Y entonces se dejó llevar por su antiguo resentimiento y empezó a insultar al gobierno, que estaba bajo la influencia de los defensores de los negros en Inglaterra, los cuales no querían obligar a los nativos a trabajar la tierra y se negaban a enviar camiones y soldados para llevárselos a los granjeros por la fuerza. ¡El gobierno no había comprendido nunca las dificultades de los agricultores! ¡Nunca! Y atacó a los nativos que se negaban a trabajar como era debido y eran insolentes y holgazanes. Habló mucho rato, con una voz furiosa y amargada, la voz del agricultor blanco que parece tener en el gobierno a un contrincante tan invencible como las estaciones y los cielos mismos. Pero en aquella explosión de ira olvidó los planes para el año próximo. Volvió a la casa preocupado y sombrío y regañó al criado, representante en aquel momento de la especie de los nativos, que le atormentaban de modo insoportable.
Mary estaba preocupada por él hasta donde podía estarlo en aquel período de letargo. Regresaba con ella al atardecer, cansado e irritable, y se sentaba a fumar un cigarrillo detrás de otro. Ya era un fumador en cadena, aunque consumía cigarrillos nativos, que eran más baratos pero que le causaban una tos perpetua y manchaban de amarillo las articulaciones de sus dedos. Y se removía inquieto en la silla, como si sus nervios no pudieran relajarse. Después, por fin, su cuerpo se distendía y esperaba, inmóvil, la cena para poder acostarse en seguida y dormir.
A veces el boy entraba para decir que unos jornaleros querían verle o pedir permiso para ir de visita o algo parecido, y Mary volvía a ver en su rostro aquella expresión tensa y la explosiva inquietud de sus miembros. Daba la impresión de que ya no soportaba a los nativos. Y gritaba al boy que se fuera y le dejara en paz y mandara al infierno a los peones. Pero media hora más tarde volvía el criado para repetir, imperturbable, dispuesto a afrontar la irritación de Dick, que los peones seguían esperando. Y Dick apagaba el cigarrillo, encendía otro inmediatamente y gritaba con todas sus fuerzas.
Mary solía escuchar con los nervios en tensión. Aunque aquella exasperación le era bien conocida, le molestaba que Dick la expresara. Le causaba irritación y, cuando él entraba de nuevo en la casa, le decía:
– Tú puedes pelearte con los nativos y en cambio a mí no me lo permites.
– Ya te he dicho -replicaba él, mirándola con ojos ardientes y atormentados- que no podré soportarlos mucho más tiempo. -Y se desplomaba en la silla, temblando como una hoja.
Sin embargo, Mary se desconcertaba cuando, a pesar de aquella perpetua corriente de odio subterráneo, lo veía hablar en los campos con el capataz, por ejemplo, y pensaba, con desazón, que ya empezaba a parecerse a un nativo. Se sonaba con los dedos, como hacían ellos, detrás de un matorral; a su lado, parecía de su misma raza, ni siquiera el color era muy diferente, porque tenía la piel requemada y de un tono marrón oscuro, y adoptaba las mismas posturas. Y cuando se reía con ellos, bromeando para mantenerlos de buen humor, parecía como si estuviera fuera de su alcance, en un mundo de humor burdo que la escandalizaba. ¿A dónde irían a parar, al final? Y entonces la invadía un inmenso cansancio y pensaba vagamente: «Después de todo, ¿qué importa?»
Un día le dijo que no veía ninguna razón para pasar todo su tiempo sentada bajo un árbol, mirándole, mientras las garrapatas le subían por las piernas, sobre todo teniendo en cuenta que no le prestaba la menor atención.
– Pero, Mary, me gusta que estés allí.
– Pues yo ya me he hartado.
Y volvió a sus antiguas costumbres y a no pensar en la granja más que como el lugar de donde Dick volvía para comer y dormir.
Y entonces empezó a languidecer. Permanecía todo el día sentada en el sofá con los ojos cerrados, sintiendo e] calor abatirse sobre su cerebro. Tenía sed; era demasiado esfuerzo irse a buscar un vaso de agua o llamar al boy para que se lo llevara. Tenía sueño; pero levantarse y meterse en la cama era un trabajo agotador, así que se dormía donde estaba. Notaba al andar que las piernas le pesaban demasiado. Formar una frase era un esfuerzo enorme. Durante semanas enteras sólo habló con Dick y el criado, pero a Dick no le veía más que cinco minutos por la mañana y medie hora por la noche, antes de que cayera exhausto en la cama.
El año fue avanzando hacia el calor a través de los meses claros y fríos y, a medida que transcurría, el viento transportaba hasta la casa una lluvia de polvo fino que dejaba las superficies rasposas al tacto; y en los campos se levantaban espirales del mismo polvo maligno que arrastraban consigo una brillante estela de hierba y brácteas de maíz, suspendidas como motas en el aire. Mary pensaba con espanto en e; calor que se avecinaba, incapaz de hacer acopio de la energía suficiente para luchar contra él. Tenía la impresión de que un solo roce le haría perder el equilibrio y la desintegraría en partículas; y pensaba con añoranza en una oscuridad total y completa. Cerraba los ojos e imaginaba que el cielo era tenebroso y frío, sin ni siquiera estrellas para interrumpir la negrura.
Fue aquel período, cuando cualquier influencia la habría dirigido hacia un nuevo derrotero, cuando todo su ser estaba en suspenso, por así decirlo, a la espera de algo que lo inclinara hacia uno u otro lado, el momento elegido por el boy para decir que se iba. Aquella vez no hubo una pelea por un plato roto o una bandeja mal lavada; sencillamente, quería volver a su casa, y Mary se sentía demasiado indiferente para luchar. Se marchó, dejando en su lugar a un nativo que Mary encontró tan intolerable que lo despidió al cabo de una hora. Se quedó sin criado, pero esta vez no intentó hacer nada más que lo esencial. No barría los suelos y comían alimentos enlatados. Y no se presentaba ningún boy. Mary se había labrado una reputación tan pésima como ama de casa que cada vez era más difícil reemplazar a los que se marchaban.
Dick, incapaz de soportar más la suciedad y la mala comida, dijo que llevaría a uno de los jornaleros para entrenarlo como sirviente doméstico. Cuando el hombre se presentó en la puerta, Mary le reconoció como el que había pegado con el látigo dos años antes. Vio la cicatriz en su mejilla, una marca fina y más oscura que cruzaba el rostro negro, y se quedó indecisa en el umbral, mientras él esperaba fuera, con la mirada baja. Pero la idea de enviarle a los campos y esperar a que viniera otro, incluso aquella dilación la cansó. Le dijo que entrara.
Aquella mañana, a causa de alguna prohibición interior que no intentó explicarse, no pudo trabajar con él como era su costumbre en tales ocasiones. Le dejó solo en la cocina y cuando llegó Dick, le preguntó:
– ¿No hay ningún boy para la casa?
Dick, sin mirarla y comiendo como siempre comía últimamente, a grandes bocados, como si no hubiera tiempo, replicó:
– Es el mejor que he podido encontrar. ¿Por qué? -Su voz era hostil.
Ella no le había contado nunca el incidente del látigo, por miedo a un estallido de cólera, de ahí que se limitara a decir:
– No me parece muy bueno. -Pero cuando vio el gesto de exasperación de él, se apresuró a añadir-: Aunque a lo mejor sirve.
– Es limpio y cumplidor-dijo Dick- y uno de los mejores peones que he tenido. ¿Qué más quieres? -Habló en tono brusco, casi brutal, y se fue sin decir una palabra más. Así que el nativo se quedó.
Mary inició la habitual rutina de instrucción, metódica y glacial como siempre, pero con una diferencia. No podía tratar a aquel boy como había tratado a todos los demás porque siempre, en el fondo de su ser, persistía aquel momento de terror que experimentara después de pegarle con el látigo, cuando pensó que iba a atacarla. Se sentía inquieta en su presencia. Sin embargo, el comportamiento del nativo era igual que el de los demás; riada en su actitud daba a entender que recordaba el incidente. Escuchaba el torrente de explicaciones y órdenes en silencio, con paciencia y atención. Siempre mantenía la mirada baja, como si le diera miedo mirarla. Pero ella no podía olvidarlo, aunque él lo hubiese hecho; y en su manera de hablarle existía una sutil diferencia. Era todo lo impersonal que podía, tanto que durante un tiempo su voz careció incluso del habitual matiz de irritación.
Solía permanecer muy quieta, observándole mientras trabajaba. La fascinaba su cuerpo macizo y atlético. Le había dado las camisas y los pantalones cortos blancos que los anteriores criados llevaban en la casa, pero eran demasiado pequeños para él y cuando barría, fregaba o se agachaba para encender el fogón, los músculos le abultaban, llenando el fino género de las mangas hasta dar la impresión de que iban a rasgarse. Parecía aún más ancho y alto de lo que era a causa del exiguo tamaño de la casa.
Era un buen trabajador, uno de los mejores que había tenido. Solía repasar las cosas detrás de él, intentando encontrar alguna deficiencia, pero rara vez le daba motivo de queja. Así pues, con el tiempo se fue acostumbrando a él y el recuerdo de aquel látigo blandido contra su rostro se desvaneció poco a poco. Le trataba como era natural tratar a los nativos y su voz volvió a adquirir el tono brusco e irritado. Pero él no replicaba nunca y aceptaba sus reprimendas a menudo injustas sin levantar siquiera la mirada del suelo. Parecía resuelto a pasar lo más desapercibido posible.