Todo había quedado destruido aquella noche. Aquella maldita noche. Apretó los puños. Había bebido demasiado… no era una excusa, por supuesto, pero era todo lo que tenía.
Recordaba estar de pie en un rincón durante la fiesta. La esposa de uno de sus clientes se había acercado a él. La mujer, de la cual ni siquiera recordaba el nombre, era muy atractiva y evidentemente estaba interesada en él. Stone había sentido que sus hormonas reaccionaban como respuesta.
Sabía que era un error, una estupidez, una bajeza, pero se dejó llevar a una habitación contigua y cuando ella lo besó, él le devolvió el beso.
Lo único que había deseado en aquel momento era sentir un fogonazo de pasión. No. tenía intención de acostarse con aquella mujer, porque por mal que hubieran estado las cosas con Evelyn, no quería hacerle algo así. El beso no había sido memorable, pero sí había bastado para que se diera cuenta de que ya era hora de poner en claro sus sentimientos. Estaba engañando a su mejor amiga, y ella se merecía algo mejor, alguien mejor que él.
Había puesto las manos en los hombros de aquella mujer con la intención de separarla, y fue entonces cuando lo oyó. La exclamación de sorpresa. Luego vio a Evelyn de pie en la puerta, mirándolo.
Estaba tan bonita aquella noche… Llevaba su pelo rubio recogido en un moño y un vestido negro sin mangas que dibujaba todas sus curvas. Curvas que él no era capaz de desear. Ella lo había mirado como si lo viera por primera vez, y quizás fuese así. Jamás la había traicionado antes, excepto la vez en que le pidió en matrimonio quizás.
Aquel momento la destruyó. Ahora lo sabía. De no haber estado discutiendo de vuelta a casa, no habrían sufrido el accidente.
– Evelyn -dijo en voz alta-. Lo siento. Pero la disculpa se desvaneció en el silencio de la habitación. Era demasiado tarde para eso. Evelyn había muerto y ni todas las disculpas del mundo conseguirían traerla de nuevo a la vida.
– El señor Ward me ha pedido que le pregunte si le gustaría cenar con él hoy -dijo Ula.
Cathy levantó la mirada del libro que estaba leyendo, en la biblioteca del primer piso, y durante un segundo se quedó muda, simplemente absorbiendo las palabras del ama de llaves.
– ¿Que Stone quiere cenar conmigo? -graznó.
Ula sonrió.
– Eso es lo que ha dicho. A las siete, si le va bien.
¿Si le iba bien? Ni que tuviese la agenda a reventar.
– Por supuesto. Perfecto.
– Se lo diré. A las siete. En el comedor. Ula se marchó con la misma discreción con la que había entrado y Cathy se quedó mirando el lugar que ocupara antes.
– Cenar. Con Stone -musitó. Dejó el libro sobre la mesa que había junto al sillón de piel y se levantó. ¡Iban a cenar juntos, como si tuvieran una cita de verdad!
– No empieces -se advirtió-. Sólo está siendo amable. No es una cita.
Sabía que no lo era, pero dado que su experiencia en esas cosas era bastante precaria y se limitaba sólo a lo que había visto en la televisión y leído en los libros, no pasaría nada si fingía que lo era. Siempre que él no lo supiera…
Miró el reloj. Eran casi las seis, y tenía que ducharse y vestirse. ¿Y qué se iba a poner? Un empleado de Stone había ido a su casa y le había traído la mayor parte de su ropa, pero no tenía nada que pudiera encajar para una cena con un millonario. Tenía su vestido verde, se dijo mientras subía las escaleras. Pero le quedaba un poco justo y le tiraba en la cintura y en el trasero.
– Estaremos sentados -murmuró-. Con un poco de suerte, no se dará ni cuenta.
Sacó el vestido del armario y lo miró, sabiendo que la única alternativa era una falda y una blusa que ya estaban pasadas de moda cuando se las compró.
Con un suspiro, se quitó la camiseta y los vaqueros nuevos para probarse el vestido.
Al acercarse al espejo, tiró de la tela en la cintura. Fue una tremenda sorpresa comprobar que le quedaba suelta. Inspiró profundamente. Su tórax se expandió, pero el cuerpo del vestido no se resintió por ello. Con cuidado, casi negándose a creer, se dio la vuelta y contempló su perfil. El vestido le caía perfectamente por las caderas y las nalgas. No había tiranteces ni pliegues.
– ¡Genial! -exclamó, sonriéndose en el espejo.
La comida ligera y el ejercicio habían merecido la pena.
– Señor Ward, allá voy.
Una hora más tarde, Cathy entraba en el comedor. Ula había dispuesto una gran mesa con dos servicios. El cristal y la plata brillaban. Había encendido varias velas, pero aparte de eso, había poca iluminación.
Durante un segundo, Cathy se dejó creer que aquella era la cena romántica con la que había soñado en la ducha: Puede que Stone se hubiese enamorado de su transformación y…
«¿Dónde vas?» se preguntó. «Hay poca luz porque Stone teme mostrar sus cicatrices. Eso es todo».
– Buenas noches.
Se volvió hacia la voz que provenía de la entrada al comedor. Había dejado a un lado sus vaqueros y la camisa informal por unos pantalones de pinzas y una camisa de vestir. Menos mal que se le había ocurrido ponerse aquel vestido, y menos mal que le quedaba bien.
– Hola -contestó, y el estómago se le llenó de mariposas.
Stone se acercó a la mesa y separó una de las sillas, y Cathy tardó un segundo en darse cuenta de que era para ella. Tragó saliva con dificultad. Había visto a los hombres hacer esas cosas en las películas, pero no en la vida real.
Cuando le sirvió una copa de vino blanco, no sabía si gritar de alegría o desmayarse en silencio. Ninguna de las dos opciones le hacía gracia, así que hizo lo mismo que Stone y alzó su copa.
– Por la amistad -dijo él.
– Por la amistad -contestó ella, y tomó un sorbo. El vino era suave y fresco, y le gustaba el picorcillo que le producía en la lengua. Había tomado vino en otras ocasiones, pero seguro que el envasado en cartón que traían a las celebraciones de cumpleaños en la oficina no tenía nada que ver con aquel.
Ula trajo el primer plato, una ensalada verde con una mezcla de vegetales. Cathy ya se había acostumbrado al sabor de la comida baja en calorías que le preparaba el ama de llaves y, sonriéndola, tomó el tenedor.
Mientras masticaba, miró a su alrededor. La enorme habitación estaba iluminada sólo por dos candelabros, pero pudo ver una mesa de bufé en la pared frente a ella y un armario para la vajilla en la otra. A sus pies, una alfombra oriental que debía costar más de lo que ella había ganado en los tres últimos años.
– Pareces muy seria -dijo Stone-. ¿Quieres compartir tus pensamientos?
– Es que estoy algo fuera de mi elemento aquí -confesó-. A veces tengo la sensación de estar en uno de esos tornados de la televisión o algo así. Yo soy sólo Cathy Eldridge, de North Hollywood. ¿Qué demonios hago yo en tu mundo?
– Recuperarte del accidente.
Stone la había acomodado a su derecha para que no pudiera ver sus cicatrices. Saber que estaban allí no era distracción lo suficientemente fuerte. Su atractivo era mucho más poderoso.
– Este no es mi sitio.
– Por supuesto que sí. Eres mi invitada.
– No es tan sencillo. Sigo sin comprender por qué haces esto. ¿Por qué no estás enfadado conmigo? -Tomó un sorbo de vino con la esperanza de que el alcohol le diese valor-. Te he mentido.
– Ya hemos hablado de ello, y te he dicho que no me importa -se acercó a ella-. Lo digo de verdad Cathy. Lo comprendo bien, quizás mejor que otras personas. ¿Acaso crees que yo no he deseado poder esconderme tras una máscara? En cierto modo, incluso es algo que hago todos los días. Esta casa es mi refugio, pero también mi prisión.
– No tiene que ser así. Sí, tienes cicatrices, pero no son tan terribles. Es verdad que yo esperaba que fuesen mucho peores. Ojalá no te encerrases aquí de este modo. No es saludable.
– En cambio, esta ensalada sí -dijo, y apartó un champiñón.