Pero no podía permitirse pensar en ella de aquel modo: había comprendido, cuando huyó a la ciudad, lo que su presencia en la casa significaba para él. No, tenía que hacerle entender su necesidad de la granja, y cuando hubiesen ganado algún dinero, tendrían niños. Ella debía saber que su frustración no era causada en realidad por su fracaso como agricultor; su fracaso era que ella sintiera hostilidad hacia él como hombre, que su vida en común fuese lo que era. Y cuando pudiesen tener hijos, incluso aquello quedaría borrado y serían felices. Así soñaba Dick, con la cabeza apoyada en las manos, mientras escuchaba el tap-tap-tap del lápiz contra la mesa.
Pero a pesar de aquella cómoda conclusión de. sus meditaciones, la sensación de derrota era abrumadora. Odiaba la sola idea del tabaco; siempre la había aborrecido, se le antojaba un cultivo inhumano. Su granja tendría que llevarse de forma diferente; significaría pasar horas en el interior de edificios a temperaturas húmedas y elevadas y también levantarse en plena noche para vigilar los termómetros.
Manoseó los papeles dispersados sobre la mesa y se apretó la cabeza con las manos, rebelándose tristemente contra su destino. Pero era inútil con Mary delante de él, obligándole a hacer su voluntad. Por fin levantó la vista, esbozó una sonrisa torcida y atormentada y dijo:
– Está bien, jefa, ¿puedo pensarlo durante unos días? Pero en su voz se advertía la humillación. Y cuando ella exclamó, irritada:
– ¡Me gustaría que no me llamaras jefa! -él no contestó, aunque el silencio que se estableció entre ambos proclamó con elocuencia lo que ellos no se atrevían a decir. Mary lo interrumpió levantándose de la mesa en un arrebato, recogiendo con rapidez los libros y diciendo:
– Me voy a la cama. -Y le dejó allí, solo con sus pensamientos.
Tres días después, Dick dijo en voz baja, con la mirada en otro sitio, que había hablado con unos constructores nativos sobre la edificación de dos graneros.
Cuando por fin la miró, obligándose a encararse con su irrefrenable triunfo, vio brillar los ojos de ella con renovada esperanza y pensó lleno de inquietud en lo que significaría para Mary un nuevo fracaso suyo.
Capítulo octavo
Una vez hubo ejercido su voluntad para influirle, Mary se retiró y le dejó hacer. Él intentó varias veces recabar su colaboración, pidiéndole consejo y sugiriendo que le ayudara a resolver un problema difícil, pero Mary sé negó a aceptar aquellas invitaciones, como había hecho siempre, por tres razones. La primera era calculada: si estuviera siempre con él, demostrando continuamente su superior habilidad, él se pondría a la defensiva y al final rehusaría hacer cualquier cosa que ella le propusiera. Las otras dos eran instintivas. Todavía detestaba la granja y sus problemas y no quería resignarse a su pequeña rutina. La tercera razón, aunque Mary no lo sabía, era la más fuerte. Necesitaba pensar en Dick, el hombre con quien estaba casada irrevocablemente, como en una persona independiente cuyo éxito se debiera a sus propios esfuerzos. Cuando le veía débil e indeciso y le inspiraba lástima, sentía odio hacia él y entonces dirigía aquel odio contra sí misma. Necesitaba un hombre más fuerte que ella y estaba intentando crearlo en la persona de Dick. Si éste hubiera podido dominarla, simplemente por obra de un espíritu más emprendedor, se habría enamorado de él y dejado de odiarse a sí misma por haberse unido a un fracasado. Esto era lo que esperaba y lo que le impedía, aun contra su voluntad, ordenarle que llevara a cabo las cosas más evidentes. En realidad, se apartaba de la granja para salvar lo que ella consideraba el punto más débil del orgullo de Dick, sin darse cuenta de que su fracaso era ella. Y quizá su instinto tenía razón: habría respetado y se habría entregado al éxito material. Tenía razón, pero sus motivos eran erróneos. Habría tenido razón si Dick hubiera sido un hombre diferente. Cuando se dio cuenta de que volvía a obrar de manera insensata, gastando dinero en cosas innecesarias y escatimándolo en las esenciales, se propuso no pensar en ello. No podía; esta vez le importaba demasiado. Y Dick, desairado y decepcionado por su negativa a colaborar, dejó de acudir a ella y siguió tercamente su camino, sintiéndose en el fondo como si ella le hubiese animado a nadar una distancia superior a sus fuerzas y abandonado después a su suerte.
Mary se retiró a la casa, a las gallinas y a la incesante lucha con sus criados. Los dos sabían que estaban afrontando un reto. Y ella esperaba. Durante los primeros años había esperado y confiado, exceptuando cortos intervalos de desesperación, en la creencia de que al final la situación cambiaría. Ocurriría algo milagroso y saldrían adelante. Entonces huyó a la ciudad, incapaz de aguantarlo más, y al volver se dio cuenta de que no se produciría ningún milagro. Y ahora, de nuevo, existía una esperanza. Pero ella no haría nada; sólo esperar a que Dick pusiera en marcha la operación. Durante aquellos meses vivió como una persona que ha de vivir una temporada en un país que no le gusta: sin hacer planes definidos, dando por sentado que una vez trasladada a otro lugar, las cosas se arreglarían por sí solas. Todavía no especulaba sobre qué ocurriría cuando Dick ganara aquel dinero, pero soñaba continuamente que ella trabajaba en una oficina como eficiente e indispensable secretaria, vivía en el Club, convertida en confidente popular y adulta, y recibía invitaciones de amigos o «salía» con hombres que la trataban con aquella camaradería y aquel afecto tan sencillos y libres de peligro.
El tiempo transcurría velozmente, como suele hacer en aquellos períodos en que las diversas crisis que surgen y pasan en la vida aparecen como colinas al final de un viaje, marcando la frontera de una época. Como no existe límite para la cantidad de sueño a que puede acostumbrarse el cuerpo humano, dormía horas durante el día, a fin de dar alas al tiempo, de tragarlo a grandes bocanadas, y se despertaba siempre con la satisfacción de saber que se hallaba varias horas más cerca de su liberación. De hecho, casi nunca estaba despierta del todo, se movía de un lado a otro en un ensueño de esperanza, una esperanza que se fortalecía tanto a medida que pasaban las semanas, que se despertaba por la mañana temprano con una sensación de libertad y alegría, como si aquel mismo día tuviera que ocurrir algo maravilloso.
Vigilaba el progreso del bloque de graneros para el tabaco que se edificaba en la llanura como habría vigilado la construcción de un buque destinado a salvarla del exilio. Lentamente, fueron adquiriendo forma; primero un perfil irregular de ladrillos, como unas ruinas; después un rectángulo partido, como cajas huecas amontonadas; y por fin el tejado, una hojalata nueva y reluciente que lanzaba destellos al sol y sobre la que las oleadas de calor flotaban y rielaban como glicerina. Al otro lado de la cordillera, fuera del alcance de la vista, cerca de las pozas vacías de la llanura, se preparaban los plantíos para cuando las lluvias llegaran y transformaran en un torrente el erosionado fondo del valle. Pasaron los meses y llegó octubre. Y aunque se trataba de la época del año más temida por Mary, cuando el calor era su enemigo, la soportó con facilidad, sostenida por la esperanza. Dijo a Dick que el calor no era tan terrible aquel año y él contestó que nunca había sido peor y la miró con preocupación e incluso suspicacia. Nunca comprendería aquella fluctuante dependencia del tiempo, aquella actitud emocional hacia el clima que él no compartía. Él se sometía sin ningún problema al frío, a la sequía y al calor; se sentía parte de los elementos y no luchaba contra ellos como Mary.
Aquel año Mary sintió, excitada, la tensión creciente en el aire empañado por el humo, esperando la caída de las lluvias que harían brotar el tabaco en los campos. Solía preguntar a Dick, con indiferencia aparente que no engañaba a su marido, sobre los cultivos de otros agricultores y escuchaba con los ojos brillantes sus lacónicas respuestas acerca de uno que había ganado diez mil libras en un buen año y de otro que había podido saldar todas sus deudas. Y cuando señaló, negándose a respetar el disimulo de Mary, que él sólo había construido dos graneros, en lugar de los quince o veinte de un agricultor importante y que no podía esperar ganar miles de libras aunque el año fuera bueno, ella hizo caso omiso de su advertencia. Necesitaba soñar con un éxito inmediato.
Las lluvias llegaron -como no solían hacer- exactamente a su debido tiempo y continuaron cayendo hasta bien entrado diciembre. El tabaco estaba hermoso y verde, y henchido -para Mary- de promesas de abundancia futura. Solía pasear en torno a los campos de Dick por el mero placer de contemplar su fuerza y lozanía e imaginar aquellas hojas verdes y planas convertidas en un cheque de varias cifras.