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Gritó, sabiendo de repente que estaba dormida y era víctima de una pesadilla. Gritó una y otra vez, desesperadamente, intentando despertarse de aquel horror. Pensó: «Mis gritos asustarán a Dick» y luchó en las arenas movedizas del sueño. Entonces se despertó e incorporó, jadeando. El africano se hallaba en pie a su lado, con los ojos ribeteados de rojo y medio dormido, alargándole una bandeja con el té. La habitación estaba invadida por una espesa luz grisácea y la lámpara, todavía encendida, enviaba hacia la mesa un rayo delgado. Al ver al nativo, palpitante aún en ella el terror de la pesadilla, se refugió en un extremo del sofá, respirando deprisa e irregularmente y observándole en un paroxismo de pavor. Con ademanes torpes, a causa de su somnolencia, él dejó la bandeja sobre la mesita, mientras Mary luchaba por separar el sueño de la realidad.

El hombre dijo, observándola con expresión curiosa:

– El amo estar, dormido.

Y el convencimiento de que Dick yacía muerto en "la habitación contigua se desvaneció. Pero continuó vigilando al negro, suspicaz, sin poder articular una palabra. Vio en el semblante de él sorpresa ante su actitud temerosa y aparecer poco a poco aquella mirada que había visto con tanta frecuencia últimamente, medio sarcástica, especulativa y brutal, como si estuviera juzgándola. De pronto inquirió en voz baja:

– Madame tener miedo de mí, ¿eh?

Era la misma voz del sueño y, al oírla, Mary tembló y sintió debilidad en todos los miembros. Luchó por controlar la propia voz y dijo en un susurro al cabo de unos minutos:

– No, no, no, no te tengo miedo. -Y entonces se enfureció consigo misma por negar algo que ni siquiera tendría que haber admitido.

Le vio sonreír y bajar la mirada hasta sus manos, que temblaban. Dejó vagar los ojos con lentitud hasta su rostro, fijándose en los hombros encogidos y en el cuerpo apoyado pesadamente contra los almohadones. Repitió con acento casual y familiar:

– ¿Por qué Madame tener miedo de mí? Medio histérica, con voz estridente y una risa nerviosa, ella replicó:

– No seas ridículo. No te tengo ningún miedo.

Habló como hubiera hablado a un blanco con el que coqueteara ligeramente. Cuando se oyó pronunciar las-palabras y vio la expresión en el rostro del hombre, estuvo a punto de desmayarse. Le vio dirigirle una mirada larga, lenta e imponderable y después, dar media vuelta y salir del aposento.

Cuando se hubo ido, Mary se sintió liberada de una inquisición. Permaneció débil y temblorosa, pensando en el sueño y tratando de disipar la niebla de terror.

Al cabo de un rato se sirvió un poco de té, derramándolo en el plato. Una vez más, como había hecho en sueños, se obligó a levantarse y entrar en la habitación contigua. Dick dormía tranquilo y parecía estar mejor. Sin tocarle, salió a la veranda, donde se apoyó sobre los helados ladrillos de la balaustrada, inspirando a fondo el fresco aire matutino. Aún no había amanecido. Todo el cielo era claro e incoloro, veteado por rosadas franjas de luz, pero aún reinaba la oscuridad entre los árboles silenciosos. Vio hilillos de humo levantarse de las pequeñas chozas de los peones y recordó que debía ir a tocar el gong para que diera comienzo el trabajo del día.

Durante todo el día permaneció como de costumbre en el dormitorio, viendo cómo Dick mejoraba hora tras hora, aunque aún estaba muy débil y no se encontraba lo bastante bien para dar muestras de irritación.

No fue a los campos y evitó al nativo; se sentía muy poco segura de sí misma y no tenía fuerzas para enfrentarse a él. Cuando se hubo ido después del almuerzo, que era su tiempo libre, entró apresurada en la cocina, preparó casi furtivamente la leche fría para Dick y volvió al dormitorio, mirando hacia atrás como si la persiguieran.

Aquella noche cerró con llave todas las puertas de la casa y se acostó junto a Dick, agradecida, quizá por primera vez en su matrimonio, por su proximidad.

Dick reanudó el trabajo a la semana siguiente.

De nuevo fueron transcurriendo los días, casi empujándose el uno al otro, los largos días que pasaba sola en la casa con el africano mientras Dick trabajaba en sus campos. Mary estaba luchando contra algo que no comprendía. A medida que pasaba el tiempo, Dick era cada vez más irreal para ella, mientras que la idea del africano llegó a hacerse obsesiva. Era una pesadilla: el corpulento negro siempre en la casa con ella, de modo que era imposible escapar de su presencia; aquella idea la obsesionaba y Dick apenas existía para ella.

Desde el momento en que se despertaba por la mañana y veía al nativo inclinado sobre ellos con el té, desviando la mirada de sus hombros desnudos, hasta el momento en que salía de la casa por la noche, Mary no podía relajarse. Hacía sus quehaceres domésticos con una especie de temor, intentando esquivarle; cuando él estaba en una habitación, ella iba a la otra. No quería mirarle, sabía que sería fatal cruzar su mirada con la suya, porque ahora existiría siempre el recuerdo de su miedo y del modo como le había hablado aquella noche. Solía darle las órdenes a toda prisa, con la voz tensa, y abandonar en seguida después la cocina, porque temía oírle hablar con aquel nuevo tono en la voz: familiar, medio insolente y dominante. Estuvo doce veces a punto de decir a Dick: «Tiene que irse», pero nunca se atrevía. Se interrumpía siempre, incapaz de afrontar la cólera que desencadenaría su decisión. Pero se sentía como en el interior de un túnel oscuro, acercándose a algo definitivo, algo que no podía imaginar, pero que la esperaba de forma inexorable e irreversible. Y en la actitud de Moses, en su modo de moverse y hablar, en aquella insolencia íntima, confiada y arrogante, veía que él también estaba esperando. Eran como dos antagonistas a punto de atacarse, mudos ante el encuentro final. Sólo que él era fuerte y estaba seguro de sí mismo, mientras que ella se encontraba debilitada por el miedo, por el tormento de las pesadillas nocturnas y por su obsesión.

Capítulo décimo

Las personas que llevan una vida retirada, ya sea por necesidad o por gusto, y que no se interesan por los asuntos de sus vecinos, sienten siempre cierta inquietud y desazón si se enteran por casualidad de que éstos hablan acerca de ellos. Es como si una persona dormida se encontrara al despertarse rodeada de un círculo de desconocidos mirándole fijamente. Los Turner, que prestaban al «distrito» la misma atención que si hubieran vivido en la luna, se habrían asombrado de haber sabido que durante años habían constituido el principal tema de conversación entre los agricultores más próximos. Incluso aquellos a quienes sólo conocían de nombre o de quienes ni siquiera habían oído hablar, chismorreaban sobre ellos con un conocimiento íntimo debido enteramente a los Slatter. Los Slatter tenían toda la culpa, pero… ¿cómo reprochárselo? Nadie cree de verdad en la malevolencia de los chismes, salvo los que han sufrido por su causa; y si se les hubiera censurado, los Slatter habrían respondido: «No hemos dicho nada más que la verdad», aunque con aquella tímida indignación que ya es de por sí una confesión de culpa. La señora Slatter tendría que haber sido una mujer extraordinaria para permanecer absolutamente imparcial y justa con Mary después de todos los desaires recibidos. Porque había realizado repetidos intentos de «sacar a Mary de su ensimismamiento», según sus propias palabras. Intuyendo su desmesurado orgullo (también ella tenía mucho), la había invitado una y otra vez a fiestas, partidos de tenis o bailes informales. Incluso después de la segunda enfermedad de Dick trató de hacer salir a Mary de su aislamiento; el médico había sido muy claro y cínico sobre el matrimonio Turner. Pero siempre llegaban aquellas escuetas notas de Mary (los Turner no se habían hecho instalar el teléfono, a diferencia de todo el mundo, a causa del gasto) que equivalían a despreciar una mano extendida. Cuando la señora Slatter se encontraba con Mary en la tienda los días de correo, siempre la invitaba, con invariable cortesía, a visitarla cuando quisiera. Y Mary replicaba muy tiesa que lo haría encantada, pero que «Dick estaba muy ocupado aquellos días». Por otra parte, hacía mucho tiempo que nadie había visto a Mary o a Dick en la estación.