madre, simplemente porque no tenía un deseo especial de vivir. O quizás habría vuelto a huir, en otro impulso desesperado, pero con más sensatez que en la ocasión anterior, y aprendido a vivir de nuevo como por su naturaleza y educación estaba destinada a vivir, sola e independiente. Pero en su vida se operó un cambio repentino e inesperado que retrasó un poco el proceso de desintegración. Varios meses después de su huida y a los seis años de matrimonio, Dick cayó enfermo por primera vez.
Capítulo séptimo
Era un junio espléndido, brillante, fresco y sin nubes, la estación del año que más gustaba a Mary: cálida durante el día, pero con cierto frescor en el aire y faltando aún varios meses para que el humo de los fuegos del veld se convirtiera en una bruma sulfurosa que atenuaba los colores de los chaparrales. El aire fresco le devolvía algo de su vitalidad; estaba cansada, sí, pero no era insoportable; se agarraba a los meses fríos como a un escudo que mantuviera a raya al temido letargo del calor que vendría después.
A primera hora de la mañana, cuando Dick se había ido a los campos, paseaba con lentitud por el espacio arenoso de delante de la casa, mirando hacia la alta bóveda azul, fresca como cristales de hielo, de un maravilloso azul claro jamás interrumpido por una sola nube durante meses y meses. El frío de la noche persistía aún en la tierra. Se agachaba para tocarla y tocaba también el tosco ladrillo de la casa, fresco y húmedo al tacto. Más tarde, cuando empezaba a hacer calor y el sol parecía ardiente como en verano, salía a la parte delantera y permanecía bajo un árbol al borde del claro (sin adentrarse nunca en la espesura, que le daba miedo) para refrescarse en su densa sombra. Las gruesas hojas color de aceituna dejaban entre sí rendijas de azul claro y el viento era frío y penetrante. Y luego, de pronto, todo el cielo bajaba como una tupida manta gris y durante unos días reinaba un mundo diferente, salpicado por una lluvia fina, y hacía verdadero frío; tanto, que debía ponerse un suéter y disfrutaba de la sensación de tiritar dentro de él. Pero aquello nunca duraba mucho. Daba la impresión de que en media hora la pesada cortina gris se adelgazaba, dejando transparentar el azul, y el cielo parecía subir, abandonando en el aire capas de nubes medio disueltas y, súbitamente, el cielo volvía a ser alto y azul y los celajes grises habían desaparecido. El sol lucía y deslumbraba, pero no ocultaba ninguna amenaza;.no era el sol de octubre, que minaba con insidia las fuerzas. Había un estímulo en el aire, una incitación y Mary se sentía curada… o casi. Volvía a ser casi la de antes, enérgica y emprendedora, pero cierta cautela en el rostro y en los movimientos indicaba que no había olvidado el regreso del calor. Se entregaba con ternura a aquellos milagrosos tres meses de invierno, cuando el país estaba purificado por el frío. Incluso el veld parecía diferente, encendido durante unas semanas en llamas rojas, doradas y bermejas, antes de que los árboles se convirtieran en sólidas masas de follaje verde. Fue como si aquel invierno hubiera sido enviado especialmente para ella, para inyectarle un chorro de vitalidad, para salvarla de su indefensa apatía. Era su invierno; así lo sentía Mary. Dick lo advirtió; era atento y solícito con ella desde su fuga; porque su regreso le había unido a ella con un vínculo de eterna gratitud. Si hubiera sido un hombre rencoroso, la habría odiado por utilizar un método tan fácil para dominarle, la clase de truco que usan las mujeres para derrotar a los hombres. Pero ni siquiera se le ocurrió. Y, después de todo, la escapada había sido bien espontánea, aunque obtuvo los resultados que habría previsto cualquier mujer calculadora. Era comprensivo y tolerante, reprimía sus arrebatos de cólera y le satisfacía verle cobrar nueva vida, moverse por la casa con más ímpetu y expresar en el rostro una suavidad casi patética, como si se aferrara a un amigo de quien supiera que iba a abandonarla. Incluso le pidió de nuevo que bajara con él a los campos; sentía la necesidad de estar cerca de ella porque abrigaba el temor secreto de que un día volviera a desaparecer mientras él estaba ausente. Porque aunque su matrimonio no funcionaba y no existía una comprensión real entre ambos, se había acostumbrado a la doble soledad en que se transforma cualquier matrimonio, incluso los malos. No podía imaginar volver a una casa donde no estuviera Mary. Incluso sus cóleras contra los criados se le antojaron, durante aquel breve período, una buena señal; estaba agradecido por la vitalidad renovada que se manifestaba en una mayor energía contra los defectos y la holgazanería del boy