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– Mary, ¿cómo podemos tener hijos?

– Otras personas los tienen, pese a ser pobres.

– Pero, Mary, no sabes lo pobres que somos.

– Claro que lo sé. Pero no puedo continuar así. Necesito tener algo. No sé qué hacer.

Dick vio que deseaba un hijo para sí misma y que él seguía sin significar nada para ella, nada en un sentido verdadero, y replicó tercamente que sólo tenía que mirar a su alrededor para ver qué ocurría con los niños que crecían como crecerían los suyos.

– ¿Dónde? -inquirió ella con expresión vaga, mirando en su torno en la habitación, como si aquellos infortunados niños fueran visibles allí, en su casa.

Dick recordó el aislamiento en que vivía, su falta de participación en la vida del distrito. Pero aquello volvió a irritarle. Había tardado años en interesarse por la granja; al cabo de tanto tiempo, aún no conocía a las personas que vivían a su alrededor y apenas sabía los nombres de sus vecinos.

– ¿No has visto nunca al holandés de Charlie?

– ¿Qué holandés?

– Su ayudante. ¡Trece hijos! Con doce libras al mes. Slatter es muy duro con él. ¡Trece hijos! Corren de un lado a otro como cachorros, vestidos con harapos, y viven de calabazas y maíz como los cafres. No van a la escuela…

– Pero, ¿y uno solo? -persistió Mary con voz débil y plañidera. Fue un gemido. Sentía que necesitaba un hijo para salvarse de sí.misma. Le había costado semanas de lenta desesperación llegar hasta aquel punto. Detestaba la idea de tener un hijo cuando pensaba en su indefensión, su dependencia, el trabajo, la preocupación. Pero la mantendría ocupada. Consideraba extraordinario haber llegado a aquello: a suplicar a Dick que tuvieran un hijo, cuando sabía que él los deseaba y ella los aborrecía. Pero después de pensar en un hijo durante todas aquellas semanas de desesperación, se había acostumbrado a la idea. No sería tan malo, tendría compañía. Pensó en sí misma cuando era niña y en su madre y empezó a comprender por qué su madre se había aferrado a ella, usándola como una válvula de escape. Se identificó con ella, sintiendo cariño y piedad hacia ella después de todos aquellos años, comprendiendo por fin algo de sus sentimientos y pesares. Se vio a sí misma, una niña silenciosa, sin medias, con la cabeza descubierta, entrando y saliendo del gallinero, siempre cerca de su madre, dividida entre el amor y la piedad hacia ella y el odio hacia su padre; e imaginó a su propia hija, consolándola como ella había consolado a su madre. No pensaba en su hija como en una niña pequeña; aquélla era una edad que tendría que soportar del mejor modo posible. No, quería una hija que fuese a la vez su compañera y se negaba a considerar la posibilidad de que pudiera ser un niño. Pero Dick preguntó:

– ¿Y qué me dices de la escuela?

– ¿Qué quieres que diga? -replicó, irritada, Mary.

– ¿Cómo la pagaríamos?

– No hay que pagar nada. Mis padres no la pagaban.

– Pero los.internados se pagan, y también los libros, los viajes en tren, la ropa. ¿Acaso el dinero bajaría del cielo?

– Podríamos pedir una subvención estatal.

– No -respondió Dick, dando un respingo- ¡Ni hablar de eso! Ya estoy harto de entrar con el sombrero en la mano en las oficinas de hombres gruesos para pedirles dinero mientras ellos te miran de arriba abajo con el culo gordo pegado al asiento. ¡La caridad! No quiero ni pienso hacerlo. No quiero ver crecer a un hijo sabiendo que no puedo hacer nada por él. No lo quiero en esta casa ni viviendo de este modo.

– Supongo que vivir de este modo está muy bien para mí -dijo Mary con acritud.

– Tendrías que haberlo pensado antes de casarte conmigo -replicó Dick y ella se enfureció ante aquella cínica injusticia. O. mejor dicho, casi se enfureció. Su rostro se cubrió de un rubor violento y sus ojos lanzaron chispas… pero en seguida se calmó, cerró los ojos y enlazó las manos temblorosas. Su ira se esfumó; estaba demasiado cansada para enfadarse de verdad.

– Pronto cumpliré cuarenta años -murmuró-. ¿No comprendes que dentro de poco tiempo ya no podré tener hijos? Y menos si continúo así.

– Ahora no -respondió él, inexorable. Y aquélla fue la última vez qué se mencionó el tema de un hijo. En realidad, Mary sabía tan bien como él que se trataba de una locura. Pero era típico de Dick alegar que era demasiado orgulloso para pedir prestado como último recurso para salvaguardar su dignidad.

Días después, cuando vio que ella había vuelto a su terrible apatía, le pidió una vez más:

– Mary, te lo ruego, ven a la granja conmigo. ¿Por qué no? Podríamos hacerlo juntos.

– Odio tu granja -contestó Mary con voz áspera y remota-. La odio. No quiero saber nada de ella.

Pero a pesar de su indiferencia, realizó el esfuerzo. Le tenía sin cuidado lo que hacía. Durante varias semanas acompañó a Dick adondequiera que fuese e intentó sostenerle con su presencia. Y más que nunca la embargó la desesperación. Era inútil, inútil. Veía con enorme claridad los defectos de Dick y los errores que cometía con la granja y no podía hacer nada para ayudarle. Era demasiado obstinado. Le pedía consejo y parecía puerilmente satisfecho cuando ella cogía un almohadón y le seguía hasta los campos; pero en cuanto le hacía alguna sugerencia, se encerraba en su terquedad y empezaba a defenderse.

Aquellas semanas fueron terribles para Mary. Durante aquel breve período, lo miró todo con imparcialidad, sin ilusiones, a sí misma, a Dick, la relación que existía entre ambos, su posición frente a la granja y su futuro; lo vio todo sin falsas esperanzas, honesta y lúcida como la misma verdad. Siguió a Dick de un lado a otro en un estado de ánimo soñador pero clarividente y terminó diciéndose a sí misma que debía dejar de hacer sugerencias y renunciar a cualquier intento de imbuir en él un poco de sentido común. Era inútil.

Empezó a pensar en el propio Dick con una especie de ternura desapasionada. Era un placer para ella desechar cualquier sentimiento de amargura y odio hacia él y acogerle en su mente como lo haría una madre, con ánimo protector, considerando sus debilidades y sus orígenes, de los que no era responsable. Solía llevarse el cojín a un rincón del chaparral, a la sombra, y sentarse en el suelo con las faldas bien recogidas, vigilando las garrapatas que se arrastraban por la hierba y pensando en Dick. Le veía de pie en medio de los dilatados campos rojizos, inmóvil entre las gigantescas glebas, una silueta delgada, tocada con un gran sombrero y vestida con ropas anchas, y se preguntaba cómo podían nacer personas sin aquel rasgo de determinación, sin aquella voluntad férrea que soldaba la personalidad. Dick era bueno, ¡demasiado bueno!, exclamó para sus adentros, con exasperación. Era decente, no había en él ningún asomo de maldad. Y Mary sabía muy bien, cuando se obligaba a mirar de frente aquella cuestión (lo cual era capaz de hacer en aquel estado de desapasionada piedad), que como hombre había sufrido una larga humillación con ella. Sin embargo, nunca había intentado humillarla; se encolerizaba, sí, pero no intentaba vengarse. ¡Era tan bueno! Pero le faltaba cohesión, una fuerza en el centro que le convirtiera en un hombre de una sola pieza. ¿Habría sido siempre igual? En realidad, lo ignoraba; sabía tan poco acerca de él. Sus padres habían muerto y él era hijo único. Había crecido en los suburbios de Johannesburgo y Mary intuía, aunque él no se lo había dicho, que su infancia había sido menos sórdida que la de ella, aunque pobre y llena de sinsabores. Dick había exclamado con amargura una vez que su madre lo había pasado muy mal, y la observación la hizo sentir más cerca de él, porque amaba a su madre y aborrecía a su padre. Cuando tuvo la edad, probó una serie de trabajos. Fue empleado de la oficina de correos, mecánico en el ferrocarril y por último, inspector de los contadores de agua del municipio; entonces decidió ser veterinario. Estudió durante tres meses, descubrió que no podía pagarse la carrera y, obedeciendo a un impulso, se marchó a Rhodesia del Sur para dedicarse a la agricultura y «vivir su propia vida».

Y ahora, aquel hombre bueno y desafortunado se hallaba en su «propia» tierra, que pertenecía al gobierno hasta el último grano de arena, vigilando el trabajo de los nativos mientras ella descansaba en la sombra, mirándole y sabiendo a la perfección que estaba condenado; nunca había tenido la menor posibilidad. Pero incluso mientras pensaba esto, a Mary le pareció imposible que un hombre tan bueno estuviera condenado al fracaso y se levantó del cojín y fue hacia él, decidida a intentarlo una vez más.

– Escucha, Dick -le dijo con timidez no exenta de firmeza-, escucha, he tenido una idea. El año próximo, ¿por qué no talas otras cuarenta hectáreas y plantas un gran campo de maíz? Planta maíz en todos los campos, en lugar de todos estos pequeños cultivos.

– ¿Y qué pasará si es un mal año para el maíz? Ella se encogió de hombros:

– No pareces haber llegado muy lejos con este sistema.

Entonces los ojos de él se inyectaron en sangre, su rostro se crispó y las dos profundas arrugas que surcaban sus mejillas hasta el mentón se marcaron todavía más.

– ¿Es que puedo hacer más de lo que hago? -gritó-. ¿Y cómo talaré otras cuarenta hectáreas? ¡Qué fácil es hablar! ¿De dónde sacaré la mano de obra? La que tengo no me basta para hacer lo más imprescindible. Ya no puedo comprar negros a cinco libras por cabeza; tengo que fiarme de los jornaleros voluntarios y apenas si se presenta alguno, lo cual es en parte culpa tuya. Me hiciste perder a veinte de mis mejores peones y nunca volverán. Andan por ahí en estos momentos hablando mal de mi granja por culpa de tu maldito carácter. Ya no vienen amp; ofrecerse como antes. Todos se van a las ciudades, donde holgazanean impunemente.