Pepper miró a la casa.
– Ya me lo imagino. Debe haber cientos de escaleras dentro.
– No lo sé.
La terapeuta la miró sorprendida.
– Pero tú vives aquí, ¿no?
Cathy se volvió boca abajo con la almohadilla de calor en la espalda.
– No. Yo soy…
Pero no encontró las palabras. ¿Qué era ella, exactamente? ¿Amiga de la familia? ¿Compañera de trabajo? ¿Qué?
– El señor Ward y yo tenemos una relación profesional -dijo al final-. No tengo familia, y cuando supo lo que ocurrió en el incendio, me ofreció quedarme en su casa hasta que me recuperase.
– Un buen trabajo, entonces -dijo Pepper con cierta envidia-. Imagínate: conocer en persona a Stone Ward. He leído sobre él, por supuesto. Esta casa es increíble. ¿Cómo es él en persona?
Cathy dudó, no sólo porque no sabía qué decir, sino porque respetaba la intimidad de Stone.
– Es un hombre muy celoso de su intimidad, pero una buena persona. No nos conocemos a fondo.
Eso era cierto, y todo lo ocurrido sólo había servido para confundirle. Quería que su relación fuese diferente, pero no sabría decir en qué. Sólo sabía que echaba de menos la regularidad de sus vidas de antes… cuando podía contar con hablar con él todos los días a medianoche.
Lo echaba de menos. Estaban en la misma casa y lo echaba de menos. Qué locura.
Pepper tocó la almohadilla.
– Dejaremos esto otros cinco minutos más y luego empezaremos con la lección.
Cathy sonrió.
– Gracias.
Stone estaba junto a la ventana, observando. Aunque sabía que no tenía derecho a espiar a Cathy, no había sido capaz de apartarse del cristal. La terapeuta parecía una profesional capaz, pero apenas la había mirado. Toda su atención estaba puesta en su invitada.
La vio evolucionar por el patio con paso lento e inseguro. La terapeuta la hizo pararse y ajustó la altura de las muletas. Cathy pudo erguirse un poco y pareció ganar estabilidad.
Llevaba el pelo suelto tapándole la cara, y una camiseta y unos pantalones de deportes holgados ocultaban su cuerpo. No era de ningún modo lo que le había dicho que era, pero eso no le importaba. Su relación nunca había tenido que ver con su aspecto, sino con la persona que era por dentro.
Aunque el cristal oscuro impedía que pudiera verse desde fuera, se separó de la ventana. Quería saber qué progresos hacía Cathy, nada más. La terapeuta era tan competente como le habían prometido, así que ahora podría olvidarse de su invitada y seguir con lo demás. Todo iba según lo previsto. Estaba ayudando a Cathy a restablecerse, física y de cualquier otro modo en que lo necesitara. Esa era su meta.
Sin embargo, al examinar lo escrito en la pantalla del ordenador, se encontró pensando en ella en lugar de en el balance. Se encontró deseando que llegase la oscuridad para poder volver a hablar con ella. Como había hecho cientos de veces desde el accidente, hacía ya tres años, maldijo el día y la luz que lo acompañaba.
Cathy miró con tristeza la bandeja que tenía junto a la cama. Había devorado la cena en menos de diez minutos. El pescado estaba delicioso, preparado en una salsa exquisita, acompañado de champiñones y arroz. Incluso la guarnición de verduras estaba buenísima. El pequeño plato de frutas cortadas en rodajas con una sola cucharada de yogur helado había sido una agradable sorpresa para el postre. El único problema era que seguía teniendo un hambre canina. Habría vendido su alma por una hamburguesa, incluso por un poco de chocolate.
Con un suspiro, se recostó en la almohada. No podía tener hambre. Al fin y al cabo, acababa de cenar. Quizás debiera comer más despacio para que su cerebro tuviese tiempo de darse cuenta de que la comida estaba en su estómago. Al menos, eso era lo que decían las revistas. Quizás fuese psicológico. Aun que físicamente estuviera saciada, quería la comida rica y llena de grasa que le proporcionase consuelo emocional. Necesitaba algo con lo que distraerse. Con un poco de tiempo, llegaría a acostumbrarse a comer menos. Los resultados valdrían la pena.
El teléfono sonó en la mesilla y dio un respingo. No lo había oído llamar antes, y sin embargo, Stone debía recibir llamadas. Debía tener varias líneas. Quizás la que sonaba era su línea particular.
El teléfono sonó cuatro veces más; Cathy lo ignoró y abrió la guía de televisión que Ula le había traído. Quizás hubiese alguna película buena aquella noche. O una de miedo. Si le preocupaba el ataque de los alienígenas o de los vampiros, no pensaría en la comida.
Hojeó la guía, pero no vio nada interesante, y acababa de dejarla sobre la cama, cuan do alguien llamó a la puerta. Era Ula.
– ¿Qué tal ha estado la cena? -preguntó.
– Deliciosa. Yo creía que no me gustaba el pescado, pero lo que ha preparado estaba para chuparse los dedos.
Ula recogió la bandeja vacía con una sonrisa.
– Me alegro de que haya disfrutado con la comida. A mí me gusta probar recetas nuevas. Mañana probaremos una de pollo.
Eran ya las siete de la tarde, pero el ama de llaves parecía tan fresca como a las siete de la mañana. Ni un pelo fuera de su sitio, ni una sola arruga en su vestido gris. ¿Quién era aquella mujer? ¿Vivía también allí? Tuvo intención de preguntárselo, pero cambió de opinión. Donde viviera o dejase de vivir no era asunto suyo. Además, estaba empezando a ser algo más cordial con ella, y no quería echarlo a perder haciendo preguntas personales.
– El teléfono ha sonado hace un momento -dijo Ula-. ¿Es que estaba en el baño?
Cathy parpadeó.
– No contesté porque no creía que fuese para mí.
– Era el señor Ward que quería saber qué tal está. Le dije que seguramente no se habría dado cuenta usted de que la habitación de invitados tiene una línea independiente. Si suena este teléfono, puede contestar si lo desea.
– ¿Que Stone ha llamado? ¿Es que no está en la casa?
– Sí, sí que está. Casi nunca sale. Está en su despacho. Le diré que puede llamar de nuevo, si quiere.
– Por favor -le pidió, e inspiró profundamente antes de hacer la siguiente pregunta-: Ula, ¿Stone está bien?
El ama de llaves la miró un momento antes de contestar.
– ¿Qué quiere decir? -preguntó. La sonrisa había desaparecido, sin duda porque, en su opinión, acababa de transgredir los límites permitidos.
– Es que me ha hablado de las cicatrices que tiene en la cara y… bueno, como parece ser esa la razón de que no salga mucho… -no consiguió terminar la frase. ¿Cómo era aquel refrán? Quien no se moja…-. ¿Hay algo más? ¿Tiene algún otro problema físico por el accidente?
– Ah… No. Está bien. Son sólo las cicatrices.
Cathy hubiera querido preguntarle hasta qué punto eran importantes, pero no consiguió encontrar la forma de hacer la pregunta de un modo cortés, así que no ha hizo.
– Todo ocurrió en el mismo accidente en el que falleció su mujer, ¿no?
– Sí.
Vale. Así que Ula no estaba dispuesta a facilitarle ninguna información.
Cathy carraspeó. No quería preguntar, pero tenía que saberlo.
– No me mencionó a su esposa en todo el tiempo que nos conocemos. Debía quererla mucho.
– La señorita Evelyn lo era todo para él -confirmó, y su expresión se suavizó, como perdida en agradables recuerdos-. Se conocían desde niños. Ella era su mejor amiga. Creo que nunca se recuperará de su pérdida -hizo una pausa-. ¿Necesita algo más?
Cathy casi no podía hablar.
– No, gracias -contestó, a pesar del dolor que la desilusión le había clavado en la garganta.
Ula volvió a sonreír, y en aquella ocasión a punto estuvo de alcanzar sus ojos oscuros.
– Entonces, buenas noches.
– Buenas noches, Ula.
La puerta se cerró y Cathy se quedó a solas con el torbellino de sus pensamientos. Era culpa suya por preguntar. Si no quería saber de la relación de Stone con su esposa, no debería haber abierto la boca. ¿Qué esperaba oír? ¿Que Stone odiaba a su mujer? ¿Que había sido un matrimonio de conveniencia y que se alegraba de que hubiera muerto? Por supuesto que no, pero aun así, saber que había querido tanto a Evelyn que no se había recuperado de su muerte no era la forma en que quería empezar la tarde.