Выбрать главу

– ¿No te desnudas? -preguntó por fin Dick, con aquella voz desesperada y paciente.

Ella obedeció, se despojó de la ropa y se metió en la cama, donde permaneció despierta, escuchando. Notó que él alargaba la mano para tocarla y al instante se inmovilizó. Pero en realidad estaba muy lejos de ella, no le importaba nada; era como si se hallara al otro lado de una gruesa pared de cristal.

– ¿Mary?

Permaneció silenciosa.

– Mary, escúchame. Estás enferma. Tienes que dejar que te lleve al médico.

Le pareció que era el joven inglés quien hablaba; de él había partido esta preocupación por ella, esta fe en su inocencia básica, esta absolución de culpa.

– Claro que estoy enferma -contestó en tono confidencial, dirigiéndose al inglés-. Lo he estado siempre, hasta donde me alcanza la memoria. Estoy enferma de aquí. -Se sentó en la cama, muy erguida, señalándose el pecho. Pero en seguida dejó caer la mano y olvidó al inglés.

La voz de Dick sonó en sus oídos como el eco de una voz que llegara desde el otro confín de un valle. Empezó a escuchar a la noche que la rodeaba. Y lentamente la fue dominando el terror que ya había presentido. Se echó y hundió la cara en la oscuridad de las almohadas, pero tenía los ojos iluminados y a contraluz vio una forma oscura que la esperaba. Volvió a incorporarse, temblando. Él estaba en la habitación. ¡Justo a su lado! Pero no había nadie, nadie. Oyó retumbar un trueno y, como tantas otras veces, vio serpentear el relámpago en la pared oscurecida. Tuvo la impresión de que la noche se cernía sobre ella y la pequeña casa se inclinaba como una vela derretida por el calor. Oyó el crac, crac, los inquietos movimientos del hierro que tenía sobre la cabeza, y le pareció que un vasto cuerpo negro, como una araña humana, se arrastraba por el tejado, tratando de entrar. Estaba sola, indefensa, encerrada en una minúscula caja negra cuyas paredes se cerraban sobre ella y cuyo tejado descendía sobre su cabeza. Estaba en una trampa, acorralada e indefensa. Pero tendría que salir e ir a su encuentro. Impulsada por el miedo, pero también por la irritación, se levantó de la cama sin hacer ruido. De manera gradual, moviéndose apenas, dejó caer las piernas por el borde de la cama y entonces, asustada de pronto por los oscuros remolinos del suelo, corrió hasta el centro de la habitación. Allí se detuvo. El movimiento de un relámpago en las paredes la obligó a avanzar de nuevo. Se quedó quieta entre los pliegues de la cortina, sintiendo sobre la piel el áspero roce de la tela, como un pellejo de animal. Se la sacudió de la cara y se preparó para la huida a través de la sala, que estaba llena de formas amenazadoras. Otra vez el pellejo de animales, pero ahora bajo sus pies. La zarpa larga y suelta de un gato montes le atrapó un pie cuando la pisó, haciéndole proferir un pequeño gemido de miedo y mirar por encima del hombro hacia la puerta de la cocina, que estaba oscura y cerrada con llave. Llegó a la veranda y retrocedió hasta quedar de espaldas contra la pared. Así estaba protegida, colocada como debía estar, como sabía que debía esperarle. La idea la tranquilizó, la niebla de terror que nublaba sus ojos se disipó y, cuando serpenteó otro relámpago, pudo ver que los dos perros yacían en la veranda con las cabezas levantadas, mirándola. No vio nada más allá de los tres esbeltos pilares y de los rígidos contornos de los geranios hasta que volvió a relampaguear y entonces los apiñados troncos de los árboles se destacaron contra el cielo cubierto de nubes. Le pareció que se aproximaban mientras los miraba y se apretó contra la pared con todas sus fuerzas, hasta que sintió en la carne, a través del camisón, la superficie rugosa del ladrillo. Movió la cabeza para despejarla y los árboles se detuvieron y esperaron. Tuvo la sensación de que si no dejaba de mirarlos, no se acercarían más a ella. Sabía que debía estar atenta a tres cosas: los árboles, para que no se lanzaran contra ella cuando estuviera desprevenida; la puerta que tenía a su lado y por la que podía salir Dick; y los relámpagos que corrían y bailaban, iluminando los negros nubarrones. Con los pies firmemente plantados sobre el tibio y tosco ladrillo del pavimento, y la espalda adosada a la pared, se mantenía vigilante, con todos los sentidos en tensión, respirando con rigidez en pequeños jadeos.

De pronto, mientras oía retumbar el trueno y agitarse los árboles, el cielo se iluminó y pudo ver la silueta de un hombre emergiendo de la oscuridad, yendo hacia ella y deslizándose en silencio por los escalones; los perros, al verle, movieron las colas en señal de bienvenida. A dos metros de distancia, Moses se detuvo. Ella vio sus hombros anchos, la forma de su cabeza, el brillo de sus ojos. Y al verle, sus emociones sufrieron un cambio inesperado, creando en ella un extraordinario sentimiento de culpa; pero inspirado por él, con quien había sido desleal, y a instancias de lo inglés. Tuvo la impresión de que sólo necesitaba dar un paso, explicar, apelar, y el terror se disolvería. Abrió la boca para hablar y, en aquel preciso momento, vio que él tenía la mano levantada sobre su cabeza y que empuñaba una forma larga y curvada; y supo que era demasiado tarde. Todo su pasado desfiló ante sus ojos y su boca, abierta en una imploración, emitió el comienzo de un grito, que fue silenciado por una mano negra insertada entre sus mandíbulas. Pero el grito continuó en el estómago, ahogándola; y levantó las manos, como si fueran garras, para detenerle. Y entonces la selva se vengó; éste fue su último pensamiento. Los árboles avanzaron en tropel, como bestias, y el trueno señaló su embestida. Cuando el cerebro se apagó por fin, hundiéndose en escombros de horror, Mary vio descender el otro brazo por encima del que mantenía su cabeza apretada contra la pared. Las piernas se le doblaron y el rayo saltó de la oscuridad y se hundió con el centelleante acero.

Moses, al soltarla, vio que se desplomaba en el suelo. El sonido de un goteo constante sobre el hierro del tejado le devolvió la conciencia de su entorno y se irguió, volviendo la cabeza hacia uno y otro lado y enderezando el cuerpo. Los perros gruñían a sus pies, pero aún movían las colas; aquel hombre les había alimentado y cuidado; Mary les trataba con antipatía. Moses les dio unas palmadas en el hocico con la palma abierta, haciéndoles retroceder un poco, y ellos se quedaron observándole, perplejos, gimiendo suavemente.

Empezaba a llover; grandes gotas resbalaron por la espalda de Moses, que sintió un escalofrío. Y otro sonido de goteo le hizo bajar la vista y mirar el trozo de metal que sostenía, que había encontrado en la selva y pasado el día puliendo y afilando. La sangre caía sobre el suelo de ladrillos. Una curiosa división de intenciones se hizo patente en sus próximos movimientos. Primero dejó caer el arma al suelo, como si le diera miedo, y luego cambió de idea y la recogió. La mantuvo sobre el muro de la veranda, bajo la lluvia, ahora torrencial, y al cabo de unos momentos la retiró. Entonces vaciló, mirando a su alrededor. Se metió el acero en el cinto, puso las manos bajo la lluvia y, una vez limpias, se dispuso a andar bajo el aguacero hasta su choza, preparado para declararse inocente. Pero esta intención también pasó. Empuñó el arma, la miró y la tiró junto a Mary, indiferente de pronto y poseído por una necesidad nueva.

Haciendo caso omiso de Dick, que dormía al otro lado de la pared, pero que no era importante, ya que había sido derrotado hacía mucho tiempo, Moses saltó el muro de la veranda y fue a caer sobre un charco de lluvia que le salpicó hasta los hombros, dejándole empapado en un instante. Fue hacia la cabaña del inglés en la inundada oscuridad, chapoteando en el agua que le llegaba hasta las pantorrillas. Miró hacia dentro. Era imposible ver nada, pero podía oír; conteniendo el aliento, escuchó, atento, a través de la lluvia la respiración del inglés. Pero no pudo oír nada. Se agachó para cruzar el umbral y se acercó sin ruido hasta la cama. Su enemigo, al que había burlado, estaba durmiendo. El nativo se volvió con desdén y volvió a la casa. Pareció querer pasarla de largo, pero cuando llegó a la altura de la veranda, se detuvo, apoyó la mano en el muro y miró hacia dentro. La noche era tan oscura que no vio nada. Esperó a que el acuoso reflejo de un relámpago iluminase por última vez la pequeña casa, la veranda, el bulto informe de Mary sobre los ladrillos y los perros que se movían inquietos a su alrededor, gimiendo todavía con suavidad, indecisos. Llegó el relámpago: un prolongado destello de luz, como un amanecer lluvioso. Y aquél fue su último momento de triunfo, un momento tan perfecto y completo que eliminó la urgencia de cualquier pensamiento de huida, dejándole indiferente. Cuando volvió la oscuridad, retiró la mano del muro y caminó despacio bajo la lluvia hacia el chaparral, aunque es imposible decir qué sentimientos de dolor, piedad e incluso afecto humano no correspondido componían la satisfacción de su venganza porque, cuando había caminado unos doscientos metros por el empapado chaparral, se detuvo, d media vuelta y se apoyó en un árbol, sobre un hormiguero. Y allí permanecería hasta que sus perseguidores, a su vez fueran a buscarle.