A menudo, durante el día, le vigilaba a hurtadillas, no como vigila un ama a su criado mientras trabaja, sino con una curiosidad atemorizada, recordando aquellos sueños. Y día tras día él la cuidaba, observando lo que comía, llevándole la comida sin que ella la pidiera, regalándole cosas pequeñas como un puñado de huevos del gallinero de los peones o un ramillete de flores silvestres.
Un día, mucho después de ponerse el sol, al ver que Dick no regresaba, Mary dijo a Moses:
– Manten la cena caliente. Voy a ver qué le ha ocurrido al amo.
Cuando estaba en el dormitorio para coger el abrigo, Moses llamó a la pared y anunció que iría él; Madame no debía andar sola en la oscuridad.
– Está bien -asintió Mary, quitándose el abrigo.
Pero no le ocurría nada malo a Dick; sólo se retrasó porque un buey se había roto una pata. Y cuando, una semana después, volvió a pasar la hora de su regreso habitual y Mary estaba preocupada, no hizo ningún esfuerzo para averiguar qué ocurría, temiendo que el nativo, con toda naturalidad y sencillez, se responsabilizara otra vez de su bienestar. Habían llegado a un punto en que ella consideraba sus acciones desde un único punto de vista: si servirían para que Moses reforzara aquella nueva relación humana surgida entre ambos de un modo que ella no pudiera controlar, lo cual tenía que evitar a toda costa.
En febrero, Dick tuvo otro ataque de malaria. Como el anterior, fue corto y repentino y muy agudo mientras duró. Mary tuvo que enviar otra nota por mensajero a la señora Slatter para pedirle que avisara al médico. Acudió el mismo de la otra vez. Miró la humilde vivienda con las cejas arqueadas y preguntó a Mary por qué no había seguido sus indicaciones. EUa no contestó.
– ¿Por qué no ha hecho cortar los matorrales que rodean la casa, donde pueden reproducirse los mosquitos?
– Mi marido no podía entretener en ello a los peones.
– Pero sí que puede perder el tiempo' estando enfermo, ¿eh?
Los modales del médico eran bruscos y solícitos, pero indiferentes en el fondo; después de ejercer tantos años en un distrito agrícola, sabía cuándo había perdido la partida como médico. No en el sentido económico, pues ya no contaba con el dinero, sino por culpa de los propios pacientes. Con aquella gente no había nada que hacer. Lo proclamaban los visillos, descoloridos por el sol, rotos y sin zurcir. Por doquier se veían pruebas de una desidia voluntaria. Era una pérdida de tiempo visitarles siquiera. Pero la costumbre le hizo examinar al febril y tembloroso Dick y recetarle lo acostumbrado. Dijo que Dick estaba exhausto, que se había quedado en los huesos y que corría el peligro de caer víctima de cualquier enfermedad. Habló con severidad, esperando asustar a Mary y obligarla a tomar medidas. Pero la actitud de ésta decía bien a las claras: «Todo es inútil.» Se marchó por fin con Charlie Slatter, éste sarcástico y disconforme, pero incapaz de reprimir la idea de que cuando el lugar le perteneciera quitaría las alambradas para añadirlas a sus propios gallineros y aprovecharía de algún modo la chapa ondulada de la casa y las dependencias.
Mary veló a Dick las dos primeras noches de su enfermedad, sentada en una silla dura para no quedarse dormida, cuidando de que los miembros inquietos no tirasen las mantas al suelo. Pero Dick no estaba tan mal como la vez anterior; ahora no tenía miedo porque sabía que el ataque pasaría en cuanto hubiera hecho su curso.
Mary no se preocupó de supervisar el trabajo de los campos; iba en el coche dos veces al día, para tranquilizar a Dick, pero se limitaba a realizar una inspección superficial e inútil. Los jornaleros holgazaneaban ante sus cabanas. Ella lo sabía, pero no le importaba. Apenas miraba los campos; la granja se había convertido en algo que no la concernía.
Durante el día, después de preparar las bebidas frías de Dick, que eran todo su alimento, se sentaba a la cabecera de la cama y se sumía en su habitual letargo. Su mente divagaba con incoherencia, deteniéndose en la primera escena de su vida pasada que acudiera por casualidad a su memoria. Pero ahora lo hacía sin nostalgia ni deseo. Y había perdido por completo el sentido del tiempo. Colocaba el despertador delante de ella, para recordar los intervalos regulares en que debía ir a buscar las bebidas de Dick. Moses le llevaba las bandejas de comida a las horas habituales y ella comía de forma maquinal, sin saber qué era y sin fijarse en que a veces dejaba el cuchillo y el tenedor sobre la mesa, tras un par de bocados, y se olvidaba de terminar lo que quedaba en el plato. La tercera mañana, mientras batía dentro de la leche un huevo que Moses le había regalado, éste preguntó:
– ¿Se ha acostado Madame esta noche?
Habló con aquella sencilla franqueza que siempre la desarmaba y a la que no sabía cómo responder.
Mirando burbujear la leche y evitando su mirada, contestó:
– Tengo que velar al amo.
– ¿Tampoco acostarse Madame la noche anterior?
– No -respondió simplemente ella y se fue con la leche al dormitorio.
Dick yacía inmóvil, delirando de fiebre, en un agitado duermevela. La temperatura no había bajado; el ataque era fuerte. Sudaba a mares, y después la piel le quedaba reseca, áspera y ardiente. Todas las tardes, el mercurio del termómetro subía en un abrir y cerrar de ojos en cuanto se lo metía en la boca y cada vez que lo miraba estaba más alto, hasta que hacia las seis alcanzaba los treinta y nueve grados, donde permanecía hasta la medianoche, mientras él daba vueltas, murmuraba y gemía. Al amanecer la fiebre descendía rápidamente por debajo de los valores normales y entonces el enfermo se quejaba de frío y pedía más mantas. Sin embargo, tenía todas las mantas de la casa sobre su cuerpo. Mary calentaba ladrillos en la cocina y los ponía junto a sus pies, envueltos en un paño.
Aquella noche Moses fue hasta la puerta del dormitorio y llamó, como hacía siempre. Ella le miró por la abertura de la cortina de arpillera bordada.
– ¿Qué quieres? -preguntó.
– Madame debe acostarse en esta habitación esta noche. Yo quedarme con el amo.
– No -replicó ella, pensando en la larga noche de íntima vigilia con el nativo-. Tú te vas a dormir a tu cabaña y yo me quedaré con el amo.
Él se acercó a la cortina y ella retrocedió un poco, para evitar su proximidad. Vio que llevaba en la mano un saco de maíz doblado, seguramente lo que necesitaba para pasar la noche.
– No, Madame tiene que dormir -dijo-. Estar cansada, ¿verdad?
Mary sentía agotamiento, pero insistió con voz dura y nerviosa:
– No, Moses, debo quedarme.
Él fue hacia la pared y colocó cuidadosamente su saco en un espacio entre los dos armarios; entonces se enderezó e inquirió, ofendido y en tono de reproche:
– Madame piensa que yo cuidar mal al amo, ¿eh? Yo también estar enfermo a veces. No dejar que se destape, ¿eh? -Se acercó a la cama, pero no demasiado, y miró el rostro encendido de Dick-. Yo darle bebida cuando despierte, ¿eh?
Y la voz, entre dolida e irónica, volvió a desarmarla. Le miró un instante a la cara, evitando sus ojos, y desvió en seguida la mirada. Pero no quería dar la impresión de que temía mirarle y dirigió la vista hacia su mano, aquella mano grande de palma rosada que pendía junto a su cuerpo. Moses volvió a insistir:
– ¿Madame pensar que yo no cuidar bien al amo? Ella titubeó y luego repitió con nerviosismo:
– No, pero debo quedarme.
Como si el nerviosismo y la vacilación hubieran sido respuesta suficiente, el hombre se inclinó y alisó las mantas del enfermo.
– Si el amo muy grave, yo avisar a Madame -la tranquilizó.
Le vio ante la ventana, tapando el cuadrilátero de cielo estrellado, cruzado por el follaje, esperando que ella se fuera.
– Si no descansar Madame también caer enferma -añadió.
Mary fue a su armario y sacó el abrigo. Antes de abandonar la habitación, dijo, para reafirmar su autoridad:
– Llámame si se despierta.
Se dirigió instintivamente a su refugio, el sofá de la sala, donde pasaba tantas horas del día, y se sentó en un extremo. No soportaba la idea de que aquel negro pasara toda la noche en la habitación contigua, tan cerca de ella, con una delgada pared de ladrillo por toda separación.
Al cabo de un rato se puso un almohadón detrás de la cabeza y se echó, después de taparse los pies con el abrigo. Era una noche sofocante y el aire de la pequeña estancia apenas se movía. La débil llama de la lámpara del techo estaba-muy baja y emitía un pequeño e íntimo resplandor que enviaba arcos de luz a la oscuridad del techo, iluminando un canalón de metal ondulado y una viga. En la habitación sólo había un delgado círculo amarillo sobre la mesa; todo lo demás estaba sumido en la penumbra, sólo se veían formas vagas y alargadas. Mary volvió un poco la cabeza para ver las cortinas de la ventana; no se movían y cuando escuchó, aguzando el oído, los pequeños ruidos nocturnos de la selva sonaron de repente tan altos como su propio corazón palpitante. Un ave gritó una vez desde los árboles que se alzaban a pocos metros de distancia, y los insectos chirriaban. Oyó el movimiento de las ramas como si algo pesado se abriera camino entre ellas, y pensó atemorizada en los árboles bajos que acechaban en torno a la casa. Nunca se había acostumbrado a la selva, jamás se había sentido a gusto en ella. Después de tantos años, todavía se alarmaba al pensar en el misterioso veld, donde se movían pequeños animales y hablaban pájaros desconocidos. Se despertaba a menudo por las noches y pensaba en la minúscula casa de ladrillos como en una concha frágil que podía desmoronarse bajo la presencia de la selva hostil. A veces imaginaba que, si abandonaban el lugar, una estación húmeda engulliría en su fermentación el exiguo espacio desbrozado y haría crecer árboles jóvenes entre los ladrillos y el cemento, de modo que en pocos meses no quedarían más que montones de escombros en torno a los troncos de los árboles.