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Yacía, tensa, en el sofá, con todos los sentidos agudizados y temblando como un animalillo acosado vuelto para hacer frente a sus perseguidores. Todo el cuerpo le dolía por la tensión. Escuchó los sonidos de la noche, a su propio corazón y los ruidos de la habitación contigua. Oyó las pisadas secas de unos pies encallecidos sobre la delgada estera, un tintineo de vasos, un murmullo del hombre enfermo. Entonces oyó acercarse las pisadas y un deslizamiento cuando el nativo se sentó sobre el saco, entre los armarios. Estaba allí, justo detrás de la delgada pared, ¡tan cerca que, de no haber los ladrillos, la espalda de él se hallaría a quince centímetros de su cara! Vio con claridad la ancha y musculosa espalda y se estremeció. Tan nítida fue su visión del nativo que creyó oler el tufo cálido y acre de los cuerpos negros. Podía olerlo, acostada allí en la oscuridad. Volvió la cabeza y la hundió en el almohadón.

Durante mucho rato no oyó nada más, sólo una respiración suave y regular. Se preguntó si sería Dick. Pero entonces éste volvió a murmurar algo y cuando el nativo se levantó para arreglarle las mantas', la respiración cesó. Moses volvió a su saco y Mary le oyó de nuevo deslizarse por la pared y en seguida reanudarse la respiración regular. ¡Era él! Oyó varias veces a Dick moverse y llamar con aquella voz pastosa que no era la suya, sino efecto de su delirio, y cada vez el nativo se levantaba para acudir a la cabecera del enfermo. Entre aquellas llamadas, Mary estaba atenta a la suave respiración que, mientras daba vueltas en el sofá, le parecía que procedía de toda la habitación, primero del lado mismo del sofá y después de la tenebrosa esquina opuesta. Sólo podía localizar el sonido cuando se volvía de cara a la pared. Se quedó dormida en aquella posición, como si escuchara a través del ojo de una cerradura.

Fue un sueño inquieto y poco reparador, lleno de pesadillas. Una vez la despertó un movimiento y vio la oscura sombra del hombre apartando las cortinas. Contuvo el aliento, pero al oírla moverse, él la miró y al instante desvió la vista y pasó sin hacer ruido por delante de ella en dirección a la cocina. Sólo salía unos minutos para hacer sus necesidades. Le siguió con la imaginación mientras cruzaba la cocina, abría la puerta y se desvanecía solo en la oscuridad. Entonces volvió a hundir la cara en la almohada, estremeciéndose como cuando había imaginado que olía al nativo. Pensó: «No tardará en volver.» Permaneció muy quieta, fingiendo que dormía. Pero no volvió inmediatamente y al cabo de unos minutos de espera, Mary fue al dormitorio sumido en la penumbra donde Dick yacía inmóvil, con los miembros encogidos. Le tocó la frente; estaba húmeda y fría, de modo que debía ser más de medianoche. El nativo había cogido todas las mantas de una silla para amontonarlas sobre el enfermo. Ahora las cortinas se movieron detrás de ella y una fresca brisa le sopló en la nuca. Cerró la mitad de la ventana más próxima al lecho y se quedó quieta, escuchando el tictac del reloj, muy ruidoso de repente. Se inclinó para mirar la esfera ligeramente luminosa y vio que aún no eran las dos; sin embargo, tenía la impresión de que habían pasado muchísimas horas. Oyó un ruido a sus espaldas y, como si fuera culpable de algo, se apresuró a acostarse de nuevo. Entonces oyó las pisadas de Moses en dirección al dormitorio contiguo y le vio mirarla para saber si estaba dormida. Ahora se sentía muy desvelada e incapaz de dormir. Tenía frío, pero no quería levantarse a buscar más mantas. Imaginó de nuevo que olía aquel tufo cálido, y a fin de olvidar aquella sensación volvió la cabeza hacia las cortinas, hinchadas por el fresco aire nocturno. Dick se había tranquilizado y en la habitación contigua ya no se oía más que aquella suave respiración rítmica.

Por fin concilio el sueño, y esta vez tuvo inmediatamente unas horribles pesadillas.

Era una niña y jugaba en un pequeño y polvoriento jardín frente a la casa de madera y hierro con amigos que en su sueño carecían de rostro. Ella ganaba el juego, lo dirigía y ellos la llamaban y le preguntaban cómo se debía jugar. Estaba al sol, junto a los geranios de seca fragancia, con todos los niños a su alrededor. Oyó la voz cortante de su madre, ordenándole que entrara, y abandonó a paso lento el jardín para subir a la veranda. Tenía miedo. Su madre no estaba allí, por lo que entró en la casa. Se detuvo ante la puerta del dormitorio, llena de asco. Vio a su padre, aquel nombre de baja estatura y estómago blando y protuberante, que bromeaba y olía a cerveza y a quien ella detestaba, abrazar a su madre frente a la ventana. Su madre luchaba, fingía protestar y le esquivaba, juguetona. Entonces él se inclinó sobre ella y entonces Mary huyó corriendo.

Después soñó que jugaba, esta vez con sus padres y hermanos, antes de acostarse. Jugaban al escondite y le tocaba a ella taparse los ojos mientras su madre se ocultaba. Sabía que sus hermanos mayores les observaban desde un rincón de la sala; el juego era demasiado infantil para ellos y estaban perdiendo el interés. Se reían de ella porque lo tomaba tan en serio. Su padre le cogió la cabeza y la apretó contra sus piernas con las manos pequeñas y peludas a fin de taparle los ojos, riendo y bromeando a gritos porque su madre tenía que esconderse. Mary aspiró el fuerte olor de la cerveza y -como tenía la cabeza apretada contra la gruesa tela de sus pantalones- el fétido olor masculino que siempre asociaba con él. Luchó para levantar la cabeza, porque casi se ahogaba, pero su padre aumentó la presión, burlándose de su pánico. Y los otros niños también se burlaron. Gritó en el sueño y casi se despertó, ansiosa de abrir los ojos y escapar del terror de la pesadilla.

Pensaba que aún estaba despierta y yacía rígida en el sofá, escuchando atenta la respiración del cuarto contiguo. Pasó mucho rato esperando cada suave expulsión de aire. De pronto se hizo el silencio. Miró con terror creciente a su alrededor, sin atreverse a mover la cabeza por miedo de despertar al nativo que estaba al otro lado de la pared, y con la vista fija en el círculo de luz mortecina que caía sobre la tosca superficie de la mesa. En el sueño adquirió la convicción de que Dick había muerto, de que Dick estaba muerto y el negro esperaba a que ella entrara en la habitación. Se sentó con movimientos lentos, sacando los pies de entre los pesados pliegues del abrigo, intentando controlar su terror y repitiéndose a sí misma que no había nada que temer. Por fin pudo juntar las piernas y bajarlas por el borde del sofá, con cuidado de no hacer ningún ruido. Se sentó, temblorosa, intentando calmarse, hasta que obligó a su cuerpo a ponerse en pie y quedarse en medio de la habitación, donde midió la distancia que la separaba del dormitorio; entonces vio con terror las pieles de animales que cubrían el suelo porque parecían moverse bajo la luz oscilante de la lámpara. La piel de leopardo que había frente al umbral daba la impresión de tomar forma e hincharse y sus pequeños ojos de cristal parecían mirarla con fijeza. Corrió hacia el umbral para huir de ellos. Alargó cautamente la mano para apartar la cortina y echó una mirada al dormitorio. Sólo pudo distinguir la forma de Dick acostado bajo las mantas, pero aunque no vio al africano, sabía que la estaba esperando entre las sombras. Apartó la cortina un poco más y vio una pierna estirada, una pierna de tamaño mayor que el natural, gigantesca. Avanzó unos pasos para verle mejor. En el sueño, sintió irritación y enfado porque el nativo se habla dormido, acurrucado junto a la pared, exhausto tras la larga vigilia. Estaba sentado en la misma posición que le había visto adoptar a veces al sol, con una rodilla doblada y el brazo apoyado en ella, con la palma de la mano hacia arriba y los dedos un poco curvados. La otra pierna, la que había visto primero, estaba extendida y llegaba casi hasta donde ella se encontraba; vio a sus pies la piel gruesa de la planta, llena de duricias y callosidades. Tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, haciendo resaltar aún más su cuello macizo. Sintió lo mismo que cuando, despierta, esperaba encontrar sin hacer algo del trabajo que le pagaban por llevar a cabo y, después de la inspección, resultaba que todo estaba hecho. Su enojo contra sí misma se convirtió en ira contra el nativo, y volvió a mirar hacia el lecho, donde Dick yacía inmóvil. Pasó por encima de la pierna gigantesca estirada en el suelo y se acercó en silencio al lecho, quedando de espaldas a la ventana. Al inclinarse sobre Dick, sintió en los hombros el aire frío de la noche y se dijo, encolerizada, que el nativo había vuelto a abrir la ventana y causado con ello la muerte de Dick. Éste tenía muy mal aspecto. Estaba muerto, amarillento, con la boca abierta y los ojos fijos. En sueños, extendió la mano para tocarle la piel. La notó fría y sólo experimentó alivio y exaltación. Entonces se arrepintió de su júbilo e intentó sentir la pena que el caso requería. Mientras continuaba observando la inmovilidad de Dick, intuyó que el nativo se había despertado en silencio y la miraba. Sin mover la cabeza, vio por el rabillo del ojo que doblaba la pierna extendida y adivinó que estaba de pie en la sombra y que se acercaba a ella. Tuvo la impresión de que el cuarto era muy grande y de que él se aproximaba lentamente desde una inmensa distancia. Esperó, rígida por el miedo, cubierta por un sudor frío. Se acercaba muy despacio, obsceno y fuerte, y no sólo él, sino también su padre la estaba amenazando. Avanzaban juntos, fundidos en una sola persona, y pudo oler, no el tufo de los nativos, sino el olor de piel sucia de su padre que llenó la habitación con su fetidez, parecido al de un animal; y sintió vértigo y debilidad en las rodillas y las ventanas de la nariz se le dilataron. Consciente sólo a medias, se apoyó en la pared y casi cayó por la ventana abierta. Él se acercó más y la sujetó por un brazo. Oyó la voz del africano consolándola de la muerte de Dick con acento protector; pero al mismo tiempo vio a su padre, horrible y amenazador, tocándola con deseo.