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Tuvo que vencer una violenta repugnancia ante la idea de dirigirse a los nativos de la granja; incluso después de llamar a los perros desde la veranda, con las llaves del coche en la mano, volvió a la cocina para beber un vaso de agua y ya estaba sentada al volante y con el pie en el acelerador cuando se apeó de pronto, con la excusa de que necesitaba un pañuelo. Al salir del dormitorio se fijó en el largo látigo que descansaba sobre dos clavos en el umbral de la cocina, como un adorno; hacía mucho tiempo que no recordaba su existencia. Lo descolgó, se lo enrolló en la muñeca y fue más tranquila hacia el coche, hasta el punto de abrir la puerta trasera y hacer salir a los perros; le molestaba que le respirasen sobre la nuca mientras conducía. Los dejó frente a la casa, gimiendo por el desengaño, y se dirigió a los campos donde se suponía que trabajaban los peones. Sabían que Dick estaba enfermo y no se encontraban allí, sino andando dispersos por el poblado desde hacía días. Mary siguió por el camino lleno de baches y agujeros hasta donde pudo y entonces continuó a pie por el sendero de los nativos, que era duro y liso pero estaba cubierto por una hierba brillante y resbaladiza que la obligó a caminar con precaución. La larga y pálida hierba dejaba puntiagudas agujas en su falda y los matorrales despedían un polvo rojizo que se le adhería a la cara.

El poblado estaba construido en un promontorio del terreno, a casi un kilómetro de la casa. El sistema establecido requería que cada peón nuevo que se presentaba al trabajo dedicara un día no remunerado a la construcción de una cabaña para él y su familia antes de incorporarse a su puesto. Por este motivo había siempre cabañas nuevas y otras vacías y viejas que se desmoronaban lentamente si a alguien no se le ocurría quemarlas. Formaban un núcleo apiñado y ocupaban entre media y una hectárea de extensión; más que edificios levantados por el hombre, parecían accidentes naturales del terreno. Era como si una gigantesca mano negra, extendida desde el cielo, hubiera cogido un puñado de palos y hierba para distribuirlos mágicamente sobre la tierra en forma de cabañas. Los techos eran de hierba y las paredes de troncos unidos con barro; tenían puertas bajas, pero no ventanas. El humo de los fuegos encendidos en el interior se filtraba por entre la hierba o flotaba frente a las puertas, por lo que todas daban la impresión de estar ardiendo por dentro. Entre ellas había trozos de tierra mal cultivada en la que crecía el maíz, y los tallos de la calabaza se arrastraban por doquier, entre plantas y matorrales, trepando por paredes y tejados, salpicados de grandes calabazas de color ambarino que destacaban entre las hojas. Algunas empezaban a pudrirse y rezumaban un líquido apestoso de color rosa, cubierto de moscas. Las moscas estaban por todas partes; zumbaban en nubes alrededor de la cabeza de Mary mientras caminaba y se concentraban en torno a los ojos de la docena de niños negros, la mayoría desnudos y con vientres protuberantes, que la observaban pasar sorteando los tallos de calabaza y las plantas del maíz. Los perros de los nativos, con las costillas asomando bajo la piel, enseñaban los dientes y retrocedían. Las mujeres, envueltas en sucias telas de la tienda o desnudas hasta la cintura, enseñando los pechos negros, colgantes y fláccidos, contemplaban desde los umbrales con expresión de asombro su extraña aparición, comentando entre ellas, riendo y haciendo groseras observaciones. Había algunos hombres; al mirar hacia las puertas vio unos cuerpos agazapados que dormían; otros se agrupaban en cuclillas, hablando. Pero Mary no tenía idea de cuáles eran los peones de Dick y cuáles los que se encontraban allí simplemente de visita o de paso hacia otro lugar. Se detuvo ante uno de ellos y le dijo que llamara al capataz, el cual no tardó en salir de una de las mejores cabañas, cuyas paredes estaban adornadas con pinturas de arcilla amarilla y roja. Tenía los ojos inyectados en sangre; se veía que había bebido.

Le ordenó en fanagalo:

– Reúne a los peones en los campos dentro de diez minutos.

– ¿El amo está mejor? -preguntó él con hostil indiferencia.

Haciendo caso omiso de la pregunta, Mary observó:

– Puedes decirles que deduciré dos chelines y seis peniques del sueldo de todos los que no estén trabajando dentro de diez minutos.

Levantó la mano y señaló el reloj de pulsera, indicándole el intervalo de tiempo.

El hombre escuchó en postura indolente y encorvada, incómodo por su presencia; las mujeres miraban y reían; los niños sucios y desnutridos se agolparon en torno a ella, cuchicheando; los perros hambrientos acechaban entre los tallos rastreros y el maíz. Mary odiaba el lugar, en el que no había estado nunca antes. «¡Asquerosos salvajes!», pensó con ansia vengativa. Miró directamente a los ojos enrojecidos, nublados por la cerveza, del hostil capataz y repitió:

– Diez minutos. -Entonces dio media vuelta y se fue por el tortuoso sendero entre los árboles, oyendo a los nativos salir de sus chozas.

Esperó sentada en el coche, junto al campo donde sabía que debían cosechar el maíz. Al cabo de media hora llegaron algunos hombres, entre ellos el capataz. Una hora después sólo se había presentado la mitad de los jornaleros; algunos se habían ido de visita a poblados vecinos, sin autorización, y otros yacían borrachos en sus cabañas. Mary llamó al capataz y apuntó los nombres de los ausentes, escribiéndolos con su caligrafía grande y torpe en un pedazo de papel, luchando con los extraños grupos de letras. Permaneció allí toda la mañana, vigilando la hilera de peones entregados al trabajo, con el sol martilleándole la cabeza a través del viejo toldo de lona. Apenas hablaban. Trabajaban de mala gana, en un hosco silencio; Mary sabía que era porque detestaban ser vigilados por una mujer. Cuando el gong anunció la pausa para el almuerzo, subió a la casa y contó lo ocurrido a Dick, minimizándolo para que no se preocupara. Después del almuerzo bajó de nuevo y, cosa extraña; sin repugnancia hacia aquel trabajo que había rehuido durante tanto tiempo. La nueva responsabilidad y la sensación de medir sus fuerzas con la granja le servían de estímulo. Esta vez paró el coche en medio de la carretera, porque los nativos ya avanzaban hacia el centro del campo, donde el alto maíz de color dorado pálido cubría sus cabezas y ella no podía verles desde fuera del coche. Arrancaban las pesadas mazorcas y las metían en sacos que llevaban atados a la cintura, seguidos por otros que cortaban los tallos y los ordenaban en pequeñas pirámides que salpicaban irregularmente el campo. Mary les siguió, deteniéndose entre los rastrojos, sin dejar de vigilarles. Todavía llevaba enroscado a la muñeca el largo látigo de cuero, que le infundía una sensación de autoridad y valor para afrontar las oleadas de odio que llegaban hasta ella desde las hileras de nativos. Mientras caminaba incansable junto a ellos, con el tórrido sol quemándole la cabeza y el cuello y entumeciendo sus hombros, empezó a comprender por qué Dick podía resistir aquello día tras día. Era difícil permanecer dentro del coche con el calor filtrándose a través del techo; y algo muy diferente moverse entre los peones, siguiendo el ritmo de sus movimientos, concentrados en el trabajo. A medida que transcurrían las largas tardes, Mary contemplaba con una especie de atento estupor las espaldas negras encorvarse y enderezarse "y los músculos resbalar como cuerdas bajo la polvorienta piel. La mayoría llevaba taparrabos de tela descolorida; algunos, pantalones cortos de color caqui; pero casi todos iban con el torso desnudo. Eran hombres delgados y bajos, interrumpido su desarrollo por una nutrición deficiente, pero musculosos y robustos. Mary era ajena a todo lo que no fuera aquel campo, el trabajo a realizar, el grupo de nativos. Olvidó el calor, el sol implacable, la luz deslumbradora. Miraba las manos negras arrancando mazorcas y juntando los tallos dorados y no pensaba en nada más. Cuando uno de los hombres se detenía un momento para descansar o secar el sudor que le entraba en los ojos, esperaba un minuto de su reloj y le gritaba que volviese al trabajo. Él se volvía lentamente a mirarla y volvía a inclinarse sobre el maíz con movimientos cansinos, como en muda protesta. Ella ignoraba que Dick les había acostumbrado a un descanso general de cinco minutos cada hora; sabía por experiencia que de aquel modo rendían más; pero a ella se le antojaba una insolencia y un desacato a su autoridad que se detuvieran, sin permiso, para enderezar la espalda o secarse el sudor. Les obligaba a trabajar hasta que se ponía el sol, hora en que volvía a la casa satisfecha consigo misma y ni siquiera cansada. Se sentía animada y ágil, balanceando al andar el látigo que pendía de su muñeca.

Dick yacía acostado en la habitación de techo bajo, tan fría en los meses de invierno cuando caía la tarde como caliente en verano; estaba ansioso e inquieto, furioso contra su impotencia. No le gustaba que Mary bregara todo el día con los nativos; no era trabajo para una mujer. Y además, no sabía tratarlos y había escasez de mano de obra. Pero sintió alivio y se tranquilizó cuando ella le dijo que el trabajo iba progresando. No le habló de lo mucho que detestaba a los nativos ni de cómo la afectaba la hostilidad casi palpable que intuía en ellos; sabía que Dick tendría que permanecer en cama bastantes días más y que ella debía cumplir con su deber tanto si le gustaba como si no. Y en realidad, le gustaba. La sensación de tener a sus órdenes a unos ochenta jornaleros negros le infundía una confianza nueva; la estimulaba doblegarles bajo su férula y obligarles a hacer su voluntad.