– Adelante -dijo, imaginándose que debía tratarse de Ula que venía a buscar la bandeja.
– Soy Stone -dijo una voz familiar-. ¿Te apetece un poco de compañía?
Le apetecía muchísimo, aunque no estaba segura de ser capaz de responder con serenidad y sin que el corazón le latiese como una locomotora.
– Sí, por favor -le contestó, y le resultó odioso parecer tan ansiosa de verle.
– Necesito que apagues la luz -le dijo.
Cathy dudó. Había querido preguntarle a Ula por las cicatrices de Stone, pero no había tenido valor para hacerlo, así que apagó la luz de la mesilla y la habitación quedó sumida en la oscuridad de la noche. La única luz provenía del pasillo, y no era más que un reflejo lejano, de modo que Stone quedó reducido a una sombra que se movía y entraba en la habitación.
– ¿Cómo te encuentras?
Le vio acercarse al sofá de la ventana. Se movía con la seguridad de alguien familiarizado con la noche.
– Mejor. Un poco desorientada, sólo. Es que todo ha ocurrido tan rápido…
– ¿Qué tal la cabeza y la rodilla?
Se recostó en la almohada. Si cerraba los ojos, podía fingir que hablaban por teléfono, como habían hecho en cientos de ocasiones. Podría olvidar que estaba en la habitación con ella. Pero Stone estaba allí, y casi sonrió. La verdad era la contraria: que ella estaba allí con él. Aún no podía creérselo.
Menos mal que sólo le había preguntado por la cabeza y la rodilla, y no por el estómago, ya que parecía haberse quedado de pronto vacío.
– Sigo teniendo un buen chichón -dijo, tocándoselo con los dedos-, y la rodilla está muy rígida y algo hinchada.
– La terapeuta te ayudará a mejorar. Empiezas mañana, pero quiero que te lo tomes con tranquilidad. Es lo que ha mandado el médico: mucho descanso y tiempo para recuperarte. Ula está encantada de tener alguien a quien mimar.
Cathy pensó en la expresión de Ula y no le pareció que la palabra encantada describiese a la perfección su actitud.
– No quiero ser una molestia -empezó-. Todo esto es tan…
Stone levantó en alto una mano.
– No lo digas. Quiero ayudarte. Cuando la alarma se disparó mientras hablábamos… -carraspeó-. No sabía qué te había pasado. En lo único que podía pensar era en que tenía que llegar como fuera a tu oficina para saber si estabas bien.
Cathy frunció el ceño.
– La verdad es que no recuerdo demasiado de esa noche -admitió-. Todo está como entre niebla. Sé que estábamos hablando cuando se disparó la alarma. Al principio pensé que se trataba de una prueba. Después, olí el humo -pensar en ello le daba dolor de cabeza. Tenía aquel olor grabado en la pituitaria y se estremeció-. Recuerdo que me hablabas. Tenía tanto miedo…
– No tenemos por qué hablar de ello si te molesta.
– No, no pasa nada. No recuerdo mucho después de la llamada a los bomberos. Me han dicho que hubo una explosión -y volvió a frotarse la sien-. Salí disparada y aterricé con la cabeza y la rodilla.
– Me alegro de que estés bien.
Su voz le era familiar e intentó verlo, pero la oscuridad era demasiado intensa. ¿Estaría ocurriendo todo aquello de verdad? ¿Estaba de verdad en casa de Stone, hablando con él, contando con la ayuda de una terapeuta que él había pagado, y quién sabe cuántas cosas más?
– ¿Por qué haces todo esto? -le preguntó.
– Porque quiero hacerlo. Somos amigos. Si la situación fuese a la inversa, ¿no me habrías ayudado tú?
– Por supuesto, pero esa no es la cuestión.
– Entonces, ¿cuál es?
Se acercó al sofá y vio su silueta acomodarse en un punto. Era un hombre alto y de espalda ancha, pero no parecía corpulento. Sus facciones seguían siendo desconocidas para ella. Parecía llevar pantalones de pinzas y camisa de manga larga, pero no podía estar segura. Menos mal que, si ella no podía verlo, él tampoco a ella, aunque había podido hacerlo mientras estaba en el hospital.
Pensó en él viéndola dormir. Viendo la verdad y consciente de que todo lo que le había dicho era una mentira.
– La cuestión es -susurró-, que soy un fraude. No soy una rubia preciosa con una vida excitante, sino… -la voz le falló y las lágrimas le atoraron la garganta-. Mis amigos no existen. De hecho, no tengo amigos. Incluso Muffin era una mentira.
La última palabra fue apenas audible en el silencio de la habitación.
Recordó cómo Stone le había dado la mano en el hospital, y deseó que lo hiciera en aquel momento, que se acercara a ella y le ofreciera consuelo.
– Nada de todo eso importa -dijo él.
– No te creo -la irritación le dio fuerza-. No puedes decirlo en serio. Te he engañado.
– Lo que has hecho ha sido inventar historias sobre tu propia vida. Hay una diferencia, Cathy. No has hecho daño a nadie. Todos fingimos de una manera o de otra. En el trabajo, por ejemplo, suelo tirarme faroles enormes.
– Esto ha sido mucho más -tragó saliva. La amenaza de las lágrimas había cedido-. Pero tienes razón en una cosa: que no pretendía hacer daño a nadie -una sonrisa triste se dibujó en sus labios-. No pretendía hacerte daño a ti, quiero decir. No había nadie más.
– Entonces, si yo estoy dispuesto a olvidar lo pasado, ¿por qué tú no?
Porque su vida nunca había sido tan sencilla o tan simple. Las situaciones siempre eran complicadas para ella. Pero quizás, en aquella ocasión, las cosas fueran diferentes. Ojalá fuese verdad.
– Supongo que pienso que debería ser castigada o algo así -confesó.
– No te puedes mover de la cama tras una operación de rodilla y has estado a punto de morir en un incendio. ¿Es que no te parece suficiente castigo?
– No lo había considerado de esa manera.
– Pues considéralo y luego, olvídalo. Empezaremos desde el principio. Hola, Cathy, soy Stone Ward. Háblame de ti.
– No hay nada que contar. Precisamente por eso me inventé las historias. La verdadera Cathy Eldridge es muy aburrida.
– Pues a mí me parece brillante y divertida. Háblame de tu familia. En el hospital me dijeron que no habían conseguido ponerse en contacto con ellos.
Pretendía que se sintiera mejor, pero había tomado la dirección equivocada. Aquella conversación era más dolorosa para ella que el recuerdo de sus mentiras. Había pasado ya mucho tiempo, se recordó, y el pasado ya no tenía capacidad de herirla.
– No tengo familia -le dijo-. Mi padre se marchó y no sé si está vivo o muerto. Nos dejó cuando yo era un bebé. Mi madre nunca me contó nada de él. Ni siquiera sé de dónde era. Mi madre era huérfana, así que siempre estuvimos las dos solas. Ella…
Cathy hizo una pausa. ¿Cómo iba a poder resumir su vida en unas cuantas frases?
– No tenemos que hablar de esto si no quieres.
– No, no pasa nada. Bebía mucho. Yo me ocupaba de ella, y cuando estaba sobria, era fantástica, y así es como intento recordarla. Pero como no podía saber cómo iba a estar en un momento determinado, no hice muchos amigos. Hubieran querido venir a visitarme a casa, y no podía correr ese riesgo.
– Muy solitario, ¿no?
– Sí -se encogió de hombros-. Me acostumbré. Siempre he sido muy solitaria.
– Es algo que tenemos en común.
Cathy miró su silueta y se preguntó por qué habría elegido vivir así, tan apartado del resto del mundo. Él podría encajar en cualquier parte. Incluso si la cicatriz era tan horrible como él decía, la gente lo comprendería. Los amigos sobre todo.
– Tenía un montón de sueños -le confesó-. Sobre lo que pasaría cuando por fin pudiese vivir sola. Me imaginaba una vida maravillosa, poco más o menos como la que te conté a ti.
– Aún puedes conseguirlo.
Cathy pensó en su trabajo en el servicio de contestador. No le pagaban mucho, y no estaba capacitada para conseguir otro trabajo. Una vez pensó en ir a la universidad, pero en lugar de seguir con su educación como habían hecho todos sus compañeros del instituto, ella se quedó en casa cuidando de su madre. El alcohol se había cobrado su precio en su cuerpo destrozado, y pasó casi dos años intentando morir.