Pero se negaba a ayudarle en la granja, y le parecía una crueldad que se lo sugiriera. Allí arriba, en la altiplanicie, incluso con el montón de riscos detrás de la casa, que bloqueaba el paso de los vientos, hacía fresco en comparación con los campos encerrados entre muros de roca y árboles. ¡Allí abajo ni siquiera se sabía cuando era invierno! Incluso ahora, al mirar hacia la depresión, podía verse el calor en oleadas reflectantes sobre terreno y construcciones. No, prefería quedarse donde estaba; no bajaría con él. Dick lo aceptaba, zaherido y humillado como siempre; pero, aun así, más feliz de lo que había sido durante mucho tiempo. Le gustaba contemplarla por la noche, sentada en el sofá con los brazos cruzados, abrigada con el suéter y temblando alegremente de frío, porque aquellas noches el tejado crujía y crepitaba como mil cohetes a causa del brusco cambio entre el ardiente sol del día y las heladas nocturnas. Solía observarla cuando extendía la mano para tocar el hierro gélido del tejado y se sentía impotente y afligido ante aquella muda confesión de lo mucho que odiaba los meses de estío. Incluso empezó a pensar en instalar techos. Sacó en secreto los libros-de contabilidad y calculó cuánto le costarían. Pero la última temporada había sido mala para él; y su impulso de protegerla contra lo que más temía terminó en su suspiro y la decisión de esperar al año próximo, cuando las cosas tal vez fueran mejor.
En una ocasión bajó con él a los campos. Fue cuando le dijo que había helado. Una mañana, antes del amanecer, se detuvo en medio del terreno pantanoso, riendo de alegría al verlo todo cubierto por una película blanca.
– ¡Escarcha! -exclamó-. ¡Quién lo hubiera creído, en este lugar tórrido y desolado!
Recogió un puñado de escarcha y la frotó entre las manos azuladas, invitándole a él a hacer lo propio, compartiendo aquel momento de deleite. Avanzaban con lentitud hacia una relación nueva; estaban más cerca que nunca. Pero fue entonces cuando él cayó enfermo y la nueva ternura que nacía entre ellos y que podría haber crecido hasta adquirir la fuerza suficiente para salvarlos, no era aún lo bastante fuerte para sobrevivir a aquel contratiempo.
Para empezar, Dick no había estado nunca enfermo, a pesar de haber vivido tanto tiempo en un distrito donde la malaria era común. Quizá la había llevado en la sangre durante años sin saberlo. Todas las noches tomaba quinina durante la estación lluviosa, pero no cuando hacía frío. Según él, en alguna parte de la granja debía haber un tronco de árbol lleno de agua estancada, en un lugar lo bastante cálido para que los mosquitos se reprodujeran; o tal vez una vieja lata oxidada en un rincón sombreado donde el sol no pudiera llegar para evaporar el agua. En cualquier caso, semanas después de que fuera lógico esperar un acceso de fiebre, Mary vio a Dick llegar de los campos una tarde, pálido y tembloroso. Le ofreció quinina y aspirina, que él tomó antes de desplomarse sobre la cama, sin probar bocado. Al día siguiente, enfadado consigo mismo y negándose a creer •que estaba enfermo, salió a trabajar como de costumbre, con una gruesa chaqueta de cuero como fútil profilaxis contra los violentos temblores. A, las diez de la mañana, con el sudor dé la fiebre bañándole la cara y el cuello y empapando su camisa, trepó a rastras la colina y se acostó entre mantas, ya medio inconsciente.
Fue un ataque agudo y como no estaba acostumbrado a guardar cama, era un enfermo quejumbroso y difícil. Mary envió una carta a la señora Slatter -aunque detestaba pedirle favores- y horas después Charlie acompañó al médico en su coche; había viajado cuarenta y cinco kilómetros para recogerle. El médico hizo las recomendaciones habituales y, cuando hubo terminado con Dick, dijo a Mary que la casa era peligrosa tal como estaba y debían instalarse mosquiteras. Además, añadió, había que cortar al menos cien metros de matorrales en torno a la casa. El tejado debía ser revestido sin pérdida de tiempo, de lo contrario existía el peligro de que ambos sufrieran una grave insolación. Observó a Mary con mirada penetrante y la informó de que estaba anémica, exhausta y con los nervios de punta y debía pasar cuanto antes tres meses en la costa. Entonces se fue, mientras Mary se.quedaba en la veranda y miraba alejarse el coche con una torva sonrisa. Pensaba, llena de odio, que a los profesionales ricos les resultaba muy fácil hablar. Detestaba a aquel médico, con su tranquila forma de quitar importancia a sus dificultades; cuando ella le había replicado que no podían permitirse el lujo de unas vacaciones, él había exclamado bruscamente: «¡Tonterías! ¿Puede permitirse el lujo de estar realmente enferma?» Y preguntado después cuánto tiempo hacía que no visitaba la costa. ¡No había visto nunca el mar! Sin embargo, el médico comprendió su situación mejor de lo que imaginaba, porque la factura que esperaba con temor no llegó. Al cabo de un tiempo escribió para preguntar cuánto le debía y la respuesta fue: «Pagúeme cuando puedan permitírselo.» El orgullo frustrado la atormentó, pero tuvo que tragárselo; era cierto que no tenían dinero para pagarle.
La señora Slatter envió a Dick un saco de fruta cítrica de su huerto y ofreció su ayuda repetidas veces. Mary agradecía su presencia a sólo siete kilómetros de distancia, pero prefería no llamarla salvo en un caso urgente. Escribió una de sus secas notas para agradecerle la fruta y comunicarle que Dick estaba mejor. Pero no era cierto. Dick seguía en cama, con todo el terror impotente de una persona enferma por primera vez, vuelto de cara a la pared y con una manta cubriéndole la cabeza. «¡Igual que un negro!», exclamó Mary, llena de desprecio por su cobardía; había visto a nativos enfermos yacer de aquel mismo modo, en una especie de apatía estoica. Pero de vez en cuando, Dick se despertaba y preguntaba por los campos. Aprovechaba todos sus momentos de lucidez para preocuparse de las cosas que dejarían de funcionar sin su supervisión. Mary le cuidó como a un niño durante una semana, concienzudamente, pero con impaciencia al verle tan amedrentado. Cuando la fiebre remitió, quedó deprimido y débil, apenas capaz de incorporarse, y después empezó a dar vueltas y a demostrar una gran inquietud por el trabajo de la granja.
Mary vio que deseaba enviarla a la llanura para que vigilara la marcha de los campos, pero que se resistía a sugerirlo. Durante unos días no respondió a la súplica patente en su rostro debilitado y lastimero; sin embargo, al comprender que se levantaría de la cama antes de estar restablecido, dijo que bajaría.