Sólo había visto sus ojos en las sombras, pero no se había imaginado que eran verdes, no tan grandes, ni tan bonitos. Su piel era preciosa. Y había algo más distinto. Algo…
– Estás más delgada. ¿Has perdido peso? La sonrisa que le ofreció fue como si acabase de regalarle la mitad de las acciones de su empresa.
– Sí -contestó.
Stone recordó la obsesión de Evelyn por perder cinco kilos. Para él estaba bien, pero al parecer, Evelyn no había sido la única con ese problema.
– ¿Te alimentas bien? Las mujeres se obsesionan con el peso. Nunca lo he entendido.
Cathy se dibujó una cruz sobre el corazón.
– Te prometo que como un montón.
– Ya.
No sabía qué decir.
– Me gusta -dijo, concentrándose en su corte de pelo-. El color es muy bonito. Te realza los ojos. Estás muy guapa.
Y Cathy enrojeció, pero no por temor. Su cumplido la había complacido.
Stone sintió de pronto algo desconocido. Una necesidad que no habría podido definir. Quería… ¿qué? ¿Decir algo adecuado? ¿Ofrecerle un…
Tocarla.
Quería tocar su pelo y saber si era tan suave como parecía. Quería tocar sus mejillas, su cuello. Quería abrazarla y probar su boca mientras acariciaba la curva de sus caderas. Era tan increíblemente femenina e irradiaba tanta vitalidad… y él la deseaba.
El fuego lo sorprendió en su intensidad. En aquel mismo instante, habría podido poseerla, y en silencio se maldijo. Hacía tanto tiempo que no tenía una reacción de esa naturaleza que había empezado a pensar que esa parte de su cuerpo estaba muerta. Pero no, todo funcionaba a la perfección. El dolor era casi insoportable.
Tenía que mantener la calma. No quería delatar su condición. Su deseo la horrorizaría; le parecería un animal.
Cathy levantó la cara y lo miró.
– Quería preguntarte por el accidente, pero he pensado que quizás te molestase.
Casi se olvidaba de las cicatrices, de que era la primera vez que lo veía.
– ¿Qué te ha contado Ula?
– No mucho -admitió-. Sé que tuvisteis un accidente de coche -no sabía muy bien hasta dónde debía llegar-. Sé que tu mujer murió y que tú saliste herido.
Su mujer. Aún le costaba pensar en Evelyn como su esposa. Para él, siempre sería su mejor amiga, su conciencia, su tabla de salvación. Cuando seguía sus consejos, las cosas le iban bien. Si los ignoraba, pagaba su precio. Incluso al final.
El dolor era un compañero ya familiar para él. Sabía que nunca dejaría de acompañarle. Nunca podría dejar de lamentarlo. Jamás pagaría por los pecados cometidos, aunque no por ello dejase de intentarlo.
– Habíamos estado en una fiesta -dijo-. Yo había bebido demasiado, así que conducía ella. Chocamos.
Lo recordaba todo a la perfección. Las palabras duras, las acusaciones, su pregunta… ¿por qué?
– Se salió de la carretera -continuó, pero aquella historia no tenía sentido para él. Simplemente repetía lo que la policía le había dicho-. No saben si hubo otro coche implicado en el accidente y que se dio a la fuga, o si bien fue Evelyn quien perdió el control.
– ¿Llovía?
– La noche estaba clara, pero era tarde.
Aunque no cabía la posibilidad de que Evelyn se hubiera quedado dormida. Estaban en plena discusión cuando se estrellaron. Eso lo sabía con toda seguridad. No habían solucionado nada. Evelyn, quizás la única persona a la que había querido, había muerto creyéndole un cerdo. Y lo malo es que tenía razón.
– Lo siento -dijo Cathy-. No debería haberte preguntado.
Él hizo un gesto que le quitó importancia a lo dicho.
– No pasa nada. El accidente ocurrió hace ya mucho tiempo, y no me importa hablar de él.
Otra mentira. Otra compañía habitual para él. Al menos aquella conversación había surtido el efecto deseado: la necesidad se había adormecido, junto con su manifestación física. Quizás ni siquiera había ocurrido.
El teléfono que había sobre su mesa sonó, y Cathy se puso en pie.
– Te dejo que atiendas la llamada -dijo, y salió de la habitación.
Stone atendió la llamada y después se quedó sentado en el despacho sin saber qué hacer. Cathy había visto su cara y no parecía repugnarle. Quizás pudiesen pasar más tiempo juntos.
El placer que experimentó ante aquella posibilidad no tenía nada que ver con el deseo. Era algo más seguro. Sólo le interesaba como amiga… como alguien a quien ayudar a rehacer su vida. Nada más.
Se levantó para acercarse a la ventana. El jardín estaba precioso aquella tarde de primavera. Los bancales estaban floridos y sus brillantes colores contrastaban con el verde del césped y de las hojas de los árboles. Aquella casa parecía haber sido construida para enseñarla. A él no le había entusiasmado en demasía, pero a Evelyn le había encantado. La enorme mansión era completamente distinta a la caravana en la que ella había crecido.
Le habría dado la luna, de haber podido alcanzarla, ya que no había sido capaz de darle lo que ella quería de él. Había intentado ser un buen marido. Pasar tiempo con ella era fácil. Al fin y al cabo, se trataba de su mejor amiga. Pero eso no era suficiente. Era algo que no podía compensar el hecho de que él nunca la hubiera deseado del modo en que un marido debe desear a su mujer.
Cerró los ojos, pero era ya demasiado tarde para contener los recuerdos, que anegaron su cabeza tan inexorables como la marea. Recuerdos de su infancia juntos, de cómo estudiaban juntos los exámenes, primero en el colegio, después en la universidad. Sonrió débilmente al recordar lo mal que había asimilado que sus calificaciones fueran algo mejores que las de él.
Su sonrisa se desvaneció. Quizás el error había estado en no seguir los designios de sus padres. Un par de años después de graduarse en la universidad y de unirse a la empresa de la familia, sus padres le eligieron una esposa. Alguien adecuado, al menos en su opinión. Y él se había rebelado. Su única rebelión en una existencia cómoda y pacífica. Él quería casarse por amor, con alguien a quien pudiera respetar. Y en un impulso, se lo propuso a Evelyn.
Y en cuanto ella le dio el sí, lo supo. La verdad, escondida cuidadosamente hasta aquel momento, había iluminado sus ojos hasta conferirles una luz cegadora. No se había dado cuenta de cuándo se había enamorado de él, de cuándo los lazos de su amistad se habían transformado para ella en algo más. Y también en aquel instante, supo que el matrimonio iba a ser un error, pero era ya demasiado tarde. No habría herido a Evelyn por nada del mundo.
Y en lugar de herirla, la había matado.
El dolor empezó en los ojos y siguió por toda su cabeza. No había causa física que lo explicase. Sólo culpabilidad. Él no conducía, por supuesto, ni había sido la causa directa del accidente, pero todo eso no había hecho sino empeorar las cosas, porque su comportamiento había sido aún peor: la había traicionado.
– No -murmuró en voz alta, pero era ya demasiado tarde.
Se vio a sí mismo y a Evelyn el día de la boda. La felicidad de Evelyn le había rodeado con un halo casi visible. Aquella noche, sintió por primera vez su cuerpo bajo el suyo. Evelyn era dulce y bonita, con las curvas en su sitio justo, pero él nunca la había deseado. La primera vez había sido difícil, y después no había conseguido mejorar. Hacían el amor… lo suficiente, según él, pero en eso también se había equivocado, porque ella había percibido su desinterés y con el paso del tiempo, había acabado con la confianza en sí misma. Mientras ella hablaba de tener hijos, él intentaba encontrar la forma de decirle que aquello no iba a durar. No podía darle lo que ella se merecía. Pero dejarla ir significaba perder a su mejor amiga, y no podía imaginarse la vida sin ella.