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Y entonces empezó la sequía. Al principio Dick no se preocupó; el tabaco puede resistir períodos de sequedad una vez que las plantas están bien enraizadas en la tierra. Pero las nubes se iban acumulando día tras día y el terreno se iba calentando más y más. Pasó Navidad y la mitad de enero. Dick estaba cada día más irritable y taciturno por la tensión y Mary guardaba un curioso silencio. De pronto, una tarde, descargó un ligero chubasco que cayó, perversamente, en sólo uno de los dos campos de tabaco. Y prosiguió la sequía y pasaron las semanas sin el menor indicio de lluvia. Al final se formaron unas nubes, se amontonaron y se disolvieron. Mary y Dick vieron pasar los nubarrones desde la veranda. Delgadas cortinas de lluvia avanzaban y retrocedían sobre el veld; pero ninguno cayó sobre su granja hasta varios días después de que otros agricultores anunciaran la parcial salvación de sus cosechas. Una tarde cayó una llovizna cálida, gruesas gotas relucientes contra la bóveda de un brillante arco iris. Pero no fue suficiente para humedecer la tierra. Las marchitas hojas del tabaco apenas se levantaron. Después siguieron días de un sol deslumbrante.

– Bueno -observó Dick, con el pesar escrito en el rostro-, en cualquier caso, ya es demasiado tarde. -Pero esperaba que pudiera sobrevivir el campo que había recibido el primer chubasco.

Cuando empezó a llover como debía, la mayor parte del tabaco se había perdido; muy poco se salvaría. Había resistido algún campo de maíz; aquel año no cubrirían gastos. Dick lo explicó a Mary en voz baja, con expresión doliente. Pero ésta vio al mismo tiempo cierto alivio en su rostro; el fracaso no era culpa suya, sino un golpe de mala suerte que podía haber tocado a cualquiera; nadie podía darle la culpa.

Una tarde discutieron la situación. El dijo que había solicitado un nuevo crédito para salvarse de la bancarrota y que el próximo año no confiaría en el tabaco. Por su gusto, no plantaría nada, pero le dedicaría una parcela si ella insistía. Otro fracaso como el que habían tenido significaría la ruina segura.

En un último intento, Mary le pidió que probara suerte un año más; no podían tener dos malas cosechas seguidas. Ni siquiera a él, Joñas (se obligó a sí misma a usar aquel nombre, esbozando una risa de complicidad) podían enviarle dos años malos, uno detrás de otro. Y a fin de cuentas, ¿por qué no endeudarse a lo grande? En comparación con otros, que debían miles, no tenían deudas dignas de tal nombre. Si tenían que fracasar, fracasarían del todo, en una verdadera tentativa para salir adelante. Construirían otros doce graneros, plantarían todas sus tierras con tabaco y lo arriesgarían todo a una sola carta. ¿Por qué no? ¿Por qué tener conciencia cuando nadie la tenía?

Pero vio aparecer en el semblante de Dick la misma expresión de cuando le había pedido que se marcharan de vacaciones con el fin de restablecer ambos totalmente su salud. Era una expresión de auténtico miedo que la paralizaba.

– No quiero deber ni un penique más de lo inevitable -replicó con voz categórica-. No lo haré por nada ni por nadie.

Estaba decidido; Mary no pudo sacarle de allí.

Y el año próximo, ¿qué pasaría?

Si era un buen año, respondió él, y todas las cosechas eran abundantes y no se producía una caída de precios y el tabaco era un éxito, podrían recuperar lo perdido aquel año. Tal vez significaría incluso algo más. ¿Cómo saberlo? Su suerte podía cambiar. Pero no volvería a arriesgarlo todo en un solo cultivo hasta que hubiera saldado todas sus deudas. Palideció al añadir: ¡Si se arruinaban, perderían la granja! Aunque sabía que aquellas palabras eran las que más le herían, Mary replicó que se alegraría de ello; así se verían obligados a realizar un verdadero esfuerzo para salir adelante, porque en el fondo la razón de su apatía era saber que incluso aunque llegaran al borde de la bancarrota, siempre podrían vivir de lo que cultivaban y sacrificando el propio ganado.

Las crisis de los individuos, como las crisis de las naciones, no se ven con perspectiva hasta que han pasado. Cuando Mary oyó aquel terrible «año próximo» del agricultor frustrado, se sintió enferma; pero la animada esperanza que la había sostenido no murió hasta el cabo de algunos días y entonces intuyó lo que les esperaba. El tiempo, en el que había vivido sólo a medias, absorta en el futuro, se extendió de pronto ante su vista. El «'año próximo» podía significar cualquier cosa. Podía significar otro fracaso; todo lo más, una recuperación parcial. La tregua milagrosa no iba a producirse. Nada cambiaría; jamás cambiaba nada.

A Dick le sorprendió que mostrara tan pocos signos de desengaño. Se había preparado para afrontar escenas de cólera y lágrimas. El, por costumbre de tantos años, se adaptaba con facilidad a la idea del «año próximo» y en seguida empezó a hacer los planes pertinentes. Como no había indicaciones inmediatas de desesperación por parte de Mary, dejó de buscarlas; al parecer el golpe no había sido tan duro como temiera en un principio.

Pero los efectos de los golpes mortales siempre se manifiestan lentamente. Pasó algún tiempo antes de que Mary dejara de sentir las fuertes oleadas de expectación y esperanza que parecían surgir del fondo de su ser, de una región mental a la que aún no había llegado la noticia del fracaso del tabaco. Su organismo entero tardó mucho en adaptarse a lo que ahora reconocía como la verdad: que pasarían años antes de que pudieran librarse de la granja, si es que se libraban alguna vez.

Siguió una época de triste apatía; sin los violentos accesos de infelicidad que la habían asaltado antes. Ahora sentí; un reblandecimiento interior, como si una insidiosa podredumbre le estuviera royendo los huesos.

Porque incluso soñar despierto requiere un elemento di esperanza para dar satisfacción al soñador. Solía interrumpirse en medio de una de sus habituales fantasías sobre lo: viejos tiempos, que proyectaba hacia el futuro, diciéndose í sí misma que no habría ningún futuro. No habría nada Cero. El vacío.

Cinco años antes se habría drogado con la lectura de no velas románticas. En la ciudad, las mujeres como ella viven indirectamente las vidas de las estrellas de cine. O se refugian en la religión, con preferencia una de las religiones orientales, con más carga sensual. De haber tenido una mejor educación y vivido en la ciudad con fácil acceso a los libros, habría encontrado tal vez a Tagore y vivido un dulce sueño de palabras.

En lugar de esto, pensó vagamente que debía ocuparse, en algo. ¿Y si aumentara el número de gallinas? ¿Y si se dedicase a la costura? Pero se sentía embotada y exhausta, sin interés. Pensó que cuando llegara la próxima estación fría y le infundiera nuevos ánimos, haría alguna cosa. Lo aplazó; la granja ya le producía el mismo efecto que a Dick: pensaba en términos de la próxima estación.

Dick, trabajando con más ahínco que nunca en la granja, se percató por fin de que parecía cansada y de que tenía unas curiosas ojeras hinchadas y manchas rojas en las mejillas. Su aspecto era realmente enfermizo. Le preguntó si se encontraba mal y ella contestó, como si no se hubiera dado cuenta hasta aquel momento, que sí, que sus dolores de cabeza y una laxitud general podían significar que estaba enferma. Él advirtió que parecía satisfecha de atribuir la causa a una enfermedad.

Le sugirió que, como no tenía dinero para enviarla de vacaciones, se fuera a la ciudad a pasar unos días con sus amigas. Mary se horrorizó. La idea de ver a otras personas, y en especial a quienes la habían conocido cuando era joven y feliz, la hizo sentir como si estuviera toda ella en carne viva, con los nervios al descubierto, a flor de piel.

Dick volvió al trabajo, encogiéndose de hombros ante su obstinación, esperando que fuese una enfermedad pasajera.

Mary pasaba los días moviéndose de un lado a otro de la casa, incapaz de permanecer sentada en el mismo sitio. Dormía mal por las noches. La comida no le repugnaba, pero comer se le antojaba un esfuerzo excesivo. Y continuamente tenía la sensación de que le habían rellenado la cabeza de algodón y que una presión sorda la apretaba desde fuera. Desempeñaba sus tareas como una autómata, cuidando por rutina de los pollos y de la tienda. Durante aquel período no se entregó apenas a sus antiguos accesos de cólera contra el criado; era como si, antes, aquellos furores repentinos hubieran sido la válvula de escape de una fuerza interior y, al morir ésta, ya no fueran necesarios. Pero seguía regañándole; aquello se había convertido en un hábito y no podía hablar a un nativo sin irritación en la voz.

Al cabo de un tiempo, incluso su inquietud pasó. Solía permanecer sentada horas y horas en el viejo y destartalado sofá, con las cortinas de cretona descolorida ondeando sobre su cabeza; parecía sumida en un letargo. Daba la impresión de que al final se había roto algo en su interior y de que se iría agostando lentamente hasta sumergirse en las tinieblas.

Sin embargo, Dick pensaba que estaba mejor.

Hasta que un día se dirigió a él con una nueva expresión en la cara, una expresión desesperada y apremiante que no le había visto nunca, y le preguntó si podían tener un hijo. Él se alegró: era la mayor felicidad que le había dado, porque lo pedía ella por propia iniciativa, acercándose a él… eso fue lo que Dick pensó. Creyó que por fin deseaba aproximarse a él y lo expresaba de aquella manera. Tan grande fue su contento, su satisfacción, que estuvo a punto de acceder. Era lo que más deseaba; aún soñaba que un día, «cuando las cosas fueran mejor», podrían tener hijos. Pero en seguida su rostro se nubló y respondió: