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Charlie se acercó a los policías, que le saludaron. Llevaban fez y su uniforme, tan parecido a un disfraz, aunque este último pensamiento no se le ocurrió a Charlie, que prefería a los nativos o bien debidamente vestidos, de acuerdo con su condición, o en taparrabos. No soportaba al nativo a medio civilizar. Los policías, seleccionados por su físico, eran un magnífico puñado de hombres, pero resultaban eclipsados por Moses, un gigante robusto, negro como linóleo pulido y vestido con una camisa y pantalones cortos, ambos mojados y manchados de barro. Charlie se plantó delante del asesino y le miró a la cara. El hombre le miró a su vez, impasible e indiferente. La expresión del rostro de Charlie era curiosa: reflejaba una especie de triunfo, un cauto deseo de venganza y miedo. ¿Por qué miedo? ¿De Moses, que estaba prácticamente colgado? Pero se sentía inquieto, confuso. Entonces recobró el dominio de sí mismo con un respingo, se volvió y vio a Dick Turner a pocos pasos de distancia, cubierto de lodo.

– ¡Turner! -exclamó con acento perentorio. Se interrumpió al ver su semblante; Dick no parecía reconocerle. Le cogió del brazo y le condujo hacia su coche. En aquellos" momentos ignoraba que estaba completamente loco; de haberlo sabido, su indignación habría sido mayor. Después de aposentar a Dick en el asiento trasero del coche, volvió a la casa. En la sala se hallaba Marston, con las manos en los bolsillos, en una posición de aparente tranquilidad. Pero el rostro estaba pálido y tenso.

– ¿Dónde se encontraba usted? -le espetó Charlie con voz acusadora.

– Normalmente, el señor Turner me despierta -respondió con calma el muchacho-. Esta mañana he dormido hasta tarde. Al llegar a la casa he visto a la señora Turner en la veranda. Después han llegado los policías. Le esperaba a usted.

Pero tenía miedo; en su voz sonaba el miedo a la muerte, no el que controlaba los actos de Charlie; él no había estado en el país el tiempo suficiente para comprender el temor especial de Charlie.

Slatter gruñó; jamás hablaba si no era necesario. Miró a Marston largo rato y con curiosidad, como tratando de dilucidar por qué los peones de la granja no habían llamado a un hombre que dormía a pocos metros de allí, yendo en cambio instintivamente a avisarle a él. Pero ahora no miró a Marston con desprecio o desagrado, sino más bien como a un futuro socio que aún ha de probar su valía.

Dio media vuelta y entró en el dormitorio. Mary Turner era una forma rígida bajo una sábana blanca llena de manchas. De un extremo de la sábana sobresalía una maraña de cabellos pálidos como la paja y del otro, un pie torcido y amarillento. Entonces ocurrió algo muy curioso. El odio y el desprecio que habría sido lógico esperar de él cuando miraba al asesino, desfiguraron sus facciones en aquel momento, mientras contemplaba a Mary. Frunció el ceño y, durante unos segundos, sus labios se torcieron, descubriendo los dientes en un rictus malévolo. Estaba de espaldas a Marston, quien se habría asombrado al verle. Luego, con un movimiento brusco y violento, se volvió y abandonó la habitación, precediendo al ayudante.

– Yacía en la veranda -explicó Marston-. La he levantado y llevado a la cama. -Tembló al recordar el contacto con el cuerpo frío-. He pensado que no podía dejarla tirada allí. -Titubeó y añadió, contrayendo los músculos de la cara, cuya piel palideció-: Los perros la lamían.

Charlie asintió con la cabeza, lanzándole una mirada penetrante. Parecía indiferente a la posición en que había sido hallada, pero al mismo tiempo aprobaba el dominio de sí mismo de que hiciera gala el ayudante al realizar tan desagradable tarea.

– Había sangre por todas partes. La he limpiado'… Después se me ha ocurrido que debía haberlo dejado todo tal como estaba para la policía.

– Da lo mismo -dijo Charlie con acento distraído. Se sentó en una de las toscas sillas de madera de la sala y permaneció absorto, emitiendo un tenue silbido. Marston se quedó junto a la ventana, esperando la llegada del coche policial. De vez en cuando, Charlie echaba una rápida ojeada a su alrededor y se humedecía los labios con la lengua. Luego volvía a silbar por lo bajo. Al final, puso nervioso a Marston.

Inopinadamente, con cautela y casi en tono de advertencia, Charlie preguntó:

– ¿Qué sabe usted de esto?

Marston advirtió el énfasis puesto sobre el usted y se preguntó qué sabría Slatter. Se mostraba muy seguro de sí mismo, pero estaba tenso como un alambre. Contestó:

– No sé qué decirle. Nada, en realidad. Es todo tan difícil… -Vaciló, dirigiendo a Charlie una mirada implorante.

Aquella súplica muda irritó a Charlie porque venía de un hombre, pero también le complació; le gustó que el muchacho se confiara a él. Conocía muy bien el tipo, venían muchos desde Inglaterra para aprender agricultura. Solían proceder de una escuela pública, muy ingleses, pero extremadamente adaptables. A juicio de Charlie, aquella capacidad de adaptación les redimía. Era extraño ver lo deprisa que se acostumbraban. Al principio eran tímidos, aunque altivos y retraídos al mismo tiempo; y aprendían los nuevos hábitos con gran sensibilidad, cohibidos, pero con una sutil perfección.

Cuando los colonos viejos dicen: «Hay que comprender el país», lo que quieren decir es: «Debe usted acostumbrarse a nuestras ideas sobre los nativos.» En realidad, vienen a decir: «Aprenda nuestras ideas o largúese; no le necesitamos.» La mayoría de aquellos jóvenes habían crecido con vagas ideas sobre la igualdad. Durante la primera semana les escandalizaba el trato dispensado a los nativos y se indignaban cien veces al día por la indiferencia con que se les interpelaba, como si fueran cabezas de ganado; o por un golpe o una mirada. Llegaban dispuestos a tratarles como seres humanos. Pero no podían rebelarse contra la sociedad a la que se habían incorporado y no tardaban en cambiar. Adquirir su maldad era difícil, por supuesto, pero no se-guían considerándolo «maldad» durante mucho tiempo y, al fin y al cabo, ¿con qué ideas habían llegado hasta allí? Con ideas abstractas sobre la decencia y la buena voluntad, aquello era todo; un puñado de ideas abstractas. En la práctica, el contacto con los nativos se reducía, a la relación entre amo y criado. Nunca se les conocía en el contexto de sus vidas, como seres humanos. Unos meses más tarde, aquellos sensibles y decentes muchachos se habían endurecido para adaptarse al país árido, áspero y requemado por el sol al que habían venido a instalarse; habían adquirido una nueva personalidad más en concordancia con sus miembros fortalecidos y tostados por el sol y con sus cuerpos curtidos.

Si Tony Marston hubiera llegado al país unos meses antes, todo habría sido más fácil, o así lo creía Charlie. Por esto dirigía al muchacho una mirada especulativa, no condenatoria, sino sólo cauta y alerta.

– ¿A qué se refiere al decir que es todo tan difícil? -inquirió.

Tony Marston se removió, incómodo, como si no conociera la respuesta. Y en realidad no sabía qué pensar; las semanas pasadas en casa de los Turner, con su ambiente de tragedia, no le habían ayudado a superar su confusión. Los dos criterios -el que había traído consigo y el que estaba adoptando- seguían siendo conflictivos. Y en la voz de Charlie había una aspereza, una nota de advertencia, que le desorientaba. ¿Contra qué pretendía advertirle? Era lo bastante inteligente para saber que se intentaba ponerle en guardia. En esto difería de Charlie, que actuaba por instinto e ignoraba que su voz constituyera una amenaza. Era todo tan insólito. ¿Dónde estaba la policía? ¿Qué derecho asistía a Charlie, que era un vecino, para ser avisado antes que él, que era prácticamente un miembro de la familia? ¿Por qué había asumido Charlie el mando de la situación?

Sus ideas sobre lo procedente estaban confundidas pero no así sus ideas sobre el crimen, que, sin embargo, no podía expresar de buenas a primeras, sin preámbulo. Pensándolo bien, el asesinato era bastante lógico; si recordaba los últimos días, veía que debía ocurrir algo parecido, casi podía decir que había estado esperando alguna clase de violencia o un suceso desagradable. La ira, la violencia, la muerte parecían naturales en aquel vasto y áspero país… Había reflexionado mucho desde que entrara tranquilamente en la casa aquella mañana, preguntándose por qué todos se levantaban tan tarde y encontrando a Mary Turner asesinada en la veranda y a los agentes de policía fuera, custodiando al criado; y a Dick Turner murmurando en voz baja y pisando los charcos, loco, pero al parecer inofensivo. Lo que no había comprendido hasta entonces, lo comprendía ahora y estaba dispuesto a hablar de ello. Pero le desconcertaba la actitud que adoptaba Charlie; no acababa de entender su significado.

– Verá -explicó-, cuando llegué sabía muy poco acerca de este país.

Con ironía risueña, pero brutal, Charlie replicó:

– Gracias por la información. -Y añadió en seguida-: ¿Tienes idea de por qué este negro ha asesinado a la señora Turner?

– Bueno, sí, tengo una ligera idea.

– Pues será mejor que dejemos opinar al sargento, cuando venga.

Fue un desplante para hacerle callar. Tony guardó silencio, airado y aturdido a la vez.

Cuando llegó el sargento, observó al homicida, vio a Dick sentado en el coche de Slatter y entró en la casa.

– He estado en su casa, Slatter -dijo, saludando a Tony y dirigiéndole una mirada penetrante. Entonces entró en el dormitorio y sus reacciones fueron las mismas de Charlie: de venganza hacia el asesino, de emocionada piedad hacia Dick y de amarga y desdeñosa cólera hacia Mary; hacía muchos años que el sargento Denham vivía en el país. Esta vez Tony vio la expresión del rostro y se sobresaltó. Los semblantes de los dos hombres mientras contemplaban el cadáver le inspiraron inquietud, incluso miedo. En cuanto a él, sentía cierto malestar, pero no mucho; más que nada le agitaba la piedad, por saber lo que sabía. El malestar era el que habría sentido ante cualquier irregularidad social, sólo el malestar producido por el fracaso de la imaginación. Pero aquel horror profundo e instintivo le asombraba.