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Al finalizar la semana fue ella quien se sentó a la mesa pequeña de la veranda, entre las macetas de plantas, mientras los peones esperaban fuera, bajo tos árboles, para cobrar el jornal, que se pagaba mensualmente.

Atardecía, las primeras estrellas ya habían hecho su aparición en el cielo; sobre la mesa había un quinqué cuya llama baja y exigua parecía un pájaro triste prisionero en una jaula de cristal. El boy, en pie a su lado, iba llamando uno por uno los nombres de la lista. Cuando les tocó el turno a los que habían desoído su llamada el primer día, les dedujo media corona, entregándoles el resto en plata; el sueldo medio era de unos quince chelines al mes. Se oyeron murmullos de queja entre los nativos; y como la protesta amenazaba con generalizarse, el capataz se acercó al muro bajo y empezó a discutir con ellos en su lengua. Mary sólo comprendía algunas palabras, pero no le gustó la actitud y el tono de aquel hombre, que parecía exhortarles a aceptar su mala suerte y no les reñía, como habría querido hacer ella, por su negligencia y pereza. Al fin y al cabo, no habían hecho nada durante varios días. Y si quería cumplir su amenaza, tenía que deducirles a todos dos chelines y seis peniques, porque ninguno la había obedecido, apareciendo en el campo mucho después de los especificados diez minutos. Ellos habían faltado a su deber; ella tenía razón; y el capataz debía decirles aquello, en lugar de discutir y encogerse de hombros e incluso reír en un momento dado. Por fin se volvió hacia ella y le dijo que estaban descontentos y reclamaban lo que les pertenecía. Mary replicó con brevedad y contundencia que les había dicho que deduciría aquella cantidad y que pensaba cumplir su palabra. No cambiaría de opinión. Enfadada de repente, añadió, sin reflexionar, que quienes no estaban de acuerdo podían marcharse. Continuó ordenando los pequeños montones de billetes y monedas de plata, sin hacer caso de la tormenta de voces desencadenada bajo los árboles. Algunos se fueron al poblado, aceptando la situación. Otros esperaron en grupo hasta que les hubo pagado a todos y entonces se acercaron al muro. Uno por uno hablaron al boy, diciéndole que querían marcharse. Mary se asustó un poco, porque sabía lo difícil que era conseguir mano de obra y que se trataba de la máxima preocupación de Dick. No obstante, incluso mientras volvía la cabeza para escuchar los movimientos de Dick en la cama, separado de ella por el grosor de una pared, siguió rebosando decisión y resentimiento, porque esperaban ser pagados por un trabajo que no habían hecho, abandonándolo para ir de visita cuando Dick estaba enfermo; y sobre todo, porque no habían ido a los campos en aquel intervalo de diez minutos. Se volvió hacia el grupo y dijo que los nativos contratados no podían marcharse.

Estos últimos habían sido reclutados por el equivalente sudafricano de la antigua patrulla de reclutamiento: hombres blancos que acechan a las bandas migratorias de nativos que salen a las carreteras en busca de trabajo, los hacinan en grandes camiones, a menudo contra su voluntad (persiguiéndoles a veces por la espesura durante kilómetros si intentan escaparse), les engañan con promesas de buenos empleos y por fin los venden a los agricultores blancos a cinco libras o más por cabeza y por un contrato de un año.

Mary sabía que algunos de ellos huirían de la granja durante los próximos días y unos cuantos no serían recuperados por la policía porque cruzarían la frontera por las colinas y ya no volverían. Pero no se dejaría acobardar por el temor de que se fueran o por los problemas de mano de obra de Dick; moriría antes que mostrarse débil. Les dijo que se fueran a sus casas, usando a la policía como amenaza. A. los demás, que trabajaban por meses y que Dick retenía con una mezcla de adulación y jocosas amenazas, les dijo que podrían marcharse a fin de mes. Les habló directamente -no por medio del capataz- en tonos claros y glaciales, explicando con admirable lógica que estaban equivocados y que ella tenía razón al actuar de aquel modo. Terminó con una breve homilía sobre la dignidad del trabajo, que es una doctrina inculcada hasta la médula de los huesos en cada sudafricano blanco. Nunca servirían para nada, añadió (hablando en fanagalo, que muchos de ellos no comprendían, ya que acababan de salir de sus kraals), si no aprendían a trabajar sin supervisión, por amor a la tarea encomendada, y a obedecer las órdenes sin pensar en el dinero que cobrarían por su trabajo. Era aquella actitud la que había dignificado al hombre blanco, que trabajaba pqrque era su deber, porque trabajar sin recompensa probaba la valía de un hombre.

Las frases de aquella pequeña conferencia le afluían a los labios con naturalidad; no tenía que rebuscarlas en su mente. Las había oído con tanta frecuencia en boca de su padre, cuando sermoneaba a los criados nativos, que le salían con facilidad de la parte del cerebro que almacenaba sus más viejos recuerdos.

Los nativos la escuchaban con la expresión que ella calificaba de «descarada». Estaban enfadados y de mal humor y oían las palabras inteligibles de su discurso sin prestar atención, simplemente esperando a que terminara.

Entonces, haciendo caso omiso de sus protestas, que brotaron en cuanto dejó de hablar, se levantó con un gesto de despedida, levantó la pequeña mesa a cuya superficie estaban clavadas las bolsas de dinero y entró con ella en la casa. Al cabo de un rato les oyó marcharse, hablando y gruñendo en voz baja, y al mirar a través de las cortinas vio sus cuerpos oscuros mezclarse con las sombras de los árboles antes de desaparecer. Oyó el eco de sus voces: gritos airados e improperios contra ella. Le invadió una sensación de victoria y venganza satisfecha. Los odiaba a todos y cada uno de ellos, desde el capataz, cuyo servilismo la irritaba, hasta el niño más pequeño; entre los peones había algunos niños que no podían tener más de siete u ocho años.

Mientras permanecía al sol, vigilándoles durante todo el día, había aprendido a ocultar su odio cuando les hablaba, pero no intentaba siquiera ocultárselo a sí misma. Detestaba que hablaran en dialectos que ella no comprendía porque sabía que se referían a ella y probablemente hacían observaciones obscenas a su costa; lo sabía, aunque no tenía más remedio que simular ignorancia. Detestaba sus cuerpos negros medio desnudos y musculosos encorvándose al ritmo mecánico de su trabajo. Odiaba sus semblantes toscos, su mirada huidiza cuando le hablaban, su velada insolencia; y odiaba sobre todo, con una violenta repugnancia física, el fuerte olor que despedían, un olor de animal, cálido y acre.

– Cómo apestan -dijo a Dick en una explosión de ira que era la reacción de oponer su voluntad a la de ellos. Dick se rió.

– Según ellos, los que apestamos somos nosotros.

– ¡Tonterías! -exclamó Mary, escandalizada de la pretensión de aquellos animales.

– Oh, sí -prosiguió Dick, sin advertir su cólera-. Recuerdo que una vez el viejo Samson me dijo: «Ustedes dicen que olemos mal, pero para nosotros no hay nada peor que el olor de un hombre blanco.»

– ¡Vaya desvergüenza! -empezó ella, indignada, pero se fijó en el rostro todavía pálido y demacrado y se contuvo. Tenía que ir con mucha cautela porque en su actual estado de debilidad cualquier cosa la irritaba.

– ¿De qué les hablabas? -preguntó Dick.

– Oh, de nada en particular-fue la evasiva respuesta de Mary mientras volvía la cara. Había decidido no decirle que los peones se marchaban hasta que estuviera restablecido del todo.

– Espero que los trates bien -dijo él, ansioso-. Hay que ir con pies de plomo con ellos, ya lo sabes. Están muy mal acostumbrados.

– No soy partidaria de tratarles con suavidad -replicó Mary en tono desdeñoso-. Si yo mandara, les enseñaría a obedecer con el látigo.

– Todo eso está muy bien -observó Dick, irritado-, pero, ¿de dónde sacarías a los peones?

– Oh, me ponen enferma -dijo ella, estremeciéndose.

Durante aquel período, pese al trabajo duro y a su odio hacia los nativos, todo su descontento y apatía quedaron relegados a último término. Se hallaba demasiado absorta en el esfuerzo de controlar a los nativos sin demostrar debilidad, de llevar la casa y ordenar las cosas de forma que Dick estuviera cómodo durante su ausencia. Además, estaba descubriendo todos los detalles de la granja: cómo se dirigía o qué se cultivaba en ella. Pasó varias veladas estudiando los libros de Dick mientras éste dormía. En el pasado no había sentido el menor interés por todo aquello: era asunto de Dick. Pero ahora empezó a analizar-las cifras -lo cual no era difícil con sólo dos libros de contabilidad- y a ver la granja en su conjunto. Sus descubrimientos la escandalizaron. Al principio pensó que debía equivocarse;' no podía ser que rindiera tan poco. Pero era cierto. Después de inspeccionar los cultivos y los animales, pudo analizar sin dificultad las causas de su pobreza. La enfermedad, la obligada reclusión de Dick y su propia obligada actividad la acercaron a la granja y le prestaron realidad ante sus ojos. Antes había sido un negocio ajeno y bastante desagradable del que se excluyó voluntariamente y en el que no intentó profundizar, pensando que era demasiado complicado. Ahora estaba molesta consigo misma por no haber tratado de estudiar a tiempo aquellos problemas.

Mientras seguía a los nativos por los campos, pensaba sin cesar en la granja y en lo que debía hacerse con ella. Su actitud hacia Dick, siempre desdeñosa, se volvió amarga y colérica. No era una cuestión de mala suerte, sino un caso claro de incompetencia. Se había equivocado al pensar que aquellos accesos de actividad con pavos, cerdos, etcétera, eran una especie de escapatoria de la disciplina del trabajo agrícola. Dick era consecuente; todo lo que hacía revelaba las mismas características. Por doquier encontraba cosas empezadas e interrumpidas a medio hacer. Aquí era un trozo de tierra talado a medias y abandonado, por lo que los árboles volvían a crecer en él; allí era un establo para vacas hecho mitad de ladrillo, mitad de hierro y una pared de madera y barro. La granja era un mosaico de cultivos diferentes. El mismo terreno de veinte hectáreas había sido plantado sucesivamente de girasoles, cáñamo, maíz, cacahuetes y judías. Siempre cosechaba veinte sacos de esto y veinte de aquello con sólo unas pocas libras de beneficio por cada cultivo. ¡No había una sola cosa bien hecha en todo el lugar, ni una sola! ¿Por qué no era capaz de verlo? ¿Cómo podía pasarle por alto que nunca llegaría a ninguna parte con aquel desorden?