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– En teoría, esos sueños pueden hacerse realidad -dijo Cathy-, pero ha pasado ya tanto tiempo que casi me he olvidado de ellos, y ya han dejado de importarme.

– No estoy de acuerdo.

Cathy sabía por experiencia que no servía de nada discutir con él.

– ¿Y tus sueños? -le preguntó-. ¿Cuáles son?

– Tengo todo lo que necesito.

Hubiera querido decirle que tener y desear no era lo mismo, pero no creyó que debiera hacerlo.

Quedaron entonces en silencio, pero en un silencio cómodo. Le gustaba oír su voz así. Era algo distinta a como la oía por teléfono, y además, podía verlo. Bueno, más o menos. Con él en la habitación, no se sentía tan sola.

– ¿Por qué me has traído aquí? -Quiso saber-. Y esta vez, dime la verdad.

– Lo que te dije antes ya era la verdad. Te he traído aquí porque me preocupo por ti. Durante estos dos últimos años, hemos llegado a ser amigos, y como la amistad es algo que no abunda, intento conservar los pocos que tengo. Quiero que te pongas bien, y egoístamente decidí traerte aquí para asegurarme de que eso ocurría. ¿He contestado tu pregunta?

Sí, pero con ello había despertado cien interrogantes más. Decía que era su amiga, y quizás esa fuera la única explicación lógica, porque podría haber colgado el teléfono durante el incendio, o haberse limitado a enviar le unas flores al hospital. Quizás debiera dejar de preguntarle por sus motivos y creerle.

– Gracias -dijo en voz baja.

– De nada. Ahora, cierra los ojos.

– ¿Qué?

– Ya me has oído -replicó, y sonrió-. Vamos, que ya sabes que puedes confiar en mí.

– Yo… -Cathy intentó verlo, pero fue un esfuerzo inútil-. De acuerdo.

¿Iba a encender la luz? ¿Querría mirarla sin que ella le viese a él?

Sintió movimiento en a habitación, su presencia junto a la cama.

– No los abras.

Sintió que apretaba su mano y algo suave y cálido en la mejilla.

– Que duermas bien, Cathy. Mañana volveré a verte.

Y se marchó. Cathy abrió lentamente los ojos y sin querer, se llevó la mano al lugar que él había besado. No había sido más que un gesto entre amigos. No podía ser nada más, pero aun así, sonrió al acomodarse sobre la almohada y cerró de nuevo los ojos para disfrutar del momento hasta que se durmió.

Stone se acercó a la ventana del despacho y contempló la oscuridad. La casa parecía un lugar más acogedor aquella noche, y sabía que la razón dormía ahora un piso más arriba, en el otro ala de la casa.

Cathy. Su presencia casi bastaba para ahuyentar a los fantasmas, a pesar de que ella, de alguna manera, lo era en sí misma.

No se parecía a Evelyn. Ni físicamente, ni en temperamento, ni siquiera en sus circunstancias personales, excepto que las dos habían crecido en el seno de familias que a duras penas llegaban a final de mes. Y sin embargo, eran tan parecidas…

Inspiró profundamente y se prometió a sí mismo que aquella vez sería diferente. Aquella vez, no cometería los mismos errores. Aquella vez, no perdería el control de lo que estaba ocurriendo. Podía ayudar a Cathy de un modo en que no había podido ayudar a Evelyn. De alguna manera, eso podría redimirle de los pecados del pasado. Quizás si esta vez lo hacía bien, el dolor se atenuaría.

Sin querer, casi sin darse cuenta, se rozó con los dedos las cicatrices de la mejilla izquierda.

En esta ocasión, no iba a dejarse llevar. No iba a permitir que sus sentimientos lo arrastraran. Le gustaba Cathy, y la amistad era un sentimiento seguro. Nada más le estaría permitido. Se aseguraría de que su relación no llegase a nada más.

Cuando estuviese curada tanto de sus heridas como en su interior, la dejaría marchar. Ella se iría más fuerte y quizás él pudiera quedar en paz.

Cathy se despertó temprano a la mañana siguiente, y se las arregló para ir al baño y volver, aunque tardó unos veinte minutos en hacerlo.

– Ojalá hubiese estudiado ballet o algo así -murmuró en voz baja al sentarse en el borde de la cama para recuperar el aliento-. O haber por lo menos leído las cien maneras de manejar unas muletas.

La agilidad y la gracia de movimientos le eran ajenas. Las muletas le hacían daño en los brazos y los hombros, y no se manejaba nada bien con ellas. Aun así, consiguió apoyarlas contra la pared entre la mesilla y el cabecero de la cama y se tumbó para levantar las piernas. El camisón se le subió, dejando al descubierto unos muslos pálidos y ligeramente gruesos. Llevaba toda la vida peleando con aquellos dichosos diez kilos que le sobraban. Y para colmo, tenía la sensación de que en los dos últimos meses, los diez kilos habían llegado a ser doce o catorce. Con toda aquella obligada inactividad, las cosas estaban empeorando.

El estómago le rugió. Genial. Encima, tenía hambre.

Cuando volviera a casa, se pondría a dieta inmediatamente. Incluso empezaría a hacer ejercicio. Nada complicado: sólo caminar.

Aquella promesa era tan vieja que se tapó con la ropa de la cama para apaciguar la sensación de derrota. Tantas oportunidades perdidas… ¿Cuántas veces se había jurado no comer una sola onza de chocolate más hasta que no perdiera algunos kilos? ¿Cuántas veces se había prometido ponerse en forma, para acabar después pasándose las horas muertas leyendo?

Una llamada a la puerta interrumpió su sesión de autocompasión. Qué alivio.

– Adelante -dijo.

Ula, el ama de llaves, abrió la puerta y entró.

– Buenos días -la saludó. Era una mujer pequeña, con el pelo gris recogido en un moño y ojos oscuros-. ¿Qué tal has dormido hoy?

– De maravilla. La pierna cada vez me molesta menos.

La mujer asintió y Cathy cambió de postura en la cama. No estaba segura de si la mujer era simplemente austera en sus maneras, o si no le gustaba su presencia allí. Quizás la considerase una cazafortunas, o un caso de caridad. La segunda posibilidad suscitó en ella una mueca de dolor, ya que en realidad, podía encajar con ella.

– No sabía bien qué le gustaría comer -dijo Ula, y la severidad de su expresión se suavizó-. Si me dijera qué clase de comida es la que más le gusta, estaría encantada de preparársela. El señor Ward no presta demasiada atención a la comida; a veces me da la impresión de que ni sabe lo que come.

Cathy recordó la silueta del cuerpo de Stone. Parecía delgado. Ula también lo era. Genial. Estaba en medio de un grupo de gacelas.

¿Que qué le apetecía comer? Chocolate. Unos tres kilos.

¡Basta!, se reprendió. Ya era hora de hacer algo de verdad, y aquella parecía la oportunidad perfecta. Durante los próximos días, no iba a poder prepararse su propia comida, y mucho menos ir a la compra, así que ¿por qué no empezar ya con el programa que quería poner en marcha al llegar a casa?

Carraspeó levemente.

– ¿Sería mucho pedir que preparase algo bajo en calorías? -sugirió, enrojeciendo-. Nada complicado. Pollo o pescado a la plancha, si no le supone mucho trabajo.

– En absoluto. Tengo varias recetas interesantes. ¿Quiere perder un poco de peso? -preguntó, tras una breve pausa. Cathy asintió.

– No hay problema -la mujer pareció dudar-. Sé que no es asunto mío, pero quizás podría preguntarle a la terapeuta si hay algún programa de ejercicio que pudiera hacer mientras se cura su pierna.

A Cathy no se le había ocurrido pensarlo.

– Qué idea tan buena. Lo haré. Gracias.

Ula esbozó una sonrisa.

– No sé lo que Stone le habrá dicho de mí -empezó, intentando tener valor para explicar. Hizo una pausa esperando que Ula dijese algo, pero no fue así-. Somos amigos. Le conozco hace dos años… no en persona, por supuesto. Sé que no sale mucho. Nos conocemos por teléfono. Él utiliza el servicio de contestador para el que yo trabajo, así que hablábamos casi todas las noches.